La vuelta al mundo de un novelista; vol. 2/3
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La retratista de la emperatriz.—La mentalidad de una soberana china.—Los hermosos camellos de Pekín.—Las murallas de la capital y su antigua artillería.—Maravillas del Palacio de Verano.—El «lago-mar».—El famoso Navío de Mármol.—Un puerto de comercio improvisado, para que el Hijo del Cielo se disfrazase de vagabundo.—Robo de dos azulejos.—El feliz «triángulo» imperial.—El joven ex emperador y el presidente de la República.
Miss Catalina Carl es una pintora notable de los Estados Unidos y la única dama de raza blanca que vivió en los palacios imperiales de la China.
En 1905, estando en Shanghai, fué llamada á Pekín por la Legación norteamericana.La emperatriz regente, que vivía como ciertas reinas famosas de otras épocas, gobernando á su modo el vastísimo Imperio y haciendo frente á las ambiciones de las potencias occidentales, sentía repentinamente deseos de imitar la existencia de los remotos soberanos de Europa.Pero tales deseos no eran más que movimientos de curiosidad, retrogradando en seguida á sus antiguas costumbres.Esta emperatriz, que fué verdaderamente el último soberano chino—la República se proclamó tres años después de su muerte—, quiso que la retratase un artista blanco, y al saber que una pintora célebre viajaba por sus Estados, aprovechó la ocasión, prefiriendo servir de modelo á una mujer.
La citada artista ha escrito un libro interesante sobre su vida palaciega y además me relató nuevas anécdotas durante mi permanencia en Pekín.Era la emperatriz una manchur de carácter enérgico, que ejercía con verdadera vocación sus funciones de gobernante.Teniendo que dirigir los destinos de un territorio enorme como un continente, con una población de cuatrocientos á quinientos millones de seres, se equivocó muchas veces; pero un hombre de talento, obligado á desempeñar una autoridad tan variada y extensa, tal vez habría cometido los mismos errores.
En su tiempo ocurrió la revolución de los boxers.Mirada del lado europeo, esta revolución resulta un alzamiento horripilante por sus crueldades.Examinada desde el punto de vista chino, fué una protesta nacionalista, una explosión de odio contra los extranjeros, dominadores del país.Por esto la figura de la última soberana resulta confusa y contradictoria.Algunos la creen una emperatriz mesalinesca, con los defectos de Catalina de Rusia.Otros la admiran como una gran patriota.Miss Carl sólo guarda de ella excelentes recuerdos y se enternece al relatar sus bondades.
Esta reina, poseedora de más súbditos y territorios que ningún soberano de Europa, recibió á la artista californiana con una afabilidad burguesa, sin aparato alguno.Al saber que era huérfana, le dijo:
—Yo seré tu madre.No te preocupes de tu porvenir.Corre á mi cargo hacerte feliz.
Y la instaló en uno de sus palacios, con un mayordomo que capitaneaba á trescientos domésticos.En el Extremo Oriente la importancia de los personajes se mide por el número de criados, y nadie sabe hasta dónde puede llegar la cantidad de éstos, teniendo en cuenta las divisiones del servicio.Uno está encargado solamente de los platos, otro de las copas, cada lecho de la casa tiene un sirviente especial, etc.
Después que la pintora tomó posesión de su palacio y pasó revista á su batallón de servidores, aún tuvo que esperar varios meses para dar principio á su obra.Hacer un retrato de la emperatriz de la China era negocio de Estado, digno de largos estudios y lentas discusiones.Primeramente una comisión de astrólogos levantó el horóscopo de miss Carl para saber si su espíritu era compatible con el de la sagrada emperatriz, ó iba á causarle graves daños al ponerse en contacto con ella.Cuando al fin reconocieron los sabios que podía aproximarse á la soberana sin peligro alguno, los geomantes del palacio entraron en funciones para decidir qué edificio sería el más á propósito para el trabajo de la artista.Y después de encontrado el sitio, hubo que hacer nuevos estudios, fijando el día y la hora favorables para dar la primera pincelada.
Tan satisfecha quedó la emperatriz de miss Carl, que años después le pidió que hiciese un segundo retrato de ella.Estas dos obras adornan los salones más grandes del Palacio de Verano.La soberana aparece en ambos lienzos ocupando un trono, con el traje femenino de la dinastía manchur.Va cubierta de joyas lo mismo que un ídolo; tiene los pies pequeños naturalmente, sin la deformación tradicional de las antiguas chinas; su tocado se levanta y se abre sobre la frente como una canastilla de flores.
Mientras era pintada por su retratista, iba haciéndola preguntas, con una curiosidad de niña, sobre el modo de vivir las mujeres en los países de raza blanca.
La etiqueta china no le había permitido ver nunca las calles de Pekín.Gobernaba su vastísimo Imperio sin haber visitado ninguna de sus ciudades.Todo lo sabía de oídas, según se lo habían contado sus mandarines. Cuando atravesaba la capital una vez al año para ir al Templo del Cielo con el joven emperador, ó al trasladarse desde su residencia de invierno en Pekín al Palacio de Verano, no le era posible ver á su pueblo. Calles y caminos quedaban desiertos desde un día antes. Los chinos sabían que era delito, pagado con la cabeza, todo intento de conocer á sus soberanos. La emperatriz, seguida de su brillante séquito, pasaba como un fantasma por estas calles muertas, y para que su tránsito resultase aún más irreal, servidores palaciegos ocultos en tejados y árboles dejaban caer una lluvia de pétalos rojos y amarillos, colores emblemáticos de la dinastía, como un homenaje celeste.
Para esta dueña absoluta de quinientos millones de seres humanos, la mayor diversión era asomarse con disimulo á una ventana, en las horas matinales, viendo á los pobres servidores de sus cocinas que traían á cuestas sacos ó cestos de comestibles.Así podía conocer otras gentes que los personajes de su corte.Poco después, la tradición y el orgullo dinástico renacían en su interior, haciéndole incomprensible la vida ordinaria de las soberanas europeas.
Mostraba una simpatía instintiva y una admiración «de clase» por la reina Victoria de la Gran Bretaña.Se había enterado por sus ministros y por los diplomáticos de la existencia de esta emperatriz, semejante á ella, que gobernaba la otra vertiente del mundo.
En el fondo de su alma china se creía superior á su colega.Los sabios del país, herederos de cinco mil años de ciencia, le habían enseñado que el Imperio de Enmedio ocupa el vértice de la tierra, mientras la pobre Europa se mantiene agarrada, con grandes esfuerzos, á uno de sus lados.Pero de todos modos, Victoria resultaba la única mujer que podía compararse con su persona celeste en el mundo de los blancos. Propiedad de ella eran las islas flotantes que marchan por los mares arrojando humo; también le pertenecía una parte del Asia, la India, el país más poblado después de la China, y la Hija del Cielo no podía comprender cómo tan gran señora salía á pie por unas calles donde marcha todo el mundo y viajaba sin largo séquito, lo mismo que una tendera de Pekín.
—¿Tú crees que verdaderamente vive así?—preguntaba á su retratista—.¿No me habrán engañado?
Miss Carl tiene la bondad de acompañarme á los lugares cerrados y maravillosos donde vivió algunos años cerca de la emperatriz regente: al Palacio de Verano, retiro favorito de ésta.Desde la caída del Imperio ha vuelto pocas veces á este paraíso regio.Le infunde una tristeza profunda ver con aspecto de próximas ruinas los palacios y los jardines que ningún blanco visitó antes de ella.
Vamos á pasar un día entero en el Palacio de Verano, y aun así nos faltará tiempo para conocer todos sus valles y montañas, abundantes en alcázares y pagodas; para viajar—ésta es la palabra exacta—por las cuatro orillas de mármol de su lago.
Esta artista experimentó tan hondamente la atracción de la vida china, que no ha querido marcharse de Pekín, á pesar de haber desaparecido casi todos los personajes del tiempo del Imperio, y habita en el nuevo barrio europeo que ha ido formándose junto al antiguo de las Legaciones.
Seguimos en automóvil la larga avenida de la Paz Perpetua y otras calles no menos anchas de la Ciudad Tártara.Vemos algunos mercados, rebullentes de muchedumbre á esta hora matinal.En las cercanías del llamado del Carbón abundan las caravanas de camellos. Todos los artistas que han pintado escenas de Pekín colocan invariablemente junto á sus murallas una fila de camellos, y este detalle, que parece rebuscado adorno, no es más que copia exacta de la realidad. Siempre tuve que detener mi automóvil en las puertas de Pekín para dejar paso á estas escuadras de navíos terrestres, que avanzan moviendo la cabeza como una proa y balanceando sus costados.
El camello de aquí no es el de África, pelado, calloso y de una delgadez que marca la osamenta bajo la piel, como si fuese á rasgarla con sus aristas.Las caravanas chinas están compuestas de camellos gallardos y majestuosos.Se mueven de un modo rítmico, sus ojos abultados tienen una expresión inteligente; además ostentan el regio adorno de sus lanas rojizas, semejantes á las melenas del león.Estas lanas les caen por ambos lados como una gualdrapa y se extienden piernas abajo en forma de pantalones.
Por el interior de la ciudad marchan en fila y atados, para que no entorpezcan la circulación.Cada uno lleva la cuerda de su bozal sujeta á la cola del compañero que le precede.En las cercanías de los mercados, al verse libres de sus cargas, doblan las patas y quedan inmóviles sobre las aceras, mientras los camelleros venden sus mercancías.
Sopla el viento mongólico de una mañana invernal.Los charcos de las avenidas están helados.En los rincones, adonde no llega el sol, hay montones de nieve.Los camellos, con sus cuatro patas ocultas, parecen sobre la acera montones de lana rojiza, de los que surgen sus cuellos de reptil antediluviano y lanzan por sus narices curvas dos chorros de vapor.
Atravesamos una de las puertas de Pekín.Todas ellas están rematadas por castillos de vetustas techumbres.Los colores de sus muros se hallan tan modificados por el tiempo, que es imposible darles una clasificación dentro de la gama conocida.
La antigua muralla de Pekín es la fortificación más grandiosa y más inútil que puede encontrarse en el mundo entero.Su anchura va más allá de las proporciones conocidas.En realidad se compone de dos murallas, habiendo rellenado los antiguos constructores, con tierra y escombros, el espacio abierto entre ambas.A causa de esto, las puertas son profundas como túneles, y no obstante su altura parecen agujeros de ratonera por su extremada longitud.Al pasarlas se encuentra una nueva muralla en forma de media luna, una plaza de armas en la que puede formar desahogadamente un batallón, y otro castillo para que los asaltantes, después de haber tomado la primera puerta, encuentren el obstáculo de una segunda.Sin embargo, las fortificaciones de Pekín no sostuvieron jamás ningún sitio heroico y los invasores las atravesaron con facilidad.
En los castillos de aleros cornudos que coronan estas puertas hay grandes troneras para la artillería, pero hace más de cien años que no se ha asomado á ellas la boca de un cañón.Los basamentos de las baterías superiores son de madera y están casi pulverizados por la carcoma.Además, la antigua artillería china necesitaba para funcionar unas plataformas extraordinariamente macizas.Este pueblo de admirables fundidores, que fabricó Budas colosales cuando en Europa no sabían ir los broncistas más allá de las dimensiones humanas, produjo cañones tan grandes como las piezas recientes de la artillería moderna.Su tiro era incierto y corto, pero en cambio sus bocas imitaban fauces horribles de dragón, gargantas de monstruos quiméricos, para infundir pánico á los enemigos.
Nuestro automóvil corre por los suburbios de Pekín y se lanza luego á través de la campiña.El Palacio de Verano está á veinte kilómetros, en un lugar que los emperadores modificaron á su gusto para hacer surgir de él un paraíso, como Luis XIV hizo brotar de áridas llanuras los jardines de Versalles con sus fuentes y estanques.Pero la obra de los soberanos chinos resulta más enorme en sus dimensiones que la del rey francés.Fueron varios monarcas celestes los que se sucedieron en su ejecución.Además, contaron con el trabajo disciplinado y tenaz de muchedumbres incansables.
Seguimos las riberas de un canal que va desde Pekín al Palacio de Verano.Ahora este curso acuático está interrumpido en varios lugares.Antes el Hijo del Cielo podía ir desde la Ciudad Violeta al Palacio de Verano en barcas doradas, de las que tiraban grupos de servidores caminando por la orilla.
Paso un día entero en este palacio-jardín, que tiene varias leguas de circuito.Como se halla lejos de la capital, sólo de tarde en tarde ve llegar visitantes, y los soldados que lo guardan llevan una vida campestre, como si viviesen destacados en un fortín de la frontera tártara.Un ambiente melancólico de profunda paz envuelve esta obra vastísima, destinada á unos soberanos de origen celeste cuya sucesión se cortó para siempre.
Vemos las salas de audiencia, la parte del Palacio de Verano que los emperadores destinaban al mundo exterior.Aquí venían á turbar su vida campestre ministros, embajadores ó virreyes de las provincias.En uno de los salones, dos estatuas enormes de bronce, representando un fénix y un dragón, se alzan sobre pedestales de jaspe con sus bocas abiertas.Según me explica mi acompañante, que tantas veces pasó por estas habitaciones, las dos bestias esparcían por sus fauces una nube invisible de perfume mientras duraba la audiencia imperial. También vemos en patios y salones grandes vasos de bronce, verdes y dorados, con una fauna enroscada de monstruos escamosos. Estos recipientes contenían agua. Los chinos consideran higiénico tener vasijas de agua en sus habitaciones, por creer que este líquido purifica la atmósfera tragándose los miasmas.
Más allá de las salas de recepción y antes de llegar á los edificios que fueron las verdaderas residencias imperiales, está el teatro, patio enorme encuadrado por palacios bajos de madera dorada y laqueada, sobre plataformas de mármol.
En el centro de dicho patio se levanta el escenario, edificio de tres pisos.Los actores hablaban á gritos, pasando de un piso á otro, según las exigencias escénicas.
Miss Carl me describe las representaciones á que asistió muchas veces.Duraban un día entero, y en los entreactos comía el público, servido por el personal de las cocinas imperiales.Tres lados del patio estaban ocupados por los funcionarios de la corte, los personajes invitados por el emperador y los mandarines célebres por su sabiduría ó sus hazañas guerreras.El lado restante era para las mujeres de la familia imperial y su séquito de damas.Varios biombos colocados oportunamente las permitían ver el escenario sin ser vistas á su vez por la concurrencia masculina.
Después del teatro vamos pasando al pie de una sucesión de colinas con vertientes escalonadas, formando bancales.Estos peldaños tienen muros de contención, hechos de azulejos, y fueron jardines.Ahora se muestran cubiertos de hierbas parásitas, secas por el frío.En tiempo de los emperadores estaban plantados de peonías, y cada una de dichas cumbres era una pirámide de flores, sustentando en su cúspide un edificio rojo y dorado, pagoda ó kiosko.
Se abre de pronto el paisaje, se apartan bruscamente edificios, columnatas y montañas.Una llanura blanca y azul se prolonga ante nosotros.Es el famoso «mar» del Palacio de Verano, extensión acuática que no tiene semejante en ningún jardín de la tierra.
Los estanques de Versalles y otros parques famosos pierden su importancia al compararse con esta magnificencia líquida.Para apoyar tal afirmación baste decir que este lago, cuyos límites sólo se abarcan desde una altura y que por única vez justifica la énfasis de los chinos al llamarle «mar», tiene todas sus riberas enlosadas de mármol en una extensión de kilómetros y kilómetros, con balaustradas también de mármol, talladas como un mueble precioso.Es una riqueza aplastante—no puede llamarse de otro modo—, y sin embargo la amplitud de la perspectiva, el aire libre, el movimiento luminoso de las aguas, dan una ligereza simpática á su solemne enormidad.
Sobre una gran parte de estas riberas se extienden caminos cubiertos, galerías de madera pintada, que parecen no tener fin.En sus techos hay miles de paisajes representando los lugares más célebres de la China.Por los frisos corren procesiones de animales con una variedad infinita.Se adivina que esta obra ha costado muchos años, interviniendo en ella numerosas huestes de pintores.Es un trabajo verdaderamente chino, de aparente sencillez, que asombra y desorienta luego por su diversidad, cuando se le examina detalle por detalle, acabando por fatigar al observador.Paseando el Hijo del Cielo, durante años y años, por estas galerías, llegaba á conocer, aunque fuese de un modo vago ó imperfecto, la grandeza de sus Estados con su fauna y su flora, así como los aspectos de sus ciudades.
Ríos interiores parten del lago, serpenteando luego á través de los jardines.Puentes de mármol de giba audaz se encorvan sobre sus orillas.Todas las pequeñas montañas son artificiales, hechas á brazo por multitudes innúmeras de trabajadores.Los palacios y templos de sus cumbres tienen plataformas y balaustradas de mármol, paredes de porcelana verde, blanca y azul, aleros de madera tallada con tejas de amarillo oro—el color imperial—, y por el filo de sus ángulos avanzan hileras de dragones y monos.
Junto á la extensión acuática hay bosquecillos frondosos, de suaves penumbras, y ante las escalinatas de los embarcaderos se alzan arcos triunfales.Los puentes de mármol ponen en comunicación la orilla con dorados kioscos para tomar el té.
Todo el centro del lago es blanco y sólido, con rugosidades azuladas.El invierno lo ha helado profundamente.Junto á las orillas la costra glacial se ha roto, y el agua, libre, deja ver su verde profundidad, en la que tiemblan las cabelleras de una sedosa vegetación.De vez en cuando pasan, como relámpagos de púrpura y oro, peces chinos de largos faldellines en su cola.Varios cisnes blancos, salidos no sé de dónde, vienen á nuestro encuentro cortando el agua libre y frígida, con la esperanza de que ofrezcamos algo á sus ávidos picos.Barcas doradas de aspecto vetusto se balancean, como recuerdos del pasado, entre los pequeños témpanos sueltos de la ribera.
Un buque mucho mayor y completamente blanco atrae la atención del visitante.Es el famoso Navío de Mármol.Esta isla en forma de embarcación la hizo construir uno de los últimos emperadores, colocando sobre su casco de mármol un palacio, también de la misma piedra.Un puente une la orilla y el buque inmóvil.
Los republicanos chinos explican el origen de este capricho de un monarca que, á semejanza de casi todos sus iguales, nunca había visto el Océano.En el pasado siglo necesitó la China realizar grandes esfuerzos pecuniarios para crear una verdadera flota moderna, capaz de repeler las ambiciones, cada vez más intolerables, de las potencias europeas y del Japón.Cuando al fin se reunieron los fondos necesarios para construir navíos de combate, el Hijo del Cielo empezó por dedicar una parte de ellos á su marina del Palacio de Verano, y creó este buque de mármol.
No intento comprobar la anécdota consultando á mi simpática acompañante.Se muestra emocionada por los recuerdos que despierta en ella este palacio.Guarda una memoria demasiado viva de las bondades de su imperial modelo, para que pueda aceptar la citada explicación sobre el origen del Navío de Mármol.
Visitamos en lo alto de una montaña artificial el templo de los Diez Mil Budas.Luego pasamos á otras cumbres ocupadas por nuevos palacios y nuevas pagodas.En escalinatas y mesetas vamos encontrando soldados que parecen enfermos de hidropesía, á causa de la hinchazón de sus uniformes, acolchados interiormente.Sufren las molestias del frío y la soledad, pero al mismo tiempo son los únicos poseedores del inmenso jardín, como si hubiesen heredado á los Hijos del Cielo.
En lo alto de la Montaña del Oeste, un kiosco con miradores de porcelana y columnas de laca ha sido convertido en restorán para los visitantes.Al entrar en él vemos un grupo de soldados en torno á una mesa, comiendo cacahuetes y pepitas de calabaza á guisa de aperitivos.
Almorzamos en dicho kiosco, contemplando á nuestros pies toda la llanura blanca del «mar» congelado. Miss Carl nos explica las particularidades del paisaje. Vemos casi en el límite del horizonte varias colinas con pagodas en su cumbre. Sobre una de ellas se alza una torre formada por siete pequeños templos superpuestos.
Nos asombra el saber que estas alturas lejanas también pertenecen al Palacio de Verano y los límites del jardín imperial aún van más lejos.Cerrará la noche sin que hayamos visto más de una mitad de este mundo aparte, creado para los monarcas más invisibles de la tierra.Nadie como ellos supo buscar la paz y la dulzura de la vida.Fueron pastores de hombres, destinados por herencia á regir los rebaños más numerosos del mundo, y sin embargo vivieron alejados de sus semejantes, como si perteneciesen á otra humanidad, en un paraíso artificial moldeado egoístamente con arreglo á sus caprichos.
Algunos emperadores sentían de pronto la nostalgia de la vida vulgar, deseaban rozarse con el populacho, conocer las amargas luchas sostenidas por sus súbditos para ganarse el puñado de arroz.Aburridos de su excesiva majestad, ansiaban no ser Hijos del Cielo, querían vivir como simples hombres.
En tales momentos, los directores de sus placeres improvisaban un puerto á orillas de este lago, con numerosos «juncos» mercantes anclados en sus aguas y todo el caserío de una ciudad comercial.Los cortesanos se disfrazaban de mercaderes y marinos; las damas de la corte eran criadas de taberna ó desempeñaban peores papeles.El Hijo del Cielo, vestido como un vagabundo, hacía sus pequeños robos en el mercado de la ciudad fingida y circulaba por sus peores antros, sin que nadie se atreviese á reconocerlo.De pronto reñían cuchillo en mano falsos navegantes y tenderos, chillaban las hembras, acudía la guardia, y así iban reproduciéndose todas las escenas de los puertos chinos, corrompidos y pululantes como una gusanera.Este Carnaval divertía durante unas semanas al Hijo del Cielo y á las 80.000 ó 100.000 personas que vivían en torno de él.
Vemos de lejos las arboledas del Parque de Caza.Ahora están despobladas.En tiempos del Imperio volaban sobre sus frondas millares de palomos amaestrados, á los que habían puesto una flautita debajo de cada ala.Eran animales eólicos que al volar iban dejando una estela de dulces sonidos, y como las pequeñas flautas tenían diversos tonos, estos músicos alados poblaban el espacio con las caprichosas armonías de una orquesta vagorosa.
Encontramos nuevas escaleras cubiertas, cuyos techos guardan pintada una fauna infinita de dragones.Parece imposible que la imaginación haya podido concebir tantas variedades de un solo animal quimérico.La baranda de las múltiples escalinatas es maciza, hecha con azulejos verdes y amarillos.
Como el Palacio de Verano lleva varios años de abandono, estas barandas, faltas de reparación, han dejado caer sus ladrillos esmaltados en diversos lugares.Tomo dos, uno verde y otro amarillo oro, para ocultarlos debajo de mi gabán.Pienso que cuando vuelva á Europa me será grato ver sobre mi mesa estos dos fragmentos del Palacio de Verano.Me siento ladrón, como la mayor parte de los europeos que vinieron aquí para civilizar á los chinos.Además, ¿cuánto podrán durar aún estas construcciones frágiles y olvidadas?...¿Existirá el Palacio de Verano á mediados del presente siglo?...
Al volver á la capital pasamos ante las ruinas del otro Palacio de Verano, el más antiguo, que destruyeron las tropas anglo-francesas con la voladura de su polvorín.Pero apenas me fijo en él, me preocupa algo más reciente.Sé que en Pekín existe un emperador, á pesar de que el país está constituído en República hace doce años. He preguntado repetidas veces por él, y nadie conoce con certeza el lugar donde vive oculto.
Los chinos, tan extraordinariamente tildados de crueles, resultan incomprensibles muchas veces por su dulzura y su tolerancia, virtudes que les permiten encontrar una solución agradable á los conflictos más enrevesados.
Cuando en Europa se destrona á un monarca, se le hace salir del país inmediatamente.En algunas ocasiones, para liquidar de veras el pasado, hasta se le corta la cabeza.
En China, los republicanos, después de su triunfo, dejaron en paz al joven emperador para que continuase viviendo lo mismo que antes.Y como en realidad el monarca no había salido nunca de la Ciudad Prohibida, ni gobernado otra cosa que su vivienda—los ministros lo hacían todo en su nombre—, debe pensar á estas horas que la República no se diferencia mucho del antiguo régimen.
Algunos que parecen bien enterados me aseguran que continúa instalado dentro de la Ciudad Prohibida, en lo más céntrico de la Ciudad Violeta.Es tan enorme y con entrañas tan complicadas la antigua Ciudad Imperial—una legua de circuito—, que el monarca destronado puede seguir ocupando varios palacios y un jardín, sin que su antiguo pueblo sepa dónde está.En verdad, cuando era emperador su vida no abarcaba mayor espacio sobre la tierra.
Parece que este jovenzuelo es más feliz que antes, porque no recibe visitas y nadie le molesta con inútiles consultas.Le casaron de niño con una de su edad, y los dos siguen jugando, ya mayores, en kioscos y jardines.Él está enamorado de una amiga de su mujer, perteneciente á una gran familia de mandarines adictos al Imperio.Los chinos sólo tienen una esposa legítima, pero la costumbre les permite un número ilimitado de amigas dentro de la casa.Y el feliz «triángulo» imperial vive paradisíacamente en el centro de Pekín, sin que nadie se acuerde de su existencia.
De tarde en tarde el ex emperador recibe la visita del presidente de la República, que también habita un palacio dentro de la antigua Ciudad Prohibida.Unas veces es un mandarín letrado, otras un «doctor en armas», ó sea un general, pues la República china sufre los cambios bruscos de los seres en crecimiento, las aventuras violentas de toda juventud.
El último Hijo del Cielo no sabe en realidad lo que es un presidente de República.Debe creerlo un ministro universal, un favorito como los que gobernaban en otro tiempo la China despóticamente, mientras sus abuelos imperiales permanecían invisibles en la paz majestuosa del Palacio de Verano.
Bien puede ser que algunas veces se le ocurra la conveniencia de aplicarle al Presidente unas cuantas docenas de bastonazos con un bambú duro, para que atienda con más generosidad á sus gastos.Pero no ve en torno de él á los eunucos de la antigua corte encargados de dicha función.
Sólo encuentra en sus jardines militares azules, de uniforme repleto durante el invierno, que le miran frente á frente con una audacia de campesinos sublevados, no pudiendo comprender por qué razón á un hombre que marcha lo mismo que ellos sobre la tierra lo llamaron sus pobres antepasados, durante cincuenta siglos, el Hijo del Cielo.
VIII
LA GRAN MURALLA
Un muro de 600 leguas edificado en ocho años.—El chino sabe demasiado para ser militar.—Las industrias fúnebres.—Entierros ruinosos.—Las tumbas de los emperadores de la dinastía «Luminosa».—En las puertas de la Tartaria.—Los vagabundos de la Gran Muralla.—La caravana de Kalgán.—El frío viento de la Mongolia.—Los dos ciegos musulmanes.
En este país extremadamente viejo, decano de todas las naciones actuales, no abundan los monumentos que puedan llamarse antiguos.Templos y palacios sólo alcanzan una vida de contados siglos.Lo eterno es la China, su historia y sus costumbres.El alma del país perdura inmutable á través de miles de años.La exterioridad de las cosas resulta transitoria y ha sufrido muchas renovaciones.
Su monumento más venerable y famoso es la Gran Muralla.Representa en la historia del pueblo chino lo que las Pirámides para la primitiva nación egipcia.
Las Pirámides tienen algunos miles de años más que la Gran Muralla.Cuando el emperador Hoang-Ti levantó ésta 240 años antes de J.C., las Pirámides eran ya antigüedades milenarias que venían á contemplar viajeros de otros países.Pero como esfuerzo constructivo, la obra china resulta más enorme que la de los primeros Faraones de Memfis.Resultan las Pirámides más grandiosas al poder abarcarlas el visitante con sus ojos; imponen un respeto casi místico por su pesadez de cumbre; tienen la concreción aplastante del amontonamiento.La Gran Muralla es una obra de extensión, un trabajo de gigantes en sentido horizontal, que casi nadie ha podido apreciar en conjunto, pues esto exigiría un viaje larguísimo.Los chinos, para crearla, manejaron indudablemente mayor cantidad de materias que los fellahs constructores de las Pirámides.
Ocupa la Gran Muralla una longitud de 600 leguas, distancia mayor que la existente entre Madrid y París.Algunos han calculado que con sus materiales se podría construir un muro que diese por dos veces la vuelta á la tierra.Tal obra la ordenó Hoang-Ti, porque deseaba separar sus Estados del resto del mundo, y para él todo el mundo eran los tártaros y los manchures, que podían atacar á su nación por el Norte.
Hoang-Ti sólo gobernaba entonces la verdadera China, ó sea las llamadas Diez y ocho Provincias.Una cosa es la China y otra el Imperio chino.Los tártaros y los manchures, que á pesar de la Gran Muralla acabaron por invadir el suelo de la China, fundieron sus territorios con las provincias de los vencidos, dando así su extensión actual á este Imperio de once millones de kilómetros cuadrados y quinientos millones de habitantes.Hace muchos siglos que la Gran Muralla resulta una obra completamente inútil, por haber quedado dentro del Imperio, extendiéndose la nación á un lado y á otro de sus baluartes; pero en sus primeros tiempos significó un gran adelanto como obra de fortificación, defendiendo á la China de sus más temibles enemigos.
Se extiende sin interrupción 2.400 kilómetros sobre cumbres de montañas, sobre valles profundos, y algunas veces sus cimientos se apoyan en pilotes para atravesar terrenos blandos y pantanosos.El emperador exigió á los ingenieros que no dejasen fuera de la muralla la más pequeña parcela de sus tierras, y esta orden hizo aún más dificultoso el trabajo.Quiso además que la obra colosal se terminase cuanto antes y fué emprendida por muchos puntos á la vez, dedicándose á ella millones de hombres.
En menos de ocho años se realizó, venciendo todos los obstáculos naturales, y según cuentan los historiadores, murieron en esta empresa sobrehumana unos 400.000 hombres.
Su trazado tiene el ondulamiento del dragón, línea favorita de los artistas chinos, pero tal forma se debe también á la exigencia imperial de seguir con rigurosa exactitud los límites de sus provincias septentrionales.En algunos sitios parece suspendida de los flancos escarpados de las montañas; otras veces se oculta en gargantas profundas ó pasa como un puente sobre ríos y torrenteras.
Todo el que visita Pekín siente la atracción de la Gran Muralla.Presenta ésta diversos aspectos según los sitios que atraviesa, é imagínese el lector si ofrecerá puntos de vista distintos en una extensión de 600 leguas.El lugar más frecuentado por pintores y fotógrafos se halla á varias horas de Pekín, empleándose para llegar á él un ferrocarril que va á la Mongolia y tiene por término la ciudad de Kalgán, situada casi en pleno desierto.
Atravesamos la mayor parte de la capital, poco después de amanecer, para ir á la estación de esta línea férrea construída por una empresa china.Se halla fuera de las murallas, al otro extremo de la Ciudad Tártara.Nunca como en esta mañana me di cuenta de la extensión de Pekín.Nuestro automóvil rueda kilómetros y kilómetros, siempre por avenidas que parecen sin término.Vemos calles laterales con las fachadas llenas de anuncios colorinescos y el arroyo obscurecido por una apretada muchedumbre.Atravesamos mercados con inmóviles caravanas de camellos.
Todas las puertas de la antigua Ciudad Prohibida ostentan á ambos lados, clavadas en su muralla rosa, dos banderas cuyas telas tienen muchos metros de amplitud.Es el pabellón quinticolor de la China revolucionaria, rojo, amarillo, azul, blanco y negro.La República hace gran ostentación de su nueva bandera, como si esto bastase para modernizar á un país que hasta hace poco no conocía otro símbolo patriótico que los dos dragones heráldicos de sus emperadores.Algunos edificios oficiales han adornado sus fachadas con falsas columnas y capiteles de papel multicolor que muestran la prodigiosa habilidad manual de los artífices del país.Estamos en las fiestas de Año Nuevo, colocadas por el calendario chino algunos días después de nuestro 1.º de Enero, y todos los palacios gubernamentales se cubren de dichos adornos.
Llegamos finalmente á la estación del ferrocarril de Mongolia.Junto á ella se extiende un campo de maniobras, y mientras llega la hora de partir el tren vemos cómo trotan, cómo se echan al suelo y nos apuntan con sus fusiles varios grupos de soldados vistiendo uniforme blanco y azul, todos con zapatillas afieltradas, de pie negro y caña blanca, que son el calzado nacional.
Dicen que estos soldados resultan tan excelentes como los mejores si los dirigen oficiales extranjeros, capaces de hacerlos avanzar con su ejemplo y con el automatismo de la disciplina.Pero al ser mandados por generales chinos no hay tropas más blandas, más refractarias al ataque á pecho descubierto, con menos «mordiente».Esta flojedad, incomprensible en hombres que aprecian la vida menos que nosotros y parecen más acostumbrados á sufrir el dolor físico, sólo puede explicarse teniendo en cuenta que el chino, por regla general, es más astuto é inteligente que el blanco.
Sabe demasiado para ser militar; tiene una experiencia de varios miles de años á su espalda, y las expresiones sonoras «patria», «gloria», etc., que en otros países empujan los hombres á la muerte, no despiertan en él grandes entusiasmos.Su positivismo le hace pensar que los provechos de la victoria serán para sus jefes y no para él.Sabe que si queda inválido no recibirá ninguna recompensa digna de tan enorme desgracia.Pero el porvenir es una sucesión de sorpresas, y ¡quién sabe lo que hará en lo futuro este pueblo de quinientos millones de seres!...
Sus campesinos, individualmente valerosos, sobrios y crueles, pueden convertirse en temibles soldados si los reune y los entusiasma un ideal común, algo que hable á su orgullo de raza y á su positivismo.Mas por el momento, los que conocen á este ejército afirman que nada vale como fuerza agresiva y tampoco puede servir gran cosa para la defensa del país en caso de invasión.Los chinos, como todos los pueblos de un gran pasado histórico, miran con superioridad á los países que estuvieron bajo su dependencia, política ó intelectual.Como los japoneses fueron sus discípulos y los vapulearon hace treinta años en una guerra, se vengan de ellos llamándoles «los enanos».Pero es indudable que si las potencias europeas y los Estados Unidos no se preocupasen de mantener la independencia de la República china, «los enanos» habrían aprovechado cualquier pretexto para llegar hasta Pekín—sólo están de él á veinticuatro horas de ferrocarril—, barriendo con facilidad á todo este ejército azul y blanco, de zapatillas silenciosas.
Empieza á deslizarse el tren sobre los campos inmediatos á la capital.Pasan ante las ventanillas grupos de árboles ennegrecidos por el invierno y montones de tierra que son tumbas, cada vez más numerosas.Algunas de ellas deben ser de gente rica, cuyos parientes cuidaron de su ornamentación, haciendo algo más que amontonar terrones sobre los féretros.(Había olvidado decir que el ataúd chino no lo descienden al fondo de una fosa, como en nuestros cementerios.Queda sobre el suelo y lo van cubriendo con tierra hasta que forma ésta una cúpula suficientemente gruesa para preservarlo de las injurias atmosféricas.)El adorno escultórico de los cementerios ricos es siempre el mismo: una gran tortuga de piedra que lleva sobre el lomo un obelisco ó una torre de pagoditas superpuestas.Esta tortuga, emblema de una larga vida, con la pareja de dragones imperiales y el ave fénix, constituye el grupo principal del simbolismo chino.
Pasamos junto á canales que tienen sus taludes cubiertos de nieve.Cisnes blancos y negros abren el agua verdosa con el plumón de sus pechos.Entretengo la monotonía del viaje pensando en la importancia que las supersticiones taoístas han dado á las ceremonias del entierro.
Hasta el coolí más humilde ahorra pequeñas monedas pensando en el féretro que ocupará después de muerto.Los almacenes de pompas fúnebres son los establecimientos más importantes en los barrios populares de Pekín.Hay talleres enormes de carpintería que fabrican montañas de ataúdes de pino blanco, dentro de los cuales se encajan otros de maderas más valiosas.
Un entierro magnífico es la ambición suprema de todos los habitantes de este país; el glorioso final de una existencia.Las familias contraen deudas que agobian el resto de su vida, ó se arruinan totalmente, perdiendo su rango social, para costear unos funerales. Tardan éstos con frecuencia meses y aun años á causa de los preparativos que exigen. Los entierros, escrupulosamente reglamentados según su costo, se escalonan en clases, y la memoria de una persona se venera de acuerdo con la importancia de su sepelio.
En los funerales de un rico se queman muebles, armas de caza, perros; antiguamente palanquines con sus portadores, ahora berlinas tiradas por caballos ó automóviles de marcas célebres.Lo que constituyó en vida el lujo del difunto, debe seguirle más allá de la tumba.Pero este pueblo, hábil en toda clase de negocios, ha encontrado el medio de proporcionar á los muertos sus comodidades terrenales sin que por ello pierda el capital de los vivos unos objetos tan preciosos para la existencia.Y los muebles, las armas, los automóviles, los animales domésticos, son todos de cartón, construídos por notables artífices que reproducen el original con una escrupulosidad puramente china, sin olvidar detalle.
Los muertos de gran familia quedan provisionalmente metidos en ataúdes, esperando que todo esté listo para sus funerales.El fallecimiento de un personaje proporciona á los escultores fúnebres largo trabajo, y por más que se afanen transcurre mucho tiempo antes de que la familia pueda realizar un entierro suntuoso.El público acude á ver el desfile de objetos y bestias de cartón para apreciar la fidelidad con que fueron reproducidos, y admira que tan costosas obras estén destinadas á convertirse en cenizas sobre una tumba.
Continuamente se encuentran en las calles de Pekín bandas de músicos que van á ponerse á la cabeza de un cortejo fúnebre. Chinitos mofletudos y sonrientes pasan cargados con enormes gongs y otros instrumentos no menos ruidosos y de grandes dimensiones. Ellos y los músicos que les siguen parecen alegres por la abundancia de trabajo. La muerte fomenta los negocios del país y aviva la actividad de las gentes. Hay entierros que llegan á costar 300.000 ó 400.000 dólares chinos, figurando en ellos centenares de hombres con dobles estandartes, varias bandas de músicos y una procesión interminable de falsos carruajes, monigotes y casas portátiles, destinados á convertirse en humo.
Abandonamos el tren en mitad de nuestra marcha á la Gran Muralla.Son las nueve.El sol de una hermosa mañana de invierno empieza á caldear la tierra.Los charcos han perdido su costra blanca de la noche.Lloran los árboles con la licuefacción de la escarcha de sus hojas.El terreno ha ido subiendo y no obscurece ya la atmósfera el polvo amarillento de los alrededores de Pekín.Se respira un aire fresco de montaña.Vemos en el horizonte las cumbres de la Mongolia, que parecen haberse acercado á nosotros repentinamente.
Marchamos dos horas á caballo para ver un grupo de mausoleos de los emperadores Ming.Son más ostentosos y ocupan mayor espacio que los que visitamos en las cercanías de Mukden, construídos por la dinastía de los «Muy Puros».Pero el aspecto arquitectónico de unos y otros casi es igual; largas avenidas que conducen á templos multicolores y tienen en sus bordes parejas de animales gigantescos esculpidos en granito: elefantes, caballos, licornios y leones.Lo más notable de este parque fúnebre es su arboleda, que se extiende kilómetros y kilómetros, formando una selva de sagrado silencio.El suelo está cubierto de césped finísimo y resbaladizo.Con gran frecuencia pasamos sobre el arco de un puente de mármol.Los arquitectos paisajistas de la China se complacen en hacer dar á un mismo arroyo numerosas revueltas, de modo que se coloque incesantemente ante el paso del visitante, sólo por el placer de ir lanzando nuevos puentes sobre su curso.
El puente es la obra suprema del artista chino, y cuanto más abunda en un paisaje, mayor esplendor le proporciona.Esta predisposición á la línea tortuosa la siguen también al trazar las avenidas funerarias.Únicamente son rectas en cortos espacios, torciéndose inmediatamente para tomar una nueva dirección y volver más allá á la línea primitiva.Según parece, en estos bosques sepulcrales los constructores emplearon la línea quebrada con un fin religioso, para desorientar y fatigar á los malos espíritus.Como éstos sólo vuelan en línea recta, llegarían fácilmente hasta el monumento fúnebre levantado en su último término si las avenidas fuesen tiradas á cordel.Gracias á tales tortuosidades, queda defendido el sepulcro por masas de arboleda que lo ocultan á los demonios alados.
Visitamos las tumbas de estos Ming, emperadores que en el siglo XIII formaron una verdadera dinastía nacional, gobernando á la China entre los invasores tártaros, á quienes destronaron, y los invasores manchures, que los destronaron á su vez.El primero de los Ming fué verdaderamente un héroe, un gran capitán salido del pueblo, que llegó á convertirse en emperador.Empezó de niño como acólito de una pagoda; luego, de joven, ganó su vida barriendo el templo y sirviendo de criado á los sacerdotes.Al sublevarse la nación contra los últimos descendientes de Gengis-Kan, este sacristancito chino se lanzó á la guerra, revelándose como hábil guerrero y astuto político, que supo reunir en torno á su persona las fuerzas populares hasta entonces disgregadas, batiendo para siempre á los tártaros y entronizando á su familia con el título de dinastía Ming, que significa «Luminosa».
No llegó el primero de los Ming á reinar en Pekín.Su capital fué Nankín, ciudad creada por él, donde se halla todavía su tumba.
Volvemos al tren y éste reanuda su marcha hacia las montañas de la Mongolia, que llenan el horizonte.Siguiendo la orilla de un río, se desliza poco después por las tortuosidades de continuos desfiladeros.Empezamos á ver cortinas de fortificación que, partiendo del valle fluvial, se remontan á las cumbres.Son defensas secundarias, á espaldas de la Gran Muralla, cuya proximidad se deja adivinar.
Todas las montañas son rojizas, á causa de su vegetación seca y quemada por el frío.En verano deben vestirse de un verde tierno y jugoso.Ahora su aspecto es áspero y fiero; parecen forradas todas ellas con pieles de león.
Creo adivinar el destino de las murallas que cortan el largo y tortuoso valle.Veo caminos fortificados que suben á las cumbres; escalinatas entre dos murallas con almenas, para poner á cubierto de los flechazos enemigos á las huestes que ascendían por sus peldaños de roca.Los puentes que se encorvan sobre el río tienen igualmente almenas y dan acceso á castillos ruinosos que fueron cuarteles.Las tropas chinas no podían pasar el invierno entero acampadas en la Gran Muralla.Precisamente en esta región serpentea sobre cumbres donde sopla durante largos meses el frío viento de la Mongolia.La guarnición vivía en el valle, de temperatura más templada, y al dar la alarma los destacamentos avanzados podía ascender rápidamente por los caminos cubiertos, yendo á ocupar sus sitios de combate.
Se detiene el tren en la estación de Chinglungchiao, nombre que no es fácil para dicho ni para escrito.Desde la estación se ve sobre las cumbres inmediatas una torre cuadrada y varios lienzos de muro que se alejan.Es la Gran Muralla, que llega hasta aquí en uno de sus ángulos entrantes y retrocede con brusquedad, perdiéndose entre picachos de rocas.
Empezamos á ascender por la pendiente de un barranco.La marcha se prolonga más de una hora.Algunas veces el suelo deja de ser pedregoso y pasamos entre pequeños rectángulos de tierra cultivada por unos labriegos puramente tártaros.Los chinos que vienen con nosotros, intérpretes y guías, con sus sotanas negras y sus birretes de seda rematados por un botón rojo, resultan extranjeros en este país.
El tártaro lleva gorro de pieles y barbas lacias.Todos tienen los pómulos muy anchos y unos ojitos menos oblicuos que los chinos, pero más duros.Nos rodea una tropa de ellos, con trajes andrajosos, cuya tela acolchada de algodón deja escapar éste por las roturas.Los calzones son tan rígidos por su forro interior y por la suciedad externa, que parecen tallados en madera como dos troncos huecos de árbol.
Muchos de estos hombres, formando grupos de cuatro, sostienen ramas peladas de árbol de las que penden unos sillones viejos de junco, y cuando se cansa un viajero le invitan á que se siente en el rústico palanquín.Así lo llevan cuesta arriba con esfuerzos escandalosamente exagerados para exigir luego mayor recompensa.Cada cien pasos se detienen, y el primero de los cuatro portadores lanza un grito.Apoyan entonces la barra en unas horquillas y cambian ésta de hombro, continuando su ascensión.
Otros tártaros son comerciantes de la Gran Muralla y acosan á los viajeros ofreciéndoles «curiosidades» del país, especialmente cencerritos y eslabones fabricados por los herreros indígenas.Lo que más venden son piezas de la antigua moneda mongola.Esta moneda, la más original que puede encontrarse en el mundo, consiste en pequeños sables de bronce, yataganes de la longitud de un dedo, que tienen grabadas en su hoja la leyenda de la pieza y el año en letras chinas.
Llegamos finalmente á una de las puertas del interminable recinto fortificado, la de la ruta que va á Kalgán, ciudad importante del desierto.Lo mismo que los antiguos soldados del Hijo del Cielo, empezamos á subir por unas escaleras fortificadas, hasta lo alto de la Gran Muralla.Una vez sobre ella marchamos entre dos filas de almenas por un camino enlosado de granito, en el que pueden avanzar cómodamente diez hombres de frente.
Sólo logramos ver la parte más insignificante de esta obra que ocupa una extensión igual á la longitud de dos ó tres naciones medianas de Europa.Y sin embargo, este reducido sector nos parece algo extraordinario que hace presentir la enormidad de todo lo que permanece oculto más allá de nuestro poder visual.
La muralla sube por ambos lados siguiendo las pendientes, escala las cumbres, desaparece, la vemos surgir á muchos kilómetros de distancia sobre nuevas alturas, se oculta en los valles, y así va hundiéndose y emergiendo en los sucesivos términos del horizonte, hasta no ser mas que un hilillo rojo casi esfumado entre remotas montañas azules.A distancias regulares se levantan torreones cuadrados, todos parecidos.Los arqueros, desde lo alto de sus plataformas, podían cruzar sus disparos de modo que no quedase un fragmento del muro sin ser defendido por sus flechas.
Caminamos mucho tiempo sobre el lomo de esta obra que parece infinita.El tiempo apenas ha causado mella en su masa de piedras y ladrillos.La soledad del lugar la conservó, como la campana neumática preserva los objetos confiados á su vacío.
Al otro lado se extiende la árida tierra mongola, que es como una antesala del desierto de Gobi, y diversos países de misterio, poblados por demonios guardadores de tesoros, por tribus nómadas de bandidos, y en cuyos remotos valles hay ciudades santas que gobiernan dioses vivientes.Allá está Ourga, donde se deja adorar el Buda hecho carne, divinidad que muere envenenada muchas veces, si los santos Lamas del Tibet, establecidos en Lassa, consideran que ha vivido demasiado y ansían darle un sucesor más sumiso, para lo cual les basta con enviarle un nuevo médico.Allá los lagos de nafta que arden incesantemente poblando la noche de resplandores infernales; allá las tribus guerreras que pertenecen de nombre al inmenso Imperio chino, pero hace años viven con independencia, aliadas á los Soviets de Siberia, y ensoberbecidas por el armamento que les regala el gobierno rojo de Moscou.
Vamos encontrando monótono el espectáculo al poco rato de marchar por estos caminos almenados que se empinan siguiendo las pendientes y en cuyas piedras pulidas por los siglos resbalamos con demasiada frecuencia.Luego el interés renace al pensar que esta obra de color rojizo, que sólo parece tener un siglo de existencia, fué construida hace 2.300 años.Siempre que vemos el interior de un torreón recordamos que la Gran Muralla tiene 20.000 de ellos, todos iguales.
En la puerta atravesada por el camino de Kalgán se notan más las roeduras del tiempo.Un castillo fué adosado á ella, y esta fortificación suplementaria es ahora un montón de ruinas.El arco de la puerta se mantiene intacto.Detrás de él se halla obstruido el camino por masas de mampostería derrumbada, semejantes á los pedruscos que forman islotes en el lecho de los barrancos.
Vemos cómo se aproxima cortando el desierto una caravana de mulas y camellos procedente de la Mongolia. La fila de bestias, con sus arrieros tártaros, atraviesa la puerta-túnel de la muralla. Luego saltan aquéllas, con una agilidad de cabras, sobre las ruinas que obstruyen el paso, y vuelven á formarse más allá en el camino libre que desciende á las llanuras cultivadas de la China.
Unos gendarmes con guedejas de pelo de mono, gorra azul y blanca y revólver al costado, se han unido á nosotros en las inmediaciones de la muralla.Su compañía es oportuna.Todos estos grupos de comerciantes de monedas-yataganes, de portadores de palanquines rústicos, de vagabundos con andrajos duros como la madera, ojitos feroces y barbas de chivo, si se limitan á pedirnos dinero valiéndose de gesticulaciones humildes ó exagerando desvergonzadamente el menor servicio que prestan, es porque ven á nuestro lado á estos gendarmes algo grotescos con sus melenas lacias, que han sustituido á la antigua trenza, y sus orejeras peludas.De no estar ellos presentes, exteriorizarían sin duda sus deseos con menos humildad.
Desciende el sol, y un viento helado y cortante, el terrible viento de la Mongolia, empieza á cantar en torreones y almenas.Los mismos habitantes del país acogen con una sonrisa crispada estos chillidos atmosféricos.Unos introducen sus manos en los guantes-manoplas que les cuelgan del pescuezo.Otros más pobres se las meten bajo los sobacos y empiezan á bailar para defenderse por adelantado del frío.
Es tan brusco este soplo, huracanado y glacial, que nos hace correr muralla abajo, con gran arremolinamiento de faldas y gabanes, levantando todos las manos para asegurar los sombreros.
Al pie de la escalera fortificada, junto al arco de la puerta, en una especie de hornacina, vemos arrodillados á dos mendigos, viejos tártaros de luenga barba blanca. Uno de ellos tiene un vago parecido con Anatolio France.
Los dos están ciegos, con esa ceguera extremada y monstruosa de los países orientales, que no se contenta con borrar la vista y destruye además ferozmente los globos de los ojos.Tienen sus cuencas rojas y completamente huecas.Las moscas invernales se sobreviven y alimentan revoloteando en torno á estos cuatro orificios de herida, siempre frescos y sangrientos.
Murmuran oraciones con voz monótona, balanceando sus diestras tendidas.Canturrean como si cumpliesen un rito, indiferentes á que el viajero se detenga ó siga adelante.
Se adivina que estos chinos son musulmanes.El nombre de Alá, confusamente pronunciado, pasa á través de la sorda melopea de sus invocaciones.Tienen además la gravedad fatalista de los mendigos del Islam.
Reciben las monedas en sus manos impasibles y siguen suspirando palabras, fijas sus órbitas sin ojos en el infinito.
Estos dos habitantes de la Gran Muralla no se mueven nunca de la hornacina que les sirve de refugio: aquí duermen; aquí comen cuando tienen de qué.
¿Para qué canturrean todos los días, si sólo de tarde en tarde se presentan viajeros?...¿Quién puede darles limosnas en este desierto?...¿Qué es lo que ven en su eterna noche, arrodillados junto á esta puerta que da entrada á una de las soledades del mundo más extensas y misteriosas?...
IX
EN MARCHA HACIA EL RÍO AZUL
Los bandidos de Ling Tcheng.—Dos trenes fortificados.—Compañeros que van cayendo.—La exportación de huevos chinos.—Faisanes laqueados.—La amazona misteriosa del bosque fúnebre de los Ming.—Los bandidos no aparecen.—Decepción de algunas viajeras.—Opiniones sobre la República china.—Un cuerpo robusto falto de sistema nervioso.—La China aún no sabe que existe.—El Gran Canal.—El río Amarillo y el río Azul.—La civilización del trigo y la civilización del arroz.—Los pueblos asiáticos eternamente casados con el Hambre.
Muchos europeos residentes en Pekín, ingenieros, comerciantes y hasta diplomáticos, se unen a nosotros para aprovechar el tren especial que debe conducirnos á Shanghai, á través de una parte considerable de la China.
El gobierno ha tomado grandes precauciones para que no se repita al pasar nosotros por Ling Tcheng el ataque que sufrió hace unos meses un tren de lujo, lleno de europeos y norteamericanos.Varias partidas de soldados desertores, capitaneadas por un oficial joven llamado Suen Mei Yao, atacaron dicho tren durante la noche llevándose secuestrados á todos sus viajeros, incluso las mujeres y los niños.Fué un acto de bandolerismo y al mismo tiempo una maniobra política para crear dificultades al gobierno de Pekín con las grandes potencias.
Las circunstancias no han cambiado. Antes de nuestra salida de la capital los diarios hablan largamente sobre la posibilidad de que seamos atacados en la región de Ling Tcheng, favorable para esta clase de operaciones. Además, los mismos periódicos, con una asombrosa imprudencia informativa, mencionan las enormes fortunas de algunos de mis compañeros de viaje. Especialmente hay una señora, vestida de luto, que va con un hijo único, y lo mismo en el Franconia que en hoteles y ferrocarriles es siempre mi vecina más inmediata. La dama apenas habla, sonríe modestamente y parece no tener fuerzas para manifestar una opinión contraria á lo que dicen los demás. El hijo, tímido como la madre, y de una perfecta y silenciosa educación, se ve buscado por todas las señoritas, que se disputan el bailar con él. Estos dos compañeros, siempre deseosos de pasar inadvertidos, poseen varias explotaciones de petróleo en California y hay años en que la madre recibe algo así como 10.000 dólares todos los días. ¡Qué golpe para los bandidos chinos!...
Como son muchos los personajes de Pekín que necesitan ir á Shanghai y otros puertos del Sur y desean agregarse á nuestro viaje, se forman finalmente dos trenes especiales.Cada uno de ellos lleva enormes proyectores eléctricos, como los que usa la marina de guerra, y á la cabeza y la cola vagones blindados con una compañía de infantería y varias ametralladoras.Además, el Ministerio de la Guerra ha hecho concentrar tropas en las estaciones estratégicas, dentro de la vasta zona montañosa donde se mueven las partidas de bandidos.
Creemos que con tantas precauciones nos será posible llegar sin tropiezo á Shanghai, realizando el viaje en treinta y seis horas.Los dos trenes están compuestos de vagones-dormitorios, vagones-comedores y vagones-salones con balconaje exterior para contemplar el paisaje.Nunca he visto en Europa algo semejante por sus comodidades y su lujo.Únicamente los llamados «trenes de millonarios», que van de Nueva York á Los Ángeles durante el invierno, pueden compararse con estos dos, organizados por el gobierno chino.El material rodante es el mismo, pues los vagones de Pekín fueron comprados en la América del Norte.
La estación se llena de gente blanca poco antes de nuestra salida; habitantes del Barrio de las Legaciones que ven en esto un motivo para pasar el tiempo; familias de origen europeo y americano venidas para despedir á padres y maridos.
Un joven pálido, envuelto en mantas, que parece moribundo, llega hasta el tren en un palanquín, escoltado por un médico, una nurse americana y varios servidores chinos. Es un compañero nuestro, enfermo de una pulmonía aguda. Prefiere ser llevado al Franconia á quedarse en un hospital de Pekín, y corre el riesgo de morir en el vagón durante tan largo viaje. Su madre y su hermana lo acompañan, haciendo esfuerzos por ocultar su inquietud. Se interrumpe el regocijo de la despedida; cesan los comentarios jactanciosos sobre un probable ataque al tren. Todos pensamos en la posibilidad de que este joven sea una de las víctimas exigidas por la Aventura á nuestro viaje perigeo.
De los que salimos de Nueva York ya cayó uno. La Nochebuena, estando en Yokohama, la policía japonesa trajo al Franconia un fogonero encontrado inánime en los muelles. Le creían simplemente ebrio, por haber bebido con exceso en honor de la cristiana festividad, y al examinarlo el médico de á bordo se convenció de que estaba muerto desde muchas horas antes. Ahora, este joven, al que he visto bailar muchas veces en los salones del Franconia, viene en nuestro tren como un moribundo. Parece milagroso que no seamos más los que hayamos caído con una congestión en los pulmones después de tanto paseo nocturno en ricsha descubierta por las calles glaciales de Pekín ó de la visita á la Gran Muralla, bajo el viento mongólico de una tarde de Enero.
Empieza nuestro viaje.Vemos tropas en todas las estaciones, pero esto ya es para nosotros un espectáculo ordinario.Nos interesa más el aspecto de la campiña, que se va repitiendo, siempre igual, durante el primer día de viaje, y se reproducirá á la mañana siguiente, aunque con las variaciones propias de un cambio de clima, pues vamos en línea recta del Norte al Sur.
Todo el suelo está arado.Fuera de las secciones ocupadas por las tumbas no hay un solo palmo de tierra falto de cultivo.Sin embargo, como estamos en invierno, la llanura es amarilla.No se ven más que surcos, terrones sueltos y rastrojos á los que arranca el viento columnas de polvo.En primavera y verano estas llanuras deben ser verdes y cobrizas.
Una vida animal exuberante se desarrolla sobre la campiña cuidadosamente trabajada.Corren por los campos manadas de aves domésticas, persiguiendo á los parásitos de la tierra, en cantidades incalculables.Sólo aquí pueden verse unas bandas tan numerosas.El suelo parece haber adquirido una vida extraordinaria: se mueve, ondea; tantas son las gallinas que marchan sobre él.En torno á estanques y canales ó cubriendo sus aguas en largos trechos, aletean tropas de ánades y patos.Esta China inmensa es la mayor productora de huevos que existe.En algunas estaciones vemos grandes conos de metal, semejantes á los que emplean los ferrocarriles europeos para el envase de vinos y aceites.Los gigantescos cilindros contienen una pasta espesa, formada por millones de huevos, crudos y revueltos, que esparce una intolerable hediondez. Los confiteros la adquieren en los puertos de Europa para que sirva de base á sus dulces y perfumadas combinaciones. Vemos también fábricas que utilizan la gran producción de huevos para secarlos y triturarlos, enviándolos á otros países en forma de polvo.
En todos los pueblos, hasta en los más pobres, grupos de hembras vociferantes ofrecen comestibles á los viajeros; platos guisados por ellas que tienen como principal componente el pollo ó el faisán.Este último animal, tan apreciado en Europa, es vulgarísimo en los pueblos chinos.Se le ve tanto como la gallina en todos los corrales.
Muchas de las estaciones, con sus vendedoras de cara redonda, tez amarilla y ojos oblicuos, me recuerdan las de Méjico, donde se aglomeran igualmente numerosas mujeres ofreciendo empanadas y trozos de ave espolvoreados de rojo.Aquí los comestibles también son del mismo color.Veo faisanes guisados, cubiertos con una capa purpúrea y charolada; pero no está compuesta, como en Méjico, del pimiento extremadamente picante llamado «chile».Los chinos, con objeto de dar mayor ostentación á las aves asadas las rebocan con laca roja, la misma que emplean en el barnizamiento de un vaso ó un mueble.
Pasan por los caminos polvorientos muchos jinetes que tienen aspecto de labriegos ricos y van hacia sus propiedades montados en una mula encaparazonada de seda con penacho de plumas.Recuerdo un encuentro de hace pocos días, al visitar la tumba de los Ming.Cuando nos dirigíamos á dichos mausoleos montados en unos caballejos alquilones, se unió á nosotros por algunos minutos un jinete interesante.
Era una mujer, vestida con pantalones y blusa de seda azul, un azul verdoso, igual al de la chispa eléctrica, secreto tradicional de los tintoreros del país.Esta hembra, grande y arrogante, se sostenía montada sin estribos, avanzando hacia el pecho de la bestia sus largas piernas y sus pies enteros, metidos en zapatitos de fieltro, sin la deformación que sufren las más de sus compatriotas.El delantero de su blusa desaparecía bajo numerosos collares y amuletos de múltiples colores.La cabeza la llevaba destocada, ostentando el peinado del país, una cortinilla de pelo lacio sobre la frente y el resto de la cabellera anudado sobre la nuca.En cambio, su mula, nerviosa y trotadora, agitaba entre las orejas un penacho de plumas azules y sus flancos iban cubiertos con una gualdrapa de borlas de seda.
Así marchaba, completamente sola, á través de unas tierras desiertas.De todo lo que he visto en China, su encuentro resulta tal vez lo más novelesco.Nuestros guías é intérpretes parecieron no menos extrañados por su presencia.No diré que fuese hermosa.Nosotros no podemos apreciar el atractivo de una cara de pómulos anchos y nariz algo aplastada, por más que los ojos tengan una expresión graciosamente diabólica.Pero era una hembra de estatura arrogante y esbelto vigor; una criatura sana, de miembros gimnásticos, é iba sola por campos despoblados, en un país donde las mujeres únicamente salen de casa acompañadas por domésticos ó buscándose entre ellas para formar grupo.
Tal vez era una labradora rica y viuda que iba varonilmente hacia una de sus propiedades.Me acordé de muchas novelas chinas escritas hace miles de años que tienen por tema hazañas de piratas y bandidos.Siempre en estas bandas de aventureros hay una mujer extraordinaria, una walkyria de ojos oblicuos y cuerpo arrogante, capitana que se hace obedecer puñal en mano por los más terribles desalmados.
Trotó unos instantes junto á nosotros, como si no nos viese.Al examinar su perfil achatado de Diana amarilla, sorprendí el rabillo de uno de sus ojos mirándonos disimuladamente con fría curiosidad.Luego, cansada de ver á los «demonios blancos», taconeó su mula, desapareciendo entre las primeras arboledas de las tumbas de los Ming.
Tan extraordinario me pareció este encuentro en los linderos del inmenso bosque fúnebre, que llegué á imaginar la absurda hipótesis de que una de las antiguas emperatrices hubiese abandonado su sepulcro por unas horas para correr la China del presente, constituida en República...Y no la vimos más.Ahora pasan mujeres á caballo cerca del tren, pero son labriegas de aspecto zafio.Avanzan con el trotecito de sus asnos en pos del marido, ó van acompañadas por jornaleros que las escoltan á pie.
Durante la noche pasamos el sector más peligroso de nuestro viaje, país de montañas donde las partidas de rebeldes pueden enriscarse con facilidad después de un atentado contra el tren.Vemos correr sobre el paisaje inquietos resplandores de incendio.Son las mangas luminosas de los reflectores que exploran nuestro camino, haciendo surgir los rieles de la nocturna lobreguez, como dos barras de plata.En todas las estaciones hay grupos de oficiales que suben al tren arrastrando sus sables para dar noticias y tomar órdenes.
Algunas damas empiezan á mostrar cierto desaliento al ver que transcurren las horas nocturnas sin que nos ataquen los bandidos.Como viajan para adquirir «experiencia en la vida», sienten no conocer las emociones de un secuestro armado.Vamos á pasar á través de una China en pleno desorden sin ningún incidente digno de ser contado, como el que viaja en un tren de lujo entre Nueva York y Boston.
Después de media noche los viajeros se encierran en sus camarotes para dormir y únicamente quedan despiertos los centinelas situados en las plataformas y sus relevos, que fuman y conversan á gritos en los pasillos.Mientras espero la llegada del sueño tendido en mi litera, reflexiono sobre la situación actual de la China para concretar mis opiniones.
Indudablemente la joven República vive en un estado anárquico.El gobierno de Pekín apenas si se ve obedecido en una menguada parte del territorio nacional, y sería menospreciado generalmente de faltarle el apoyo que le conceden los Estados Unidos é Inglaterra.Existen dos Repúblicas: la del Norte, que es donde estamos, y la del Sur, ó sea la de Cantón, dirigida por el doctor Sun Yat Sen.
Se nota además en la China revolucionaria una innovación fatal, una verdadera regresión política que por suerte no resultará permanente, pues es á modo de una enfermedad que sufren todas las Repúblicas jóvenes.Al desaparecer el Imperio, los militares chinos han alcanzado una importancia que nunca tuvieron.Ya dije cómo durante miles de años el mandarín letrado fué más importante que el «doctor en armas», monopolizando como función propia el gobierno del país.Ahora China, bajo el régimen republicano, es una especie de Méjico.El Presidente (sea quien sea) aparece siempre en los retratos con numerosos entorchados y un kepis, del que cuelga un manojo de plumas con el desmayo del sauce llorón.Este general-presidente es en realidad un personaje decorativo, pues se sostiene en Pekín gracias á la protección de otros generales que dominan las provincias con la cruel rapacidad de los procónsules, y á los que llaman tou-kiuns
Pero la anarquía actual no pondrá en peligro de muerte á esta vastísima nación.China ha pasado en su historia de cincuenta siglos por períodos más tremendos, en los que estuvo próxima á perecer despedazada—guerras civiles que duraron cien años, hambres exterminadoras, etcétera—, y sin embargo su prodigioso vigor interno la hizo surgir de tales conflictos con una salud renovada, continuando su existencia.
Las cosas no son simples y uniformes como se las imaginan los espíritus dados á la generalización.En nuestra vida todo resulta complejo, y las más de las veces contradictorio é inexplicable para nuestros sentidos.La China no es un pueblo uniforme; existen dos Chinas: una la tradicional, que todos conocen, la China milenaria de los biombos, con ceremonias enrevesadas hasta la puerilidad y supersticiones distintas á las nuestras.La otra es el inmenso pueblo chino, agrupación humana la más dispuesta al trabajo, que soporta alegremente la fatiga y siente en todo momento el ansia de saber.
El deseo del chino es ganarse la subsistencia, aunque sea trabajando catorce ó diez y seis horas al día, y apenas queda libre aprovechar su descanso para aprender.Ningún comerciante del mundo puede compararse con él por su inteligencia despierta, ávida de novedades y ágil para salvar obstáculos.Ningún obrero supera al de aquí en habilidad manual y tenacidad sonriente para el trabajo.Como en esta tierra pudieron los pobres, durante 5.000 años, subir á los más altos puestos del Estado gracias al estudio, las biografías de sus letrados más célebres contienen ejemplos de una tenacidad heroica para adquirir la instrucción.Algunos, después de trabajar en su juventud manualmente el día entero, estudiaban de noche al resplandor de la luna. Otros abrían un orificio en la pared del vecino para aprovechar su luz, y bajo este reflejo débil aprendían sus complicadas lecciones.
Esta ansia de saber y la facilidad para asimilarse lo que otros estudiaron, han producido la actual República.Los jóvenes chinos educados en la América del Norte y en Europa acabaron por vencer con sus predicaciones el más viejo, el más absoluto y carcomido de los Imperios, intentando organizar sobre sus ruinas lo que ellos llaman «la gran democracia amarilla».
Existe un abismo entre las ilusiones generosas de estos apóstoles inexpertos y el ambiente que los rodea, todo corrupción, rutina y vejez.Los generales fabricados por la República roban lo mismo que los antiguos virreyes nombrados por el emperador.El gran vicio de la China consistió siempre en que los funcionarios consideran los dineros públicos como algo propio, quedándose la mayor parte de ellos y enviando sólo un pequeño tributo al ser lejano é invisible que gobierna en Pekín.
La inmoralidad administrativa y la falta de solidaridad entre los hombres son las dos enfermedades mayores de la nueva República.En realidad, los chinos se ignoran entre ellos.Es tan vasto el antiguo Imperio, que cada uno conoce su provincia nada más, y aun dentro de ella sólo se siente ligado al pueblo en que nació.
Anatolio France ha dicho que «la China empezará á existir cuando los chinos se enteren de que existe una China».
Se esfuerza la República por hacérselo saber, pero son pocos aún los que se han enterado en este país de centenares de millones de seres.Antes tenían noticia de la existencia de un emperador en Pekín. Ahora no saben nada, y en algunas regiones tal vez creen que la llamada República es una emperatriz semejante á la que gobernó hasta pocos años antes de la revolución.
Mas iguales situaciones, confusas y anárquicas, se han visto en países europeos, y aún pueden verse en algunos de América, sin que por ello ose nadie profetizar su muerte.La China saldrá de esta crisis.Es un país antiquísimo y al mismo tiempo eternamente joven, pues tiene el poder de renovarse gracias á la vitalidad de sus muchedumbres.Hasta los mayores detractores del chino reconocen su sobriedad, su valor para sobrellevar las privaciones de la pobreza, su entusiasmo en el trabajo.Ningún pueblo de la tierra está mejor dotado para amoldarse á los climas más extremos, soportando lo mismo los fríos de Siberia que los ardores del Trópico.El gran geógrafo Reclús veía en los chinos y en los españoles los dos únicos pueblos aptos naturalmente para la colonización, á causa de la variedad geográfica de sus respectivos países, que les permite adaptarse á las diversas temperaturas del globo.
El chino, primer comerciante de la tierra, se extiende por todos los continentes, instalándose en ellos como si estuviese en su casa.No hay trabajo que le intimide.Se entrega á su labor como si ésta fuese para él una finalidad desinteresada y no un medio de vivir.Produce sonriendo, cual si experimentase un placer.Yo he sentido asombro muchas veces viendo la alegre facilidad de su producción.Más adelante contaré lo que me ocurrió con un sastre chino de Singapore.
Los republicanos de Pekín muestran una justa cólera ante las críticas de algunos viajeros que se imaginan haber estudiado su país.
—Que nos den tiempo—dicen—para realizar nuestras reformas. El Japón no hizo más que copiar la fuerza guerrera é industrial de Europa, y para ello necesitó cincuenta años... Y á nosotros nos exigen que en doce ó catorce hayamos dado la perfección de una República como los Estados Unidos de América á este país que por ser el más viejo de la tierra está saturado cual ninguno de prejuicios y rutinas.
Las potencias de Europa han puesto sus ojos en la China para apropiársela.Pero cada una de ellas desea la mejor parte, sus rivalidades neutralizan toda agresión, y mientras tanto la nueva República va viviendo.Lo importante para ella es que tan peligroso equilibrio se prolongue muchos años, lo que la permitirá realizar lentamente su evolución, que no puede ser obra instantánea.
Observan los Estados Unidos con la China una política en la que van mezclados el egoísmo comercial y cierto romanticismo democrático.Su industria ve un inmenso mercado de exportación en este país de quinientos millones de seres.Su gobierno procura atraérselo por medio de la gratitud, y para ello le proteje abiertamente de las ambiciones conquistadoras del Japón.Los políticos de Wáshington creen de buena fe en la posibilidad de una gran República amarilla.Están convencidos de que si los demás países dejan á la China desarrollarse por sí misma, en completa paz, soportará las enfermedades propias de una democracia joven, y antes de medio siglo podrá ser una verdadera República, sólidamente cimentada y ordenada, algo que tendría derecho á titularse los Estados Unidos de Asia.
Muchos consideran esto un ensueño generoso é inconsistente, una ilusión que se verán obligados á abandonar los gobernantes de los Estados Unidos y bien pudiera ser causa de la temida guerra del Pacífico.Pero nadie posee los secretos del porvenir, y muchas veces la realidad se complace en buscar lo que todos creen ilusión, con preferencia á las deducciones frías del raciocinio.
—¿Por qué no podemos hacer nosotros—dicen los republicanos chinos—lo mismo que hicieron las democracias de Europa y América?...Nuestro pueblo llevaba inventados muchos de los actuales progresos de la civilización blanca cuando los europeos vivían aún en hordas ó alojados en cavernas.
Yo siento por el pueblo chino el respeto que merece un glorioso antepasado.Recuerdo la emoción de Goethe, á los ochenta años de edad, leyendo en su retiro de Weimar una novela china de fábula sana, con descripciones tan frescas y vivientes como las de una obra moderna.
—¡Y pensar—decía asombrado el poeta—que esta novela fué escrita hace 3.000 años, cuando muchos de los hombres de Europa acampaban aún en los bosques!
Digamos como resumen que la China actual es un organismo enorme y fuerte, pero falto de sistema nervioso, lo que le obliga á permanecer caído.El Japón sueña con llegar á ser su cerebro director.Quinientos millones de chinos, sobrios, inteligentes, incansables, organizados por los japoneses...¡qué amenaza para el resto de la tierra!
Los Estados Unidos, para evitar el tan famoso «peligro amarillo» y al mismo tiempo por el romanticismo democrático mencionado antes, procuran que las demás potencias dejen en paz á la República china y ésta se vaya reformando lentamente por sí sola, hasta crearse, sin ingerencias extranjeras, el alma moderna que aún no posee.
Al despertar en la mañana siguiente vemos desde el tren una China nueva. Nos aproximamos á la parte tropical del país. Empezamos á sentir calor y nos desprendemos de nuestros trajes á la moda de Pekín.
En el Barrio de las Legaciones todos llevan durante el invierno ricos abrigos de pieles y un costoso gorro de marta á estilo siberiano.Me desprendo de mi pelliza y de un gorro de esta clase, que tal vez no usaré más.Ha terminado el frío.En adelante nuestro viaje será por tierras cálidas, á un lado y á otro de la línea ecuatorial.
Nos aproximamos al río Yang-Tsé, el famoso río Azul.Todo el terreno que estamos cruzando desde Pekín á Shanghai lo componen la cuenca de dos cursos fluviales dignos por su enormidad de la fama que gozan: el Hoang-Ho (río Amarillo) y el Yang-Tsé (río Azul).En realidad estas dos cuencas son la verdadera China, y hasta los tiempos de la antigua República romana el pueblo chino se desarrolló entre ellas sin ir más allá.Después, el Imperio de los Hijos del Cielo fué realizando conquistas ó sufriendo invasiones de bárbaros que le aportaron sus propios territorios, y hoy comprende, además de la antigua China, la Mongolia, la Manchuria, el Turquestán y el Tibet.
Hemos atravesado durante la noche la cuenca del caudaloso río Amarillo, que cambia con frecuencia de curso, inundando provincias enteras, convirtiendo otras en terrenos pantanosos, condenando al suplicio del hambre millones de seres, y haciendo emigrar á ciudades en masa.Ahora estamos en la vertiente septentrional del río Azul.
Vemos desde el balconaje del coche-salón lagunas cultivadas, arrozales que se pierden de vista, con bandas de patos blancos y rojizos.Ésta es la China productora de arroz.A trechos encontramos un ancho río artificial, cuyas riberas están tiradas á cordel, y enormes plazas acuáticas que sirven de puertos. Centenares de juncos, tocándose por sus bordas, alzan en el aire un bosque de mástiles.
El Imperio realizó hace muchos siglos una obra tan enorme como la Gran Muralla, aunque menos famosa que ésta.Es el Gran Canal, que atraviesa la mayor parte de la China, yendo desde los puertos del Sur hasta Pekín.Para abrirlo se necesitaron largos años de trabajo y varios millones de hombres.
Está ahora el Gran Canal roto en algunos puntos de su enorme trayecto, pero todavía puede navegarse miles de kilómetros dentro de él y la numerosa marina mercante del país lo utiliza para sus viajes interiores.Varios lagos alimentan con sus reservas este curso de agua artificial, el más grande que se conoce.Los Hijos del Cielo lo abrieron para que llegasen por él todos los tributos en arroz pagados por las provincias del Sur, envíos de insustituíble necesidad para el mantenimiento de Pekín y las muchedumbres del Norte.
Los arrozales del Japón, pequeños y tan escrupulosamente limpios como los estanques de un paseo, no son comparables con estas llanuras acuáticas que atravesamos durante horas y horas, camino de Nankín, antigua capital de la China á orillas del río Azul.
Indudablemente el mundo está dividido en dos civilizaciones, la del trigo y la del arroz; mas el europeo se equivoca al imaginarse el arroz como un alimento asiático, abundantísimo.Representa la más seductora de las nutriciones para los hombres amarillos, pero la mayoría de ellos sólo lo comen de tarde en tarde, y si llegan á hacer de él su alimento diario, lo absorben en muy reducidas cantidades.
La ambrosía divina del Olimpo indostánico es el arroz con curyLos dioses en sus banquetes no conocen nada mejor. Los magnates de todos los pueblos amarillos se nutren igualmente con este don del cielo. Los demás mortales, cuyo número asciende á centenares de millones, lo toman con palillos para que dure mayor tiempo el placer de comerlo, y prolongan voluptuosamente la absorción del montoncito colocado sobre un plato no más grande que una copa. El populacho indostánico considera un banquete tener en la palma de la mano izquierda un puñadito de arroz é ir llevándoselo á la boca con dos dedos de la diestra, grano á grano.
Los pueblos de la vieja Asia viven desde los más remotos siglos de su historia indisolublemente casados con el Hambre.
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SHANGHAI, LA RICA Y ALEGRE
Un abordaje de chinos en el río Azul.—La ciudad literaria de Nankín.—El «Londres del Extremo Oriente».—La Concesión Francesa y la Concesión Internacional.—Las palabras «boom» y «krac».—Placeres y despilfarros.—Las cortesanas del país y el mujerío internacional.—«Princesas chinas» y opio.—Una colonia española interesante.—Dos frailes notables, directores de Misiones.—La propaganda católica y la propaganda protestante.—Sus diversos recursos.—El barrio chino de Shanghai y sus callejones hormigueantes de muchedumbre.—Visita al famoso «Jardín del Mandarín» que el lector conoce desde su niñez.
El tren nos deja en la estación de Pukow, á orillas del río Azul.Éste abre ante nosotros su enorme camino acuático de un color de ópalo verdoso, parecido al del ajenjo.
A semejanza de algunos cursos fluviales de América, creemos que es río porque así lo afirma la geografía, pero más bien parece por su extensión y su abundancia de barcos un brazo de mar ó un estrecho.Estamos á doscientos kilómetros de su desembocadura, y sin embargo pasan por él numerosos vapores de tonelaje considerable; buques que han hecho la travesía del Océano y remontan el río Azul hacia puertos situados en el corazón de la China.
En sus orillas no se sabe dónde termina la tierra y empieza el río.Hay centenares, hay miles de embarcaciones del país, llamadas «sampanes», que sirven de eterna vivienda á las familias que las tripulan y transportan además mercancías.A veces tales barcos se inmovilizan meses y años en una ribera.
El agua permanece invisible entre los cascos apretados de esta flota pululante y miserable.Mujeres, hombres y niños corren por dicha ribera adicional y movediza, saltando de un barco á otro.Surgen de ella á la vez un griterío continuo y un olor nauseabundo de cocina disparatada.En todas las grandes ciudades de la China del Sur volveremos á encontrar estas poblaciones fluviales, que se descomponen de la noche á la mañana y vuelven á reformarse, conteniendo un vecindario casi tan numeroso como el de la ciudad terrestre.
Atravesamos el río Azul en un vapor blanco que con ágiles viradas evita la proa de los grandes buques de carga que suben ó bajan su majestuoso curso.En la orilla de enfrente está Nankín.La estación del ferrocarril tiene muelles que avanzan en el río, y vemos agitarse sobre ellos una muchedumbre de hombres medio desnudos.
Todavía está nuestro buque á tres ó cuatro metros de la orilla y sus tripulantes se ocupan en las operaciones del atraco, cuando toda esta turba de atletas ligeros de ropa, tomando carrera, salta é invade nuestra cubierta.Son unos doscientos y el entarimado se estremece con la caída de sus cuerpos.
Me doy cuenta de lo que debieron ser en otros siglos los abordajes de los piratas.Así aparecían indudablemente sobre la cubierta del velero descuidado las hordas de bandidos marítimos que figuran en las antiguas novelas chinas.Saltan todos á un tiempo, sin orden alguno, y hasta parece que se empujan mientras están suspendidos en el aire, apresurando cada cual la caída del que va delante.Algunos se escurren en el espacio todavía abierto entre el buque y el muelle, y al agujerear el agua como piedras, levantan surtidores de espuma.La gente ríe.¿Qué importa unos chinos menos?¡Hay tantos!Pero el chino escapa mejor que el blanco de los peligros; tiene mayor agilidad para hurtar el cuerpo á la muerte, y á los pocos segundos los vemos emerger en el callejón acuático, que el atraco de nuestro buque va haciendo cada vez más angosto.Todos acaban por asaltar la cubierta, librándose de perecer ahogados ó aplastados.
Estos portadores de equipajes se adueñan de cuanto viene en el buque, desde el saco de mano al baúl más enorme, y con su ligereza de duendes amarillos pasan en unos segundos toda nuestra impedimenta á los andenes de la estación.
Visitamos Nankín á toda prisa.En realidad, resulta más interesante visto en los libros que directamente.La capital creada por el primer Ming es casi una ruina.Su fundador la construyó en gran escala para dos ó tres millones de habitantes, y solo tiene 50.000.Su decadencia le proporciona cierto interés melancólico.Dentro de su recinto, fortificado con gruesas murallas y puertas-castillos, lo mismo que Pekín, ocupan los jardines mayor espacio que las casas.
Su industria principal es un tejido fino de algodón amarillento, llamado «nankín», tela célebre en el mundo á partir del siglo XVIII, que fué cuando empezaron á usarla los europeos en verano, para librarse del calor de sus casacas bordadas.Además, esta ciudad decadente disfruta el mismo prestigio que algunas universidades antiguas de nuestro mundo.Los mandarines letrados que adquieren sus títulos en la ciudad literaria de Nankín se consideran superiores á los demás. Aquí se producen la mejor tinta china y el papel más fino; aquí están las imprentas que publican los libros más bellos.
A cierta distancia de Nankín se halla el mausoleo del fundador de la dinastía «Luminosa».Pero ya hemos visto las tumbas de otros Ming, y como deseamos llegar á Shanghai á media noche, prescindimos de tal visita.
Reanudamos el viaje al ponerse el sol.Antes de que se extinga la luz notamos cierta variación en la campiña, que revela la proximidad de un gran puerto comercial.Las barracas de madera con tejado cornudo, las vallas de los campos y hasta los puentes ostentan grandes anuncios de letras blancas sobre fondo amarillo.Como estos rótulos están escritos con caracteres chinescos, resultan decorativos y agradables para nuestros ojos, divirtiéndonos en encontrar analogías entre sus letras geroglíficas y diversas figuras de personas y animales.
Cierra la noche.Nos faltan cinco horas para llegar á Shanghai.Mientras comemos va pasando el tren ante estaciones repletas de gentío.Detrás de su masa obscura adivinamos la presencia de grandes ciudades.Los centros más importantes de la industria china se hallan establecidos en esta zona, entre el río Azul y Shanghai.De aquí salen los tejidos de seda que se esparcen por el mundo entero; aquí se prepara igualmente la seda en rama, primera materia para las hilanderías de Lyón y otros centros industriales de Europa.
Columbramos detrás de las empalizadas la muchedumbre que ha acudido para ver nuestro tren.Sobre sus cabezas se agitan numerosas luces, como fuegos fatuos.Son linternas de cristal fijas al extremo de palos; faroles de papel, redondos como frutos, ó prolongados en forma de pez.A lo lejos, en el interior de las ciudades, se destacan edificios de suave fuego sobre el negro terciopelo de la noche. Continúan las fiestas del nuevo año. Templos y edificios oficiales han iluminado los perfiles de sus techumbres ganchudas.
Después de las once llegamos á Shanghai, y durante el resto de la noche y el día siguiente corro las calles y establecimientos de esta población, la más viviente, la más rica y dada á los placeres de toda la China.
Shanghai es el mayor puerto de exportación é importación del antiguo Imperio Celeste.Hong-Kong rivaliza con él en movimiento marítimo, pero no es más que un puerto de tránsito, mientras que Shanghai es puerto terminal.Además, Hong-Kong pertenece á Inglaterra, y Shanghai es de todos.Figura como ciudad china, y en realidad sólo una parte de ella es gobernada por funcionarios enviados de Pekín.El resto se compone de dos extensos distritos que los blancos gobiernan á su gusto.Uno de ellos es la Concesión Francesa, y el otro, más grande, la Concesión Internacional, el verdadero Shanghai de los negocios, dirigido por los cónsules de todos los países, dentro de cuya corporación se hace sentir naturalmente la influencia de los representantes de las naciones más poderosas en China, que son Inglaterra y los Estados Unidos.
Habitan la Concesión Francesa los apoderados y agentes de las grandes sederías de Lyón, que adquieren aquí su primera materia.Además, pasan de 100.000 los chinos que se han instalado en dicha parte de la ciudad, bajo el amparo de las autoridades francesas, para librarse de las arbitrariedades de sus mandarines.Calles y avenidas han sido rebautizadas últimamente con motivo de la guerra.Están bordeadas de hotelitos con jardines, las vigilan policías amarillos traídos del Tonkín, con sombreros en forma de paraguas, y se titulan Avenida Joffre, Avenida Foch, Avenida de Verdún, etc.
En la Concesión Internacional, verdadero núcleo de Shanghai, los edificios están ocupados por Bancos, grandes oficinas mercantiles, y bazares enormes á lo norteamericano, fundados y dirigidos por chinos.Estas construcciones de numerosos pisos, al estilo de Nueva York, se alinean á lo largo de un río navegable cuya agua sólo se ve á pequeños trechos, tan abundantes son los vapores de comercio y los buques de guerra anclados en él.Unos policías indostánicos de anchas barbas y turbantes abultados, traídos por los ingleses, vigilan las calles de este Shanghai internacional.
Se nota inmediatamente la abundancia de dinero, la gran prosperidad de los negocios. Los ingleses han inventado dos palabras que por su eufonía no necesitan explicación y retratan exactamente el estado de los negocios en un país. Cuando los valores suben vertiginosamente y todo aumenta de precio, siendo general la abundancia de dinero, concretan tal prosperidad diciendo que es un boom, palabra sonora é imitativa del ruido de una explosión. Si todo marcha mal y la riqueza se oculta, viniéndose abajo las empresas con el derrumbamiento de la quiebra, expresan ésto con la palabra krac, sonido de lo que se rompe y viene abajo.
Shanghai está en pleno boom cuando llego á él.Todos son ricos.Gentes que años antes no pasaban de ser modestos empleados, poseen ahora millones.Se vive actualmente en este puerto chino como en la California de á mediados del siglo XIX.
Tal abundancia, que en ciertos casos merece llamarse excesiva, se nota especialmente de noche en los lugares de placer.Shanghai, además de ser célebre en todo el Extremo Oriente por sus industrias y el movimiento de su puerto, hace sonreir á muchos cuando escuchan su nombre, unas voces con nostalgia, otras con cierta malicia.Es la capital del placer y el despilfarro.Hay en ella una calle de varios kilómetros, que se llama «Fou-Tcheou Road», y está iluminada magníficamente hasta que sale el sol.Toda la noche permanecen abiertos sus restoranes, sus cafés-cantantes, sus casas de juego, y otras más difíciles de mencionar por su verdadero nombre.
La mujer china goza aquí mayor libertad que en el resto del país. Las cortesanas de Shanghai son célebres y figuran en muchas novelas y comedias de la literatura nacional. Se las ve pasar de noche por la citada calle sentadas en ricshas, con vestiduras floreadas y vistosas que las cubren desde el cuello hasta los pies, el rostro pintado como el de una muñeca, los ojos prolongados por negras pinceladas, fijos é inexpresivos.Van de restorán en restorán para figurar en los banquetes.Toda comida china carece de atractivo si durante su curso de muchas horas no van pasando por el salón numerosas cortesanas de dicha especie.Conversan graciosamente con los comensales, coquetean, dicen versos y canciones, y se retiran para dejar sitio á las compañeras que llegan, yendo ellas á su vez á dar animación con su presencia á otros banquetes.El anfitrión se encarga de remunerarlas por esta visita fugaz.
Los grandes mercaderes chinos deseosos de imitar la vida de los europeos frecuentan restoranes elegantes y menos «alegres» con sus esposas é hijas, conservando los trajes nacionales de vistosa suntuosidad.Todos son ricos en este país y despilfarran el dinero: los comerciantes ingleses y norteamericanos, los sederos franceses, los hombres de negocios de las otras colonias extranjeras; pero los capitalistas más fuertes hay que buscarlos entre los chinos, admirables comerciantes que en un puerto como Shanghai pueden dar amplia expansión á sus facultades, monopolizando las introducciones de artículos extranjeros y la producción nacional de la seda.
Hasta los contados españoles que viven aquí resultan más interesantes y más ricos que los de otros lugares del Extremo Oriente.El cónsul de España, Julio Palencia y Tubau, hijo de un eminente comediógrafo y de una de las mejores actrices que tuvo nuestro teatro, está casado con una hermosa dama, nacida en Grecia, hija de un célebre político de dicho país.Este matrimonio de gustos artísticos, refinadamente intelectual, me invita á comer en su casa (una «villa» de frondoso jardín, cerca de la Concesión Francesa) con los principales individuos de la pequeña y prestigiosa colonia española, y escucho lo que me cuentan con verdadero interés, pues todos ellos, por su estado social, conocen á fondo el país.
Uno de ellos, llamado Lafuente, es un arquitecto nacido en Madrid, que ha construído el Gran Hotel de Shanghai; otro, apellidado Ramos, es dueño de las mejores salas de cinematógrafo que existen en esta capital del placer; y Cohen (el millonario de la colonia) posee casi todas las ricshas circulantes en la ciudad, que ascienden á varios miles, lo que le proporciona un ingreso diario enorme, uniendo á tal industria otras de no menos consideración. Este es el elemento civil que tiene España en Shanghai. El religioso aún resulta más interesante.
Estoy sentado á la mesa frente á dos frailes que son al mismo tiempo dos hombres de acción, el padre Castrillo y el padre Cuevas, superiores de las Misiones Agustiniana y Recoletana, existentes en China.
El padre Castrillo, con su barbilla gris en punta y su frente voluminosa de hombre de tenaces voluntades, me hace recordar á los héroes de la conquista americana en el siglo XVI. En Shanghai lo respetan como si fuese uno de los fundadores de la moderna ciudad, admirándole además por sus dotes de organizador y financiero. Adivinó el porvenir de este puerto antes que los ingleses, los norteamericanos y todos los que explotan hoy sus negocios. Empleó los dineros de su comunidad (la de los Agustinos del Escorial) en comprar terrenos alrededor del viejo Shanghai, en la peor de las épocas, cuando eran frecuentes las revoluciones y la sangre de enormes matanzas humanas corría por las riberas del río Azul.
Hoy la ciudad se ha ensanchado considerablemente y muchos de sus edificios principales son propiedad de la orden representada por el padre Castrillo.Éste goza de tal prestigio financiero y conoce tan á fondo la población europea que vió formarse desde su primer núcleo, que los banqueros más importantes, ingleses y norteamericanos, le piden informes y consejos en momentos de duda; y el fraile castellano, con su barbilla cervantesca, su sotana simple de clérigo y el sombrero de teja echado atrás sobre la cabeza voluminosa, va bonachonamente de un lado á otro, mirándolo todo con sus ojos que parecen distraídos y no pierden detalle.Basta cruzar con él unas palabras para convencerse en seguida de que es «alguien».
La conversación con estos dos representantes de la propaganda católica resulta de un gran interés geográfico.El padre Cuevas, misionero de evangélica bondad y español entusiasta, me cuenta cómo envían todos los años el dinero y los objetos más necesarios á las Misiones establecidas en el interior de la China.La palabra «interior» hay que apreciarla después de haber hecho memoria de la enormidad de esta nación, casi tan grande como Europa.Me hablan los dos religiosos de un amigo suyo que es obispo en no recuerdo qué ciudad situada junto á unas cataratas que sólo muy contados viajeros conocen. Para llegar á ella hay que hacer un viaje por el río Azul y sus afluentes, que dura sesenta días.
Ahora, con los decretos de la República, que favorecen el traje á la europea y permiten á los chinos la ablación de la trenza tradicional, pueden los misioneros católicos recobrar un poco de su aspecto religioso.En tiempo de los emperadores iban vestidos de chinos y usaban coleta como los del país, para cumplir las funciones de su ministerio con mayor libertad.
Julio Palencia recuerda una visita que recibió hace algunos años en este mismo Consulado, cuando era simple vicecónsul.Vió entrar una mañana en su oficina á un mandarín, que le hizo varias reverencias á estilo del país y empezó á balbucear en español con gran dificultad.
—Yo soy el padre Ibáñez, obispo de...
Y avergonzado por no encontrar palabras en su propio idioma para seguir expresándose, se le llenaron los ojos de lágrimas y dijo humildemente:
—Perdóneme, señor cónsul.Hace más de treinta años que no he tenido ocasión de hablar mi lengua.
Resulta meritoria y altamente digna de respeto la vida de los misioneros en el interior de la China, por su desinterés y sus penalidades.Pero en los resultados de la propaganda cristiana no son los católicos los que llevan la mejor parte.Las Misiones protestantes resultan más poderosas, sin que esto suponga mayores méritos de un personal sobre otro.La diferencia consiste simplemente en que las primeras disponen de capitales muy superiores á la renta de las Misiones católicas.Además, los Estados Unidos han dado un carácter casi laico y de ciencia práctica á sus centros catequistas.Una gran parte de estos misioneros americanos no son sacerdotes, ni sus funciones, puramente temporales, comprometen el porvenir de su vida. Se parecen á las Hermanas de la Caridad dentro del catolicismo, que hacen votos por tiempo limitado y pueden volver á la vida profana.
Muchos norteamericanos jóvenes, profesores ó escritores, deseosos de ver mundo y exponer la vida por un ideal generoso, así como numerosas señoritas que han pasado por las escuelas, solicitan ingresar en las Misiones de la China, donde actúan como maestros más que como catequistas, dedicándose á la enseñanza de la agricultura y otras ciencias prácticas.Algunos de los empleados de la «American Express», que nos guían á través de la China y hablan su lengua, pasaron varios años en las Misiones norteamericanas.
La propaganda católica es dirigida en primer término por los sacerdotes franceses.Su apoyo más importante es la «Sociedad de San Javier», establecida en Lyón, que tomó con justicia el título del santo español Francisco Javier, por haber sido éste el primer misionero en Asia.Dicha sociedad recauda unos siete millones de francos anualmente, dedicados en gran parte á las Misiones de China.Otra sociedad francesa, llamada de la «Santa Infancia», ha gastado 80 millones en medio siglo para asegurar el bautismo de los niños paganos, invirtiendo en China la mayor parte de esta prodigalidad pueril.
Las Misiones protestantes, inglesas y norteamericanas, disponen todos los años de unos cien millones, sin contar los donativos en especies que reciben, máquinas agrícolas, material de escuelas, etc.
Esta ciudad bulliciosa y rica, que gobierna una junta de cónsules, y todos llaman por su puerto y sus negocios el «Londres del Extremo Oriente», guarda á un mismo tiempo los directores de la propaganda moral cristiana y los lugares de corrupción más ruidosos de Asia. He estado poco tiempo en Shanghai y siento el deseo de volver á ella, con preferencia á otras ciudades conocidas en mi viaje. Tengo el presentimiento de que estudiándola puede escribirse una de las novelas más interesantes y originales de la época moderna.
La noche en la enorme calle de Fou-Tchéou Road no tiene igual en el mundo. Se ven hembras de todos los países, se oye hablar todos los idiomas. El gran sacudimiento ruso ha enviado hasta Shanghai una ola de mujeres de cabellera roja y ojos verdes, sentimentales, complicadas y medio salvajes á un mismo tiempo. Las cortesanas europeas se mezclan con las chinas. Los millonarios del boom arrojan á puñados los billetes. Una cena en Shanghai es algo que va más allá de las fantasías del SatiricónEl teatro chino florece aquí más que en ninguna otra ciudad, y como los papeles de mujer son desempeñados por jovenzuelos de dulces ademanes, la llamada «princesa china» rivaliza con el mujerío internacional.El hombre blanco, influenciado por el ambiente del país, se entrega al opio con un entusiasmo de neófito, y acaba por visitar las casas lujosas de las «princesas chinas», cuyos directores intoxican al imberbe personal con cierta hierba para que languidezca y tome un aspecto más interesante.
¡El barrio chino de Shanghai!...Ahora me parecen los chinos de Pekín, grandes, parcos en palabras y de sonrisa grave, hombres de otra nación.Aquí encuentro por primera vez al chino pequeño, bullanguero, saltarín y propenso al engaño.La ciudad china de Shanghai se diferencia de todo lo que he visto en el Norte.
Sus calles tortuosas, estrechas y húmedas son iguales á las de un zoco musulmán.El suelo resulta elástico bajo el talón, tantas son las capas de suciedad que forman su costra.En las tiendecitas, semejantes á cuevas, se ven las industrias más diversas: ebanistas labrando muebles riquísimos, vendedores de pájaros, ropavejeros que ofrecen túnicas de mandarín con forros de preciosa cibelina colonizada por los piojos, acuarios con peces de formas fantásticas, fábricas de ataúdes, carnicerías con animales desollados de imposible identificación.Y apretándose en las angostas callejuelas, gente, mucha gente; multitudes como sólo pueden encontrarse en estos pueblos-hormigueros de Asia, habituadas á una miseria inaudita.
Como hace menos frío que en Pekín, muchos van medio desnudos.Otros conservan orgullosamente sus andrajos acolchados, pero los llevan sueltos, colgando de las roturas las vedijas blancas de su relleno.Hay que abrirse paso con los codos entre mendigos que son caricaturas humanas, desfigurados por las enfermedades de un modo horrible.Los leprosos tienden su diestra implorante, que es un muñón falto de dedos.Otros carecen de nariz, y por dos orificios negros, completamente al descubierto, se columbra el interior de su cráneo...Y toda esta muchedumbre regatea, grita, se empuja, pide limosna ó canta.
Grupos de mendigos entonan una especie de villancicos á coro, frente á los mostradores de panaderos y carniceros, avanzando al mismo tiempo con ambas manos la olla que recibe las ofrendas.Como estamos en un país de juglares asombrosos, muchos jóvenes, aprendices de equilibrista, se pasean con un junco en la nariz, á cuyo término da vueltas un plato ó una rueda.
Si atravesamos este Patio de los Milagros haciendo un esfuerzo para soportar tanto contacto peligroso, tanto hedor inmundo, es porque deseamos visitar el célebre «Jardín del Mandarín»...Y aquí considero útil hacer una advertencia. Los chinos no saben lo que es un mandarín, como ignoraban hasta hace poco la existencia de una nación llamada China.
La palabra «mandarín» es portuguesa.Como los portugueses fueron los primeros marinos de Europa que visitaron los puertos de China, al anclar en Cantón llamaron «mandarines» á todos los funcionarios del país que ejercían algún «mando» sobre sus compatriotas.También creo oportuno mencionar que la China ha ignorado, hasta las innovaciones recientes de la República, el nombre exacto de casi todas las naciones de Europa, designándolas á su modo.Nadie sabía aquí el nombre de un país llamado España.Como el comercio chino lleva tres siglos de negocios con Manila, capital de la isla de Luzón, España fué llamada hasta hace poco «la Gran Luzón», y todavía los mandarines de Shanghai y otros puertos usan dicho título al dirigirse á nuestros cónsules.
Actualmente está el «Jardín del Mandarín» en el centro de la ciudad china de Shanghai.El tal jardín se ha convertido en casas, y lo único que se conserva es su pequeño lago.Resulta interesante este redondel acuático reflejando en su fondo las construcciones de aleros carcomidos y tejados brillantes de laca que forman su orilla circular.
En mitad del lago hay una isla, ocupada toda ella por un kiosco para tomar el té y un sauce que se encorva lloroso sobre el agua verde.Un puente la une con la orilla, pero este puente no es recto.Resultaría demasiado simple para el gusto chino.Avanza formando ángulos, y así el viaje resulta más largo y ofrece diversos puntos de vista.Dicho islote con su kiosco, su sauce y su puente en ángulos es lo que deseamos ver.Resulta tan célebre para el chino como el Partenón, las Pirámides, la Alhambra, las catedrales góticas ó el Capitolio de Wáshington para nosotros.
El lector conoce perfectamente la isla del «Jardín del Mandarín»; la conoce casi tan bien como yo que la he visto con mis ojos.No haga gestos negativos.Repito que la conoce desde su niñez.Es la isla con un kiosco, un sauce y un puente que figura en todas las tazas de té y en sus platillos, en todos los mantones llamados de Manila, en todas las cajas de laca, en todos los abanicos chinescos.
Los artistas de este país llevan cuatro siglos copiando la isla del «Jardín del Mandarín», y así continuarán otros tantos.A pesar de su aspecto frívolo y frágil, es el monumento chino más conocido en toda la tierra.
XI
EN EL MAR AMARILLO
El regreso al «Franconia».—Peces y perros chinos.—El mar más frecuentado del mundo.—Audacia extraordinaria de los marineros del mar Amarillo.—Los tres tripulantes del ataúd.—La hermosa bahía de Hong-Kong.—Calles en pendiente y la avenida de la Reina.—De cómo el que se retrata pierde una parte de su alma, absorbida por el objetivo.—La carretera de la Cornisa en la isla de «los Arroyos Floridos».—Fisonomía de los puertos del Extremo Oriente.
A causa de su calado, el Franconia nos espera á catorce millas de Shanghai, en un lugar llamado Woosung, que es donde anclan los trasatlánticos que por su considerable tonelaje no pueden remontar el río Whangpoo hasta los muelles del «Londres del Extremo Oriente».
Un remolcador nos lleva aguas abajo hacia su desembocadura en el estuario del río Azul entre buques cada vez más numerosos, cuyo tamaño é importancia aumentan según vamos avanzando.Vapores de diversas nacionalidades se deslizan entre juncos panzudos con velas cuadradas de estera y sampanes tripulados por familias casi desnudas.Volvemos con cierta emoción al trasatlántico que abandonamos en las costas niponas.Sentimos la inquietud inexplicable del que regresa á su casa después de una larga ausencia.
Hemos encontrado en Shanghai á muchos compañeros de viaje que se quedaron en el buque, mientras nosotros, formando tres pequeños grupos, pasábamos á través de la Corea y la China.Estos compañeros que vienen en el pequeño vapor fluvial y los otros que esperan en el trasatlántico han visitado durante nuestra excursión varias islas japonesas y algunos puertos de la China.
Vamos casi aglomerados en las dos cubiertas de este pequeño buque. Vuelven de una sola vez al Franconia los viajeros que han pasado varios días en Shanghai y todos los individuos de su dotación que bajaron á tierra con permiso. Los que hemos atravesado una parte de la China arrastramos la impedimenta de un nuevo equipaje que guarda las compras hechas en Pekín. Yo voy sentado en la cumbre de un montón de maletas y fardos que me pertenecen en su mayor parte, y debo preocuparme además de dos vasos de porcelana que contienen unas cuantas docenas de peces chinos, interesantemente monstruosos, con largos faldellines de bermellón y oro, comprados en los callejones inmediatos al «Jardín del Mandarín».
Veremos cuántos de estos animales de una fealdad adorable llegan vivos á Europa, para aclimatarse en los pequeños estanques de mi jardín de Mentón.
Cuando subimos al Franconia, cerca del anochecer, encontramos en pasillos y salones una fauna aleteante y flotante, adquirida igualmente por nuestros compañeros durante su estadía en los puertos.Canturrean en jaulas pájaros amaestrados por la habilidosa paciencia china; nadan en redomas y hasta en lavabos peces semejantes á los míos.Los oficiales del buque ejercen una rigurosa vigilancia, examinando todo lo que traen los pasajeros.Hay orden terminante de no admitir ningún perro.En todas las expediciones alrededor del mundo, las señoras se muestran entusiasmadas por la belleza y la baratura de unos pequeños canes chinescos, llamados «pekineses», y se apresuran á comprarlos. Ninguno llega al final del viaje. Me cuentan los oficiales que en una travesía anterior hubo que echar al agua más de doscientos «pekineses». Para evitar la repetición de esta mortandad inevitable y que el buque no atraviese los mares como una perrera flotante, dejando detrás de él una estela de ladridos, las gentes del trasatlántico se muestran inflexibles en la aplicación de dicha orden. Algunas damas norteamericanas, con la intrepidez de su raza y valiéndose de astucias dignas de un drama cinematográfico, consiguen introducir en su camarote al lindo perrito chinesco, pero antes de que zarpe el buque se descubre el engaño, y tienen que confiar el animal de lujo á los cargadores y barqueros indígenas que todavía están junto á las escalas del Franconia
Reanudamos nuestra existencia de navegantes. Sentimos un placer familiar al repetir las comidas, los paseos, todos los episodios algo monótonos de la vida sana y ampliamente respirada que llevamos á través de las soledades del Pacífico. El viaje de Shanghai á Hong-Kong por el mar Amarillo resulta comparable á los paseos que se dan por el interior de la propia casa sin encontrarse solo un momento. No existe un mar más poblado que el de la China. Por todas partes se ven grandes juncos de cabotaje y barcas de pesca. La sirena del Franconia tiene que rugir á cada momento para dar aviso á los carabelones que navegan pesadamente delante de su proa, sin que parezcan enterarse del peligro. Es algo igual á la marcha de un automóvil por una avenida en la que abundan los transeuntes sordos y distraídos.
Se explica tan enorme cantidad de velas por la importancia que ha tenido siempre en China la vida marítima.Su arquitectura naval resulta semejante á la nuestra de la Edad Media. Los buques son más altos de popa que de proa y los mueve un velamen primitivo. Estos cascos enormemente panzudos y de poco calado se sostienen por su anchura, y como les falta profundidad, navegan balanceándose de tal modo que el observador cree á cada momento en una catástrofe. Con esto queda dicho lo malo de la marina china. Añadamos que ningún pueblo de la tierra posee tantos navegantes y tantos buques. Los juncos y sampanes son incontables. La cantidad de chinos que viven sobre el agua, en mares y ríos, asciende á millones. Como todos ellos llevan á sus familias, las generaciones nacidas sobre el agua se suceden sin interrupción, y hay todo un mundo que puede llamarse anfibio, refractario á la vida terrestre, el cual encuentra agradable la existencia sobre estos buques de forma milenaria.
De día nuestro paquebote avanza rodeado de juncos que se balancean con la grotesca inestabilidad del ebrio, á pesar de que la agitación de las olas casi es nula.Todos marchan con el mismo rumbo, pues aprovechan periódicamente los vientos para sus viajes en masa hacia el Sur ó hacia el Norte.
La vista de estos buques iguales á las carabelas y galeones del descubrimiento de América nos hace evocar la dura existencia de los navegantes españoles y portugueses en el siglo XVI.Mientras la cubierta del Franconia permanece inmóvil, como si fuese un fragmento de tierra firme, estas escuadrillas de otros siglos avanzan hacia el Sur balanceándose y cabeceando con un movimiento llamado de tornillo.Esto nos hace comprender cómo en la época de los grandes descubrimientos españoles raro era el marino, por larga que fuese su historia de hombre de mar, que no acababa mareándose.Muchas de las citadas descubiertas fueron hechas por tripulaciones que estaban completamente «almadiadas», nombre que dan al mareo los pilotos de aquella época en sus libros de navegación.
De noche todo el mar está poblado de luces, como si se diese sobre él una fiesta.Cada junco lleva un farol.Además, en el interior de su popa siempre va un pequeño altar dedicado á los espíritus marítimos, ante el cual encienden lámparas los tripulantes ó queman varillas olorosas.
Según afirman los capitanes blancos, no existe marino más admirable que el chino por su desprecio al peligro.Todo lo que flota le sirve para embarcarse tranquilamente.Metidos en una especie de artesa hecha con cuatro tablas y empujada por una vela de fibras vegetales, se lanzan mar adentro, perdiendo de vista las costas.Y esto lo hacen en uno de los mares más peligrosos del planeta por los ciclones que barren su agitada extensión.Todos los años hay tornados que en menos de una hora suprimen centenares de juncos y sampanes.Pero el huracán mortífero sólo perturba por unos días las navegaciones de este pueblo acostumbrado á las catástrofes.¡Hay tantos chinos!...La fecundidad de la raza lucha con las cóleras del Océano, con las inundaciones homicidas de los ríos, con las epidemias, con los temblores del suelo, y acaba por triunfar, considerando un episodio ordinario la pérdida de algunos centenares de miles de seres.
Un día antes de la llegada á Hong-Kong presencio un espectáculo inaudito, algo que no habría creído nunca de no haberlo visto.Estamos entre la isla de Formosa y la costa china, cerca del pequeño archipiélago designado con el nombre español de Pescadores.En dicho estrecho menudean los tornados, y los más de los días, aunque las condiciones atmosféricas sean buenas, el oleaje resulta violento para los buques pequeños. Poco después de la salida del sol noto que algunos marineros del Franconia se avisan y corren á un costado del buque. Necesito concentrar toda mi energía visual y seguir las indicaciones de ellos para contemplar finalmente el extraordinario espectáculo. Tres chinos medio desnudos vienen hacia nosotros, de pie sobre las olas; unas olas altas, de largas pendientes, que los ocultan en sus profundos valles y los elevan de nuevo unos momentos para hacerlos desaparecer otra vez. Sólo cuando pasan cerca de nuestro buque, ó mejor dicho, cuando el Franconia en su avance llega al nivel de ellos, es cuando me doy cuenta de que los tres van sobre un bote que más bien merece el título de ataúd, embarcación de tres metros de largo que asoma sobre las olas unos cuantos centímetros de borda. Como este barquichuelo va lleno de agua, apenas si se nota su reborde negro por encima del mar. Bogan apresuradamente. De vez en cuando abandona el remo uno de ellos y se dedica á vaciar la obscura artesa. Y así marchan sobre el rudo oleaje del estrecho, que esta mañana hace balancearse al Franconia
No podemos adivinar adónde se dirigen.Por todos lados se ve agua.A esta hora matinal no se distinguen las costas de la China ni de Formosa, y aun en el caso de que se dejaran ver, no serían mas que montañas de vagoroso azul esfumado por una distancia enorme.Tal vez son marineros que han salido de alguno de los juncos que se acuestan y se levantan en el horizonte y van tranquilamente hacia otro junco lejano.
El oficial que está de guardia en el puente del Franconia sonríe celebrando esta audacia y afirma que los chinos serían los primeros marineros del mundo si tuviesen quien supiera mandarlos. Los tres remeros han pasado ante nuestro paquebote sin torcer la cabeza para mirarlo; nos vuelven la espalda con una indiferencia majestuosa. Los vemos subir y bajar sobre las inquietas montañas de agua. A cada nueva aparición resultan más pequeños. La marcha del Franconia en sentido inverso los aleja con extraordinaria rapidez, como si sus golpes de remo tuviesen una potencia mágica. Ellos y su féretro navegante no son mas que un pequeño tapón que se envían las cumbres azules al hincharse y desplomarse; luego un punto; después nada. Parece que se los haya tragado el mar. Viendo esta atrevida inconsciencia se comprenden las aventuras y hazañas de los piratas amarillos de otros siglos, que tantas veces pusieron en peligro la vida del Imperio.
Llegamos á Hong-Kong á los tres días de nuestra salida de Shanghai.Esta posesión inglesa ocupa una gran isla de las muchas que emergen sobre el enorme estuario que forma al desembocar en el Océano el río Perla, ó sea el río de Cantón.Entre dicha isla y la península de Kowloon, situada enfrente, se abre una bahía famosa en el mundo por su belleza.Solamente la de Río Janeiro y la de Sydney en Australia pueden compararse con ella.
Los ingleses se posesionaron de Hong-Kong en 1841, como una consecuencia de la llamada guerra del opio.Ya dijimos algo de esta guerra.El comercio de la Gran Bretaña vendía opio á los chinos; el Imperio Celeste se opuso á la difusión de esta droga fatal, embargando varios cargamentos ingleses enviados á Cantón y echándolos al agua.El gobierno de Londres declaró la guerra á la China, y después de un rápido triunfo se quedó, como indemnización por los gastos de la campaña y por los cargamentos de opio anegados, con la isla de Hong-Kong, que es un magnífico puerto de paso situado estratégicamente.
Hay que reconocer, sin embargo, que la Gran Bretaña ha sabido hermosear su adquisición.En 1841 era una montaña rocosa y casi desierta.Hoy existe en ella una rica ciudad abundante en palacios y jardines, con largas calles de Bancos y lujosos almacenes.Esta ciudad se llama oficialmente Victoria, en honor de la vieja reina de Inglaterra, pero todos continúan llamándola Hong-Kong.
Se entra en su bahía como el que penetra en un salón viéndose obligado á cruzar antes varias antecámaras. Veo á la luz violeta del amanecer una costa de colinas abruptas. Sus rocas pardas ó con un color de sangre tostada tienen manchas obscuras de vegetación. En torno al Franconia son cada vez más densos los grupos de buques chinos con alta arboladura de velas cuadradas hechas de fibras de bambú. Todos marchan hacia el mismo punto, como un rebaño que estrecha sus hileras y toma una formación triangular para deslizarse mejor por la entrada del aprisco. Empiezan á verse entre los panzudos juncos pequeños sampanes con un hombre en el timón, padre ó marido, y una tripulación de mujeres amarillas. Estas amazonas del mar llevan pantalones azules por toda vestidura, el tronco tetudo completamente descubierto, y manejan las velas ó el remo con sudorosa fuerza.
Nos introducimos entre dos islas, siguiendo el estrecho que da entrada á la bahía, y es tal la abundancia de buques chinos casi pegados al casco del trasatlántico, que obligan á éste á marchar con exagerada lentitud, haciendo rugir á cada instante la sirena de su máquina.Se abre repentinamente ante la proa la planicie verdosa de este abrigo marítimo, uno de los más frecuentados del mundo.Los grandes paquebotes de comercio amarrados á tierra enmascaran el movimiento de los muelles.En el centro están anclados algunos buques de guerra ingleses. Sus cascos blancos de perfil atrevido revelan el impulso de una gran velocidad aun permaneciendo inmóviles.
Fondea el Franconia frente á Hong-Kong, en los muelles de la península de Kowloon, ó sea de la tierra firme. Cada cinco minutos llega un vaporcito y parte otro, atravesando la bahía para poner en comunicación la ciudad de Victoria, situada en la isla, con los barrios que están naciendo en la península de enfrente.
Se han preocupado los ingleses de crear jardines y bosques, y Hong-Kong ofrece desde la orilla opuesta un hermoso aspecto con su largo caserío, que sigue el borde de la bahía, y sus pendientes verdes, que algunas mañanas están ocultas bajo las nubes.Un funicular asciende rectamente á la cumbre del Pico, nombre de la montaña en que se apoya la ciudad de Victoria.Sobre dicha cúspide existe un sanatorio que goza de una vista maravillosa.
Quince mil habitantes de raza blanca y trescientos mil chinos forman la población de Hong-Kong.Como la ciudad se inició entre el mar y una montaña abrupta, ha tenido que ir prolongando su crecimiento por el borde de la bahía, lo que la da actualmente una extensión de muchos kilómetros.Su calle principal, llamada de la Reina, es casi tan larga como toda la ciudad y ofrece magnífico aspecto; pero no ha podido seguir la línea recta, plegándose á los contornos de la montaña y las ondulaciones de la ribera.Esta avenida, espina dorsal de Hong-Kong, tiene á la derecha el mar y á la izquierda calles estrechas de rápida pendiente que se remontan por las faldas del Pico.En ellas vive el vecindario chino y siempre están llenas de muchedumbre.Todas las fachadas tienen anuncios en orden vertical, palabra sobre palabra, pintados en fajas de tela ondeantes.
Dentro de la avenida de la Reina se hallan los grandes almacenes de sedas, de porcelana, de bordados, de todo lo que produce la industria china, y dichos comercios son generalmente sucursales de las fábricas de Cantón.El viajero que llega por la parte de Oriente, viniendo del Japón y del interior de la China, nota en Hong-Kong una diferencia arquitectónica.En las calles principales los edificios ya no son de madera.Todos ellos fueron construídos con piedra.La montaña inmediata la proporciona en abundancia.El orden público es guardado, lo mismo que en la Concesión Internacional de Shanghai, por agentes indostánicos, belicosos sikhs de barbas anchas y obscuro turbante, montañeses al servicio de Inglaterra, unas veces como soldados y otras como policías.
En las avenidas paralelas al mar, de suelo horizontal bien pavimentado, el medio de locomoción es la ricsha, como en todas las ciudades asiáticas. Los chinos que tiran aquí de los carruajitos son más vigorosos: verdaderos atletas de piernas extremadamente desarrolladas, semejantes á columnas. El lujo de todo europeo de Hong-Kong, especialmente de los hombres de negocios, es llevar tres hombres en su ricshaUno empuña las varas, otros dos empujan, y el ligero vehículo con su ocupante parece que va por el aire, tal es su velocidad.Cuando se detiene, los tres diablos medio desnudos sacan al señor de su asiento como en volandas y lo ponen en el suelo.
El antiguo palanquín es empleado aún en las calles pendientes de Hong-Kong.Parejas de chinos con sombrero de paraguas y unos calzoncillos por todo traje sostienen en hombros dos barras flexibles sobre las cuales va el sillón del palanquín.En los restoranes y hoteles esparcidos entre las arboledas de la montaña, siempre hay fotógrafos que se ofrecen para retratar á los viajeros ocupando este vehículo tradicional. Pero antes hay que entenderse con los portadores. Muchos de ellos se niegan con tenacidad á dejarse retratar. Otros, tentados por la codicia, se deciden heroicamente á colocarse ante el objetivo mediante una buena propina. Todos saben que la máquina fotográfica absorbe una parte del alma de los que se ponen ante ella, acortando en consecuencia los días de su vida.
Se nota en los comercios de Hong-Kong y también en los de Shanghai una supervivencia monetaria que hace recordar el antiguo tráfico español.El peso mejicano sirve todavía de unidad en las operaciones de los mercaderes chinos.La Nao de Acapulco trajo á Manila durante dos siglos cargamentos de pesos fabricados en las casas de moneda de Nueva España para pagar las mercancías chinas, y al declararse la independencia de Méjico continuó dicha exportación de moneda, inundando los mercados del Extremo Oriente.
La isla de Hong-Kong tiene en torno de ella un camino para automóviles, que es una de las Cornisas más hermosas del mundo.La de la Costa Azul resulta superior por las ciudades que ha ido estableciendo á lo largo de ella la colaboración de los ricos de Europa, mas no excede á la de esta isla en la hermosura é interés de los paisajes.Su título exacto es Heung-Kong, que significa en chino «Arroyos Floridos», y tal nombre no resulta hiperbólico, pues lo justifica la olorosa vegetación de sus jardines tropicales.
Los elegantes hoteles creados junto á este camino de la costa, los palacios y parques de varios personajes de Hong-Kong que me invitan á su mesa, no me atraen tanto como el incesante movimiento de la bahía, en la que se mezclan la marina medioeval de los amarillos y los más recientes progresos de la navegación inventados por los blancos. Aquí, como en los ríos de la China, existen barrios flotantes formados de sampanes, que sirven ahora de casa y servirán luego de sepulcro á las familias que los tripulan, proporcionándoles al mismo tiempo el medio de ganarse el arroz. Las marineras, desnudas de cintura arriba, con adornos verdes de falso jade en las cabelleras cerdosas, ponen la mirada de sus ojillos tirantes, insolentes y fijos en el blanco que examina sus viviendas.
Al ver á una humanidad tan distinta de la nuestra, se duda algo del porvenir de la República china y de la liberación de otras naciones-hormigueros pertenecientes á este mundo extremadamente viejo.
¡Pueblos de Asia!...Pueblos eternamente siervos, que en su historia de miles de años no han vivido ni una hora la vida de la libertad, siendo los primeros en considerar la democracia algo absurdo, opuesto al ritmo de la existencia; pueblos que únicamente son virtuosos cuando tienen miedo á alguien, y si no ven la corrección inmediata olvidan todo respeto, mostrando una insolencia de escolares sublevados.¿Cómo llegarán nunca á ser algo grande, si, exceptuando una minoría escogida y superior, todos sus hombres ignoran la dignidad personal?...
Encuentro en un pequeño libro de notas las siguientes líneas, escritas con lápiz á la luz del ocaso, navegando sobre las aguas nacaradas de la bahía de Hong-Kong, dentro de un bote automóvil conducido por dos muchachuelos chinos.
Los puertos del Extremo Oriente son pedazos de Europa caídos en el mundo antiguo, nuevos Londres con sol y cielo azul, donde el humo de la hulla y las vedijas de la niebla no alcanzan á vencer el esplendor luminoso de Asia.
Sus muelles con montañas de carbón de piedra, con torres de metal que guardan lagos de petróleo, con apilamientos de productos exóticos, huelen á ostra muerta; tienen un perfume de agua en putrefacción, de drogas químicas, de frutos tropicales, de maderas olorosas. En estas gusaneras humanas, hombres por todas partes, amarillos, rojos, cobrizos, que apenas sienten el calor quedan en cueros, con sólo un trapo pasado entre las piernas. El policía indostánico no se digna hablar al indígena; simplemente levanta el vergajo y pega. Los chicuelos pasan el día nadando. Las mujeres reman.
Sobre las bordas de los grandes trasatlánticos asoma sus filas de cabezas con turbantes la servidumbre compuesta de indios y los fogoneros de las máquinas pertenecientes á la misma raza.Son hombres que parecen convalecientes de una fiebre por el color pálido de su epidermis, por su extremada delgadez y sus ojos de calentura.Unas barbas horizontales les ensanchan el enjuto rostro, iguales á las de un enfermo que no se ha afeitado en varios meses.
Todo se junta sobre las aguas de estos puertos: grandes paquebotes iguales á ciudades, juncos que aún no han salido de la Edad Media, sampanes que son chozas flotantes donde las familias nacen y mueren, cruceros de guerra llegados para exigir indemnizaciones ó vigilar el cobro de las aduanas.
Sobre los muelles pasan los palanquines sostenidos por unos coolíes de grandes sombreros que parecen setas vivientes, ricshas empujadas por corredores de redondas piernas, hombres-caballos y hombres-balanzas que lo llevan todo en dos discos de fibra pendientes de un grueso bambú incrustado en un hombro; mujeres que trabajan más que los varones y se entregan á una reproducción fatalista durante su reposo de bestia de labor.
La policía arrastra hasta los buques marineros que ha recogido inánimes en los muelles. Los cree borrachos y han muerto á consecuencia de un hartazgo alcohólico. Otros, al recobrar la razón, bajan castigados al infierno de las máquinas.
Vendedores ambulantes gritan ante los trasatlánticos que tienen su pared de acero pegada al muelle.Un mercado provisional extiende sus puestos junto á la férrea pared perforada de ventanos redondos.En las blancas terrazas de estos palacios flotantes, sus huéspedes miran los objetos que ofrece la muchedumbre amarilla más abajo de sus pies: sillones de junco, amuletos de falso jade, sombrillas de cartón pintarrajeado, abanicos de plumas.
Salen buques para la costa americana, que es la acera de enfrente, y está, sin embargo, en el lado opuesto del planeta.Llegan otros de los diversos rincones del Océano Pacífico, gran plaza de la humanidad futura que aún ignora la mayor parte de Europa.
Para que el mundo de los blancos se entere de la existencia é importancia del Pacífico, será necesaria una gran guerra.Así se dió cuenta por primera vez de que existía el Japón.
XII
HONG-KONG Y CANTÓN
Las huelgas de los chinos.—Banquetes ruidosos.—Servidumbre de las casas ricas de Hong-Kong.—«No vaya usted á Cantón».—Historia del gran puerto del té y de la porcelana.—La republicana Cantón y sus habitantes revolucionarios.—El doctor Sun Yat Sen.—Las dos Chinas.—Viaje á Cantón.—La ciudad flotante sobre el río Perla.—Los «bajeles de flores».—Agresividad xenófoba de los cantoneses ante los buques de guerra anclados en el río.—Tiros en las calles.—Los cónsules nos aconsejan un pronto regreso á Hong-Kong.—Los piratas del estuario.—Una novela de 70 tomos y 1.000 personajes.—El asalto del vapor-correo de Macao.—La capitana de los dos revólveres.—Voy á Macao.
Encuentro á los hombres de negocios de Hong-Kong en pleno boom, lo mismo que los de Shanghai. Hablo con varios jóvenes que hace meses eran simples empleados y ahora tienen más de 100.000 dólares, adquiridos en rápidas especulaciones. Otros negociantes más viejos sonríen escépticamente al considerar tales triunfos. Han conocido en su vida varios boom pero no menos krac, y saben que en estos países de formación reciente las fortunas se crean y se deshacen con igual prontitud.
La prosperidad de Hong-Kong parece dificultar su vida interior.Cerca está Cantón, la más revolucionaria de las ciudades del antiguo Imperio, que solivianta los ánimos de las nueve décimas partes de la población de Hong-Kong. Los chinos de este puerto inglés no son sindicalistas ni saben qué puede significar tal nombre, pero encuentran agradable ver doblados ó triplicados sus jornales y gozan además cierto placer interior dificultando la vida de los «demonios blancos». Los comités revolucionarios de Cantón se dedican á organizar huelgas en las colonias próximas, gobernadas por europeos, y estas huelgas han obtenido hasta ahora en Hong-Kong un éxito completo y ruidoso. Los hombres amarillos son insustituibles para la resistencia pasiva y no hay miedo de que ninguno de ellos falte á las órdenes secretas de sus directores.
Hong-Kong ha visto su vida paralizada semanas enteras. Hasta los portadores de palanquines y ricshas desaparecieron cual si se los hubiese tragado el suelo. Las calles de la hermosa ciudad quedaron desiertas, como avenidas de cementerio. Y el gobierno de Hong-Kong, que se compone de un gobernador enviado por la corona de Inglaterra y los personajes más importantes de la ciudad, tuvo que transigir repetidas veces con las imposiciones de los revolucionarios. Hay quien dice que esta derrota de los ingleses dentro de Hong-Kong se debe á la excesiva prosperidad del país. Autoridades y comerciantes se enriquecen en poco tiempo, y esto parece quitarles energía para hacer frente á las imposiciones de los chinos. Desean que se restablezca cuanto antes la marcha normal de los negocios y continúen sus ganancias.
En Macao, ciudad portuguesa, que está á cuatro horas de Hong-Kong, al otro lado del estuario, los agitadores de Cantón intentaron varias veces sublevar á los habitantes chinos; pero como su gobernador se encontraba en otras condiciones que las autoridades de Hong-Kong pudo hacer uso de medios enérgicos, sin miedo á que le echasen en cara anteriores complacencias, y los movimientos subversivos contra el europeo resultaron otros tantos fracasos.
Viven los negociantes de Hong-Kong con tanto lujo como los de Shanghai, pero aquí los lugares de placer son menos numerosos. Los chinos ricos mantienen con sus banquetes una calle entera de restoranes instalados en edificios de varios pisos. Toda la noche reflejan sobre las aguas de la bahía sus balconajes y sus aleros ribeteados de guirnaldas eléctricas. En este barrio resultan tan enormes los estrépitos como la iluminación. Los anfitriones de unos banquetes que duran la noche entera y cuestan miles de dólares quieren que sean acompañados de una pompa exterior reveladora de su generosidad. Frente á la puerta hay bandas de música pagadas por ellos, en las cuales el bombo, los platillos y los chinescos de abundantes campanillas son los instrumentos dominantes. Arden entre servicio y servicio vistosas piezas de fuegos artificiales; tracas ensordecedoras corren á lo largo de la calle ó por encima de los tejados, con un tiroteo de batalla.
Los ricos de raza blanca dan sus banquetes á la europea, en el lujoso Hotel de Repulse Bay, junto al camino de la Cornisa, ó en sus palacios de esplendorosa vegetación sobre las vertientes del Pico.Una de las manifestaciones de opulencia es la cantidad de servidores.Todo rico tiene á sus órdenes un ejército de coolíes.Únicamente con tal exuberancia de personal se consigue que marche á medias el servicio de una casa, pues cada doméstico chino sólo quiere encargarse de una función, limitada y fija.Justo es añadir que no hay criados más baratos y que exijan menos atenciones de sus dueños.El coolí recibe una cantidad determinada al mes y su amo no tiene que preocuparse de su comida ni de su instalación. Él se procura por su cuenta el alimento y para dormir le basta con el umbral de una puerta ó el hueco de una escalera. En realidad, no se sabe cuándo come ni duerme. El dueño le ve llegar siempre que le llama y muchas veces lo encuentra sin llamarlo espiando todo lo de la casa con sus ojitos de párpados tirantes, que parecen cosidos, y su sonrisa mecánica é inexpresiva.
Quiero visitar la ciudad de Cantón, y todos me dicen lo mismo:
—No vaya usted.Parece que andan á tiros diariamente los partidarios del doctor y sus adversarios.Además, si se juntan unos y otros, será para matar á los europeos por lo de las aduanas.
Sé que hay alguna exageración en tales afirmaciones, pero de todos modos resulta indudable que la capital de la China del Sur vive hace tiempo en un estado de revuelta.
Cantón fué la única metrópoli del Extremo Oriente que conocieron durante siglos europeos y americanos.Pekín permaneció cerrada para el mundo blanco hasta el último tercio del siglo XIX.Los Hijos del Cielo, deseosos de conservar aislado su vasto Imperio, habilitaron á Cantón como único puerto en el que podían ser admitidos los buques de las naciones cristianas.
Cuando los portugueses del siglo XVI anclaron por primera vez ante dicha ciudad, vieron que otros navegantes no europeos les habían precedido en su descubrimiento.Eran los marinos árabes, que tenían en ella desde mucho antes depósitos de mercancías y una mezquita.Durante cien años los capitanes portugueses monopolizaron el tráfico con Cantón, llevando á Europa por el Cabo de Buena Esperanza sus sederías y porcelanas.Los españoles adquirían estos mismos artículos en Manila, enviados por los mercaderes cantoneses, y la Nao de Acapulco los llevaba hasta Nueva España á través del Pacífico.
Fué bien entrado el siglo XVII cuando los ingleses empezaron á visitar el río de Cantón para cargar en sus naves el té, hierba cada vez más apreciada en Europa y América y que dió vida á una gran navegación para surtir los mercados de Liverpool, Salem, Boston y Nueva York.Esta afluencia de buques europeos y americanos fomentó la emigración indígena, y á ella se debe que todos los chinos esparcidos en el mundo sean de las provincias del Sur y consideren á Cantón como su verdadera capital, con preferencia á Pekín.
Al reunir algunos de estos emigrantes considerables fortunas en América, su deseo fué volver á Cantón para disfrutarlas, aumentando la riqueza de la ciudad.Los que no regresaron á su patria mantuvieron correspondencia con sus familias, y todo esto hizo que Cantón siguiese el movimiento liberal de nuestra época, pensando de modo distinto al resto del Imperio.
Cantoneses han sido los chinos más ilustrados de los últimos tiempos.Desde hace medio siglo la juventud intelectual de Cantón completó sus estudios en los Estados Unidos y en Europa.Además, estos chinos del Sur son más inquietos y menos sufridos que los del Norte.Sus antecesores actuaron muchas veces de piratas ó vivieron en las montañas como rebeldes.En los últimos años del Imperio los cantoneses entonaban en las calles canciones injuriosas para el Hijo del Cielo y los gobernantes de Pekín, sin que las autoridades imperiales de la ciudad osasen tomar medidas contra tales irreverencias.
Como era lógico, el movimiento republicano que dió fin á la dinastía de «los Muy Puros» tuvo su origen en Cantón.Pero una vez establecida la República, los hijos de dicha ciudad se negaron á continuar siendo gobernados desde Pekín, como en tiempos del Imperio, declarándose independientes y constituyendo la llamada República del Sur.
Este separatismo no es algo circunstancial, inventado por las divergencias de los partidos políticos.En realidad existen dos Chinas, completamente distintas.El habitante de Pekín, grande de estatura, sereno de rostro, parco en palabras, medio tártaro y medio manchur, no se parece al chino exuberante, imaginativo, de ingobernable individualismo, que puebla las provincias meridionales y al extenderse como emigrante por América se llama orgullosamente cantonés.
El doctor Sun Yat Sen, creador de la República del Sur y su eterno Presidente, es un médico de Cantón que estudió en los Estados Unidos, trabajando con energía en la época del Imperio para hacer triunfar la República.Mas ahora, dentro de su propia casa, lucha con numerosos adversarios que dificultan su política interior y además hace frente á las naciones extranjeras, mantenedoras del gobierno de Pekín, que se niegan á reconocer la República del Sur.
En el presente momento sostiene una lucha franca con todas las potencias.Éstas cobran los ingresos de las aduanas chinas, y después de guardarse una parte de ellos por indemnizaciones acordadas hace años, entregan el resto al gobierno de Pekín.El doctor, Presidente del Sur, se opone á que las potencias intervengan las aduanas dependientes de Cantón si no se comprometen á entregarle el sobrante, dado hasta ahora á sus enemigos de la China del Norte.
Se hallan actualmente anclados en el río Perla buques de guerra de todas las naciones que tienen intereses en China, para intimidar á Sun Yat Sen con esta demostración naval.
—No vaya usted—me repiten—.El populacho de Cantón se muestra furioso contra los blancos y puede ocurrir de pronto una matanza.Después vendrá la intervención armada de las potencias y también los castigos y las indemnizaciones, pero el que haya sido muerto en la revuelta seguirá muerto.
Voy, sin embargo, á Cantón, y el viaje resulta breve, fatigoso, casi inútil.Hay un ferrocarril que parte de Hong-Kong, pero hace más de un año que no funciona.La línea es inglesa, y como el presidente de la República de Cantón se quedó repetidas veces con el material rodante, sus directores han creído oportuno suspender el servicio.Viajamos por el río en cómodos vapores á estilo americano, con varias cubiertas, que son á modo de hoteles flotantes.
Pasamos entre las numerosas islas del estuario, siguiendo unos canales dorados por el sol naciente, con riberas de verde obscuro.Dentro ya del río atravesamos un estrecho que los descubridores portugueses llamaron Boca Tigris.A la ida, navegando contra la corriente, invertimos unas seis horas.El regreso, como es natural, resulta más rápido.
A pesar de que los europeos llevan tres siglos establecidos en Cantón, todavía viven aparte, ocupando un barrio llamado Shameen, separado del resto de la población por un canal y que es el lugar donde estaban antiguamente las factorías.Hoy Shameen es una ciudad de tipo americano, con edificios de muchos pisos y varios hoteles, de los cuales el Victoria es el mejor y el más concurrido.Una cuarta parte de los vecinos de este Cantón blanco son franceses y los restantes de lengua inglesa.El «Christian College», establecimiento importantísimo sostenido por los misioneros de los Estados Unidos, sirve de Universidad á muchos centenares de jóvenes del país, que reciben en él una educación moderna. Ocupa el resto de Cantón una área enorme y está habitado por más de dos millones de chinos. Las antiguas murallas, parecidas á las de Pekín, fueron cortadas en varios puntos para dar expansión á la ciudad. Además, una parte de los habitantes, más de 150.000, viven sobre el río en sampanes.
La población flotante de Cantón fué siempre un objeto de curiosidad para los viajeros.Los barcos forman grupos, como las manzanas de edificios en las ciudades terrestres.Sus bordas se tocan y los vecinos pasan indistintamente de una cubierta á otra.Angostos canales separan estos barrios de embarcaciones, sirviendo de callejuelas, por las que se deslizan diminutas canoas.Hay sampanes que son tiendas donde se vende lo más indispensable para las necesidades de esta población anfibia.Otros barcos viejísimos sirven de templos, y bonzos de existencia vagabunda viven mezclados con los habitantes del Cantón fluvial, mendigos, contrabandistas y eternos figurantes de todas las revueltas.
También han flotado durante siglos en las orillas del río Perla los famosos «bajeles de flores».El lector sabe indudablemente de qué sirven estas casas acuáticas, unidas á tierra por un ligero puente y con galerías cubiertas de plantas trepadoras y vasos floridos.Su tripulación—llamémosla así—es de mujeres con el rostro pintado y túnicas de colores primaverales.Estos «bajeles de flores», iluminados toda la noche, pueblan las obscuras aguas de reflejos dorados y alegres músicas.De sus patios surgen cohetes voladores que cortan la lobreguez celeste con cuchilladas de luz silbadora y multicolor.
Son restoranes y palacios del amor fácil para las gentes libertinas del país.El europeo que consigue penetrar en un «bajel de flores» sale casi siempre golpeado por los parroquianos. Más de una vez ha desaparecido el visitante blanco en el lecho fangoso del río.
Quedan aún muchos «bajeles de flores», pero no llegamos á verlos ni exteriormente.Los viajeros recién llegados á Cantón sólo conocemos las calles medio europeas del barrio de Shameen, entre el desembarcadero y el Hotel Victoria, que hemos atravesado en ricsha.
Los chinos cantoneses nos parecen menos educados, más levantiscos é insolentes que los de otras ciudades.Gritan al vernos pasar, con una voz agresiva; se dirigen á los compatriotas que tiran de nuestras ricshas, y aunque no puedo entender sus palabras, creo adivinarlas por los gestos con que las subrayan.Insultan indudablemente á estos compatriotas que sirven de caballos á los blancos.Se nota en la muchedumbre una excitación extraordinaria, á causa sin duda de los cruceros anclados en el río.Hay numerosos barcos de guerra ingleses, franceses y norteamericanos; además un crucero de Italia y otro de Portugal, todos con los cañones desenfundados y prontos á la acción.
Después del almuerzo en el Hotel Victoria, cuando los más curiosos nos disponemos á salir por las calles de los barrios chinos para visitar sus famosos almacenes de porcelana, llegan varios enviados de los cónsules y nos advierten que sería razonable y prudente un regreso inmediato á Hong-Kong.
Hace varias horas que en un extremo de Cantón las tropas del doctor Sun Yat Sen emplean sus fusiles y ametralladoras contra unos insurrectos.¿Qué desean?¿Por qué luchan?...Nadie lo sabe con certeza.Tal vez son cantoneses que no consideran bastante revolucionario al doctor, y como tienen armas á su alcance, se sublevan contra él, ya que no destruye con una rapidez milagrosa los cruceros de los blancos.
Nos marchamos en las primeras horas de la tarde, viendo otra vez los barrios flotantes del Cantón fluvial, y en plena noche llegamos á nuestros camarotes del Franconia
Al día siguiente hablo á mis amigos de Hong-Kong de ir á Macao, y esto les produce más alarma que el viaje á Cantón.Todos dicen lo mismo:
—No vaya usted.Los piratas atacan el vapor-correo siempre que les conviene.Hace pocos meses se llevaron secuestrados á todos los que iban en él.
Con frecuencia se oye hablar en China de piratas; pero en las provincias del Sur y especialmente en el estuario del río Perla, la piratería es objeto de un respeto simpático, como el que infunden las instituciones tradicionales. La novela, dentro de la literatura china, es un género tan antiguo como la poesía lírica. Desde hace miles de años existen aquí novelas de tres géneros: históricas, de aventuras y de costumbres; pero la más famosa de todas es la escrita por Chinai Ngan, novelista del siglo XII, que vivió bajo la dinastía de los Kin. Este Chinai Ngan es el Wálter Scott chino; pero á pesar de que su fecundidad fué tan grande como la del célebre novelista escocés, sólo ha dejado una obra única, que se titula Historia de las riberas de un ríoDebo añadir que esta novela famosa, leída en el curso de 800 años por todos los jóvenes chinos, tiene nada menos que 70 tomos y sus personajes principales son más de 100, sin contar los tipos secundarios, que tal vez pasan de 1.000.Todos los capítulos constan de dos partes, y en el transcurso de la obra se plantean, se desarrollan y epilogan 140 intrigas ó argumentos diferentes.
Este monumento literario es simplemente un relato de interminables hazañas, verdaderas ó fantásticas, que los piratas realizaron en el siglo X, bajo la dinastía de los Soung, al hacer la guerra á dichos emperadores. La China vivió en aquel período desgarrada por las guerras civiles y el bandidaje, despoblándose á consecuencia de largas hambres y pestes. Esta anarquía preparó la invasión y dominación de los mongoles, y comparada con ella, las dificultades actuales de la República resultan hechos insignificantes. Como todos los jóvenes leen la novela famosa de Chinai Ngan, empiezan su vida considerando la profesión de pirata como una aventura interesante que no puede deshonrar para siempre la vida de un hombre.
Me burlo del miedo que pretenden infundirme con sus piratas los habitantes de Hong-Kong.Luego me parece más serio y digno de ser tenido en cuenta tal peligro, cuando escucho á un joven comerciante español, establecido en Hong-Kong, llamado Gabino Caballero, que me sigue á todas partes amablemente.Estaba en el buque-correo de Macao la tarde del asalto y fué prisionero de los piratas.Acompañaba á su suegra, una señora filipina, deseosa de ser examinada por un médico especialista portugués que reside en Macao.
Acababan de sentarse á la mesa en el comedor del buque, cuando oyeron los primeros disparos.Las autoridades de Hong-Kong, preocupadas por osadías anteriores de los piratas, habían alojado en el vapor unos cuantos polizontes indostánicos armados de carabinas.Los piratas fueron avanzando de la proa á la popa, hiriendo á estos guardias ó desarmándolos por sorpresa.Al final se apoderaron de todo el buque, dejando medio muerto al capitán inglés, al maquinista y á otros de la tripulación que iniciaron una resistencia inútil.Mi amigo Caballero abandonó la mesa al oir los tiros, pero antes de llegar á la puerta del comedor se vió arrollado y golpeado contra la pared por una manga de chinos en armas que entraron como una tromba, ordenando á gritos que pusieran todos sus manos en alto.
Al frente de ellos iba una mujer, la eterna capitana de todas las novelas chinas de piratas, joven vestida á la europea, como una heroína de cinematógrafo, con falda azul y blusa blanca.Detalle curioso: esta amazona tenía un revólver en cada mano, y dichas armas estaban sujetas á sus muñecas por dos tiras de cuero en forma de pulseras.De tal modo podía soltar sus revólveres para registrar los bolsillos de los viajeros, volviendo á recobrar instantáneamente dichas armas colgantes en un caso de alarma.
El español tuvo que entregar su cartera y sus sortijas.Afortunadamente para él, éstas salían con facilidad de sus dedos.Un viajero que se esforzaba inútilmente por sacar las suyas se vió ayudado con una prontitud horrible.Los piratas le cortaron los dedos de una cuchillada y siguieron adelante en su registro.Como el capitán y el maquinista estaban tendidos en el puente sobre charcos de sangre, la joven de los dos revólveres tomó el mando del buque.Uno de los pasajeros, industrial de profesión, fué obligado á descender á las máquinas para dirigir su funcionamiento, ayudándole como fogoneros otros camaradas de infortunio.
Estos piratas no eran marinos.Se habían embarcado como pasajeros en Hong-Kong, distribuyéndose con arreglo á su vestimenta en los departamentos de las diversas clases, y al sonar una señal convenida, cada grupo se arrojó sobre un lugar previamente designado.
Navegó el buque varias horas con un timoneo loco por los canales del estuario.Muchos juncos pacíficos de cabotaje se vieron próximos á ser pasados por ojo, librándose de la catástrofe en el último momento gracias á una virada oportuna.Aun así, el vapor, que marchaba como un ebrio, arrancó á muchos veleros, con sus bruscos roces, todo lo que sobresalía de sus cascos. Al fin los piratas lo encallaron, pasada media noche, en una costa desierta, á varias leguas de Hong-Kong, desapareciendo tierra adentro, y unos pescadores llevaron á la ciudad la noticia del suceso para que un buque de guerra viniese á recoger las víctimas.
En el presente caso los piratas se contentaron con el botín, sin llevarse á los viajeros para exigir un rescate.Otras veces, montando juncos armados, toman por asalto á los vapores y raptan á sus pasajeros.Escriben después á las familias de éstos exigiendo fuertes cantidades, y si el dinero tarda en llegar envían como advertencia una oreja cortada ó un dedo, anunciando la continuación metódica de tales amputaciones.
—Pero todos los días no hay asalto de piratas—digo después de oir tales historias.
Efectivamente, estos atentados sólo ocurren cada seis meses, poco más ó menos.Las autoridades británicas, después de una piratería, adoptan las medidas más severas.Buques armados surcan incesantemente los canales del estuario, la policía bate las islas, el tribunal de Hong-Kong muestra una severidad inusitada y condena á ser ahorcados á todos los chinos que han cometido un crimen, aunque éste no tenga carácter pirático.
Transcurre el tiempo sin que los bandidos de los canales den motivo para que hablen de ellos; la autoridad se muestra menos vigilante, creyendo terminado dicho mal, y cuando la gente se embarca con mayor confianza para ir á Macao, ciudad de vida agradable y juego libre, donde los chinos ricos arriesgan su dinero al «Fan-tan» y los viajeros blancos pueden admirar los antiguos edificios de aire señorial, una nueva banda de piratas da otro golpe, con capitana ó sin ella.
A pesar de tales relatos me embarco al día siguiente para la colonia portuguesa.Otros pueden seguir con tranquilidad su viaje sin sentir la atracción de Macao.Yo he nacido en la Península Ibérica y además soy escritor.
Sería vergonzoso haber estado á cuatro ó cinco horas de distancia y no visitar la vieja ciudad donde Camoens, desterrado y pobre, compuso su poema inmortal, pensando en las glorias de la patria lejana.