La isla del tesoro

La isla del tesoro
Author: Robert Louis Stevenson
Pages: 520,929 Pages
Audio Length: 7 hr 14 min
Languages: es

Summary

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Son quince los que quieren el cofre de aquel muerto.

Á lo cual la tripulación entera contestaba en coro:

Son quince ¡yo—ho—hó!son quince ¡viva el rom!

Y á la tercera repetición del coro, empujó las barras del cabrestante al frente de ellos con gran brío.

Mas aun en aquel momento de excitación, ese canto lúgubre me trasladaba con la imaginación en un segundo, á mi vieja posada del “Almirante Benbow” en la cual oía de nuevo la voz de aquel Capitán sobresaliendo sobre el coro entero. Pero muy pronto el ancla estaba ya fuera y se la dejaba colgar, escurriendo junto á la proa. Pronto se izaron también las velas que comenzaron á hincharse suavemente con la brisa, y las costas y los buques empezaron á desfilar ante mis ojos de uno y otro lado, de tal manera que, antes de que hubiera ido á buscar en el sueño una hora de descanso, ya La Española había zarpado gentilmente, empezando su viaje hacía la Isla del Tesoro.

No es mi ánimo referir todos y cada uno de los detalles de ese viaje: básteme decir que fué en extremo próspero; que nuestra goleta dió pruebas de ser una buena y ligera embarcación; que los tripulantes eran, todos, marineros experimentados, y que el Capitán entendía muy bien lo que traía entre manos.Pero antes de que llegá semos cerca de las costas de la Isla del Tesoro, acontecieron dos ó tres cosas que es indispensable referir para la inteligencia de esta narración.

Arrow, el Piloto, pronto se volvió mucho peor de lo que el Capitán había temido: no tenía la menor autoridad sobre los marineros, los cuales hacían con él lo que mejor les acomodaba.Pero no era esto lo peor, sino que uno ó dos días después de nuestra partida comenzó á presentarse sobre cubierta con los ojos inyectados, los pómulos enrojecidos, la lengua torpe y todas las señales más evidentes de la embriaguez.Una vez y otra se le tuvo que mandar á la cala, castigado.Algunas veces se caía rompiéndose la cara; otras se echaba el día entero en su tarimón al lado de la toldilla.Como una reacción, que duraba uno ó dos días, se le miraba sobrio y listo atender á su trabajo, por lo menos pasablemente.

Pero entre tanto nosotros no podíamos averiguar en dónde tomaba lo que bebía; este era el secreto misterioso de nuestro buque.Nuestra vigilancia redoblada y multiplicada nada pudo; fué inútil cuanto hicimos para descubrirlo.Solíamos preguntárselo abiertamente y entonces, una de dos; ó nos reía á las barbas si estaba borracho, ó nos negaba tercamente que se embriagase si acontecía que estuviera en su juicio, protestando que no probaba nada que no fuese agua.

No solamente era inútil en su calidad de oficial del buque, y pésimo como fuente de malas influencias entre los hombres de la tripulación, sino que se veía muy claramente que, al paso que iba, muy pronto acabaría por matarse contra todo derecho.Así es que nadie se sorprendió ni se apenó mucho tampoco cuando en una noche muy oscura en que la mar parecía menos sosegada que de costumbre el hombre aquel desapareció sin que hubiéramos vuelto á verle más.

—¡Hombre al agua!, dijo el Capitán.En hora buena, señores, esto nos ahorra la molestia de tener que mandarle poner grillos.

La cosa es que, desaparecido él, nos encontrábamos enteramente sin piloto y era preciso, en consecuencia, ascender á uno de los tripulantes.Job Anderson, el contramaestre, era el más apto de los de á bordo, así fué que, aunque conservando su título primitivo, pasó á desempeñar el cargo de piloto.El Sr. Trelawney que había estudiado la marina y viajado mucho, como se recordará, tenía conocimientos que le hacían muy útil en aquellas circunstancias, y realmente los puso en práctica ejerciendo la vigilancia propia del piloto en los días en que el tiempo era propicio.En cuanto al timonel Israel Hands, era un viejo y experimentado marino, cuidadoso y astuto, de quien podía uno fiarse en todo y para todo.

Era este el gran confidente de Silver, cuyo nombre me lleva á hablar de nuestro cocinero Barbacoa, como la tripulación lo llamaba.

Á bordo de la embarcación cargaba este su muleta suspendiéndola al cuello por medio de un acollador, á fin de tener ambas manos libres y expeditas lo más que podía.Era digno de llamar la atención el verle acuñar el pie de su muleta contra la abertura de alguna tablazón y apoyándose en ella, despachar bonitamente su cocina, como podría hacerlo algún hombre sano y completo en tierra.Pero todavía era más extraño verle en los días de tiempo más malo atravesar la cubierta.Veíasele trasladarse de un lugar á otro, ya usando su muleta, ya arrastrándola tras sí por medio del acollador, tan rápida y expeditamente como pudiera hacerlo un hombre que tuviera el uso de sus dos piernas. Y sin embargo, algunos de los marineros, aquellos que ya habían hecho otras travesías con él, decían que daba lástima el verle tan abatido.

—Este Barbacoa no es un hombre común; me decía una vez el timonel.Allá en sus mocedades tuvo sus estudios y, cuando se ofrece, puede hablar como un libro.Y valiente, ¡eso sí!Un león es nada comparado con Barbacoa.Yo le he visto despachar á cuatro enemigos, de una sola vez, haciéndoles morder el polvo, y sin tener él una sola arma en la mano.

Toda la tripulación le respetaba y aun puedo decir que le obedecía.Poseía un modo muy peculiar de insinuarse al hablar á cada uno, y siempre hallaba ocasión de hacer á todos un pequeño servicio.Respecto á mí, Silver era siempre extraordinariamente amable y siempre se mostraba contento de verme aparecer en su galera, que tenía siempre limpia y brillante como un espejo: las cacerolas colgaban bruñidas y lustrosas y su loro estaba en su reluciente jaula, en un rincón.

—Ven acá, Hawkins, ven acá, solía decirme. Ven á echar un párrafo con tu amigo John. Nadie más bien venido que tú, hijo mío. Siéntate y ven á oir lo que pasa. Aquí tienes al Capitán Flint—así le llamo yo á mi loro en memoria del célebre filibustero—aquí tienes al Capitán Flint, prediciéndonos el buen éxito de nuestro viaje. ¿No es verdad Capitán?

Y el perico, como si le dieran cuerda se soltaba gritando:

—¡Piezas de á ocho!¡piezas de á ocho!¡piezas de á ocho!¡piezas de á ocho!, y esto con una rapidez tal, que había que maravillarse de cómo no se le acababa el aliento; y no cesaba hasta que Silver no sacudía su pañuelo sobre la jaula del animal.

—Ahora bien, Hawkins, allí donde lo ves, ese pájaro debe tener ya lo menos doscientos años.Casi todos ellos son poco menos que eternos y yo creo, respecto de este, que solamente el diablo habrá visto más atrocidades y horrores que él.Figúrate que éste fué del Capitán England, del célebre y gran pirata England.Ha estado en Madagascar y en Malabar; en Surinam, en Providencia y en Porto Bello.Este asistió á la exploración y repesca de los buques cargados de plata echados á pique, y allí fué donde aprendió su refrán de “Piezas de á ocho” lo cual no es muy de maravillar, porque, figúrate Hawkins, que se sacaron de ellas más de trescientas y cincuenta mil.Concurrió también al abordaje del Virrey de las Indias, cerca de Goa, y al verle ahora, se creería que entonces estaba recién nacido.Pero ya has olido la pólvora, ¿no es verdad Capitán?

—¡Prepárate para el zafarrancho!, gritó el animal.

—¡Ah!este animalito es un joya, añadía el cocinero, alargándole trozos de azúcar que sacaba de sus faltriqueras.Entonces el pájaro se pegaba á los barrotes de su jaula y comenzaba á jurar y á maldecir redondo, de una manera tan llena de maldad, que parecía increíble.Entonces John se veía obligado á añadir:

—El que entre la brea anda, que pegarse tiene.Aquí tienes, si no, á este inocente animalito mío, jurando como un desesperado y no por eso lo debemos acusar.Puedes creer que lo mismo juraría, vamos al decir, delante de monjas capuchinas y frailes descalzos.

Y John entonces se tocaba su melena de aquel modo solemne y peculiar que él tenía y que me confirmaba á mí en la creencia de que aquel era el mejor de los hombres.

En el entretanto, el Caballero y el Capitán continuaban todavía sus relaciones en términos muy poco amistosos.El Caballero no hacía gran misterio de sus sentimientos, sino que menospreciaba claramente al Capitán.Este, por su parte, jamás hablaba sino cuando le dirigían la palabra, y aun en esos casos, corto y seco y brusco, y ni una palabra inútil.Reconocía, cuando se le llevaba á un rincón, que había estado injusto y equivocado acerca de su tripulación; que algunos de sus hombres eran tan vigorosos y aptos como él pudiera desearlos y que todos se habían conducido hasta allí perfectamente bien.

Por lo que respecta á la goleta, estaba el hombre enamorado de ella, y solía decir:

Siempre está lista para enfilar el viento, con más docilidad y ligereza que si fuera una buena esposa complaciendo á su marido.No obstante—añadía—todavía no estamos de vuelta en casa, y repito que no me gusta esta expedición.

—Á estas últimas palabras, el Caballero volvía la espalda y se ponía á recorrer la cubierta, dando aquel hombre al diablo como de costumbre.

—Una chanzoneta más de ese hombre, y un día de estos estallo, solía decir.

Tuvimos un poco de mal tiempo, lo cual sirvió para probarnos las buenas cualidades de La EspañolaTodos y cada uno de los hombres de á bordo parecían contentos, y la verdad es, que hubieran pecado de sobra de exigencia si hubiera sido de otra manera, pues tengo para mí que jamás tripulación alguna estuvo más mimada y consentida desde que el Patriarca Noé navegó en su bíblica arca. Con el menor pretexto doblábase el rom cuotidiano, y el pudding de harina en días extraordinarios, por ejemplo, si el Caballero sabía que era el cumpleaños de alguno de los marineros, y nunca faltaba un barril de buenas manzanas, abierto y colocado en el combés, para que se despachara por su mano todo aquel á quien le viniera el antojo de comerlas.

—Nunca he visto cosa buena salir de tratamientos parecidos, hasta ahora, decía el Capitán al Dr. Livesey.Al que cuervos cría, éstos le sacan los ojos: esta es simplemente mi opinión.

Sin embargo, cosa buena resultó del barril de manzanas como se verá muy pronto, que á no haber sido por él, nada nos habría prevenido á tiempo y habríamos todos perecido á manos de la traición y de la infamia.

Hé aquí lo que sucedió: habíamos hasta entonces navegado á favor de los vientos alisios para ponernos en dirección de la isla que buscábamos.No me es permitido ser más explícito.Y á la sazón bajábamos ya en sentido opuesto manteniendo una asidua y cuidadosa vigilancia de día y de noche.Aquél era ya el último día, según el más largo cómputo presupuesto para el viaje, y de un momento á otro aquella noche, ó á más tardar la mañana siguiente antes de medio día deberíamos llegar á la vista de la Isla del Tesoro.Nuestra proa enfilaba al Sur-Suroeste y llevábamos una firme brisa de baos, con una mar muy quieta. La Española se deslizaba con seguridad, sumergiendo en las ondas de cuando en cuando su bauprés, y produciendo con él algo como pequeñas explosiones de espuma; todo seguía su curso natural desde las gavias hasta la quilla, y todos parecían llenos del más esforzado ánimo, supuesto que ya casi tocábamos con la mano, por decirlo así, el fin de la primera parte de nuestra aventura.

En tales condiciones y ya mucho después de puesto el sol, cuando mi trabajo del día estaba concluido y ya me iba en derechura á mi camarote para dormir, ocurrióseme el deseo de comer una manzana.Subí sobre cubierta.La vigilancia estaba toda á proa, como es natural, en espera de descubrir la isla.El timonel observaba la orza de la vela y se divertía silbando alegremente.Este era el ruido único que se escuchaba, á excepción del rumor del mar que hendía la proa y que murmuraba suavemente sobre los costados de la goleta.

Me lancé gentilmente hasta el fondo del gran barril de las manzanas en busca de alguna, y me encontré con que apenas si habían quedado en sus profundidades una ó dos.Crucéme de piernas tranquilamente en aquel fondo oscuro, sin más intención que la de concluir con mi manzana; pero ya fuese el monótono rumor del mar, ya el suave balanceo de la goleta en aquel momento, el hecho es, ó que dormité por unos instantes ó que estuve á punto de hacerlo, cuando un hombre pesado se sentó repentinamente junto á mi escondite.El barril se estremeció cuando aquel hombre recargó su espalda y ya iba yo á saltar afuera cuando el recién venido comenzó á hablar.Era la voz de Silver y no había yo oído una docena de palabras todavía, cuando ya no hubiera osado mostrarme ni por todo el oro del mundo. Quedéme, pues, allí, trémulo y atento, en el último extremo de la angustia y de la curiosidad, porque aquellas pocas palabras bastaron para darme á entender que las vidas de todos los hombres honrados que iban á bordo dependían de mí solamente.


CAPÍTULO XI

LO QUE OÍ DESDE EL BARRIL

—¡NO! ¡yo no! , decía Silver. Flint era el Capitán: yo no era más que contramaestre, con mi pierna de palo. En el mismo abordaje perdimos, yo mi pierna y el viejo Pew la vista. Me acuerdo que fué un cirujano recibido, con su título con muchos latines, que no había más que pedir, el que me aserró esta pierna; pero todas sus retóricas y sus serruchos no lo libraron de que lo ahorcáramos como á un perro y lo dejáramos secándose al sol en el castillo del Corso. ¡Esos eran los hombres de Flint, esos, sí señor! Eso también fué el resultado de cambiar nombre á sus navíos, Royal Fortune y otros. Pero yo digo que el nombre con que han bautizado á un navío es el que debe quedársele. Así sucedió con La Casandra que nos trajo sanos y salvos á nuestra casa después que England se apoderó del Virrey de Indias, y lo mismo con el viejo Walrus que era el antiguo buque de Flint y que yo ví rojo de sangre de popa á proa, algunas veces, y otras repleto de oro hasta zozobrar con su peso.

—¡Ah!, exclamó otra voz, que luego conocí por la del más joven de los de la tripulación, y que expresaba la admiración más completa; ¡ah! ¡Flint sí que era la flor de toda esa banda!

—Davis también era todo un hombre cabal, no lo dudes, dijo Silver; yo nunca navegué con él, sin embargo.Mi historia es esta: primero con England, luego con Flint y ahora por mi cuenta...¡vamos al decir!Yo pude ahorrar novecientas libras durante mi servicio con England y dos mil con Flint.Ya ves tú que eso no es poco para un simple marinero.Y todo eso bien guardadito en el banco, muy guardado, no te quepa duda, ¿Y qué se ha hecho hoy de los hombres de England?¡No sé!¿Y de los de Flint?En cuanto á esos, la mayor parte están aquí, á bordo, con nosotros.Al viejo Pew que había perdido la vista le tocaron mil doscientas libras que—vergüenza da decirlo—gastó completamente en un año, como puede hacerlo un Lord del Parlamento.¿En dónde está ahora?Muerto, bien muerto y bajo escotillas.Pero, dos años antes de morir...¿qué hizo?¡mil tempestades!ladrar de hambre como un perro; pedir limosna, mendigar, robar, degollar gentes y con todo eso morirse de hambre y de miseria...¡voto al demonio!

—Voy creyendo que no sirve, pues, de mucho la carrera, observó el joven catecúmeno de Silver.

—No le sirve de mucho á los manirrotos y locos; por supuesto que no, replicó Silver.Pero en cuanto á tí, mira; tú eres un chicuelo todavía, pero vivo como un zancudo.Yo te lo conocí en cuanto te puse el ojo encima, y ya ves que te hablo como á un hombre hecho.

Se comprenderá sin esfuerzo lo que sentí al oir á este viejo y abominable bribón dirigiendo á otro las mismísimas palabras aduladoras que había usado para conmigo. Créaseme que si hubiera podido, con todo mi corazón lo habría anonadado á través de mi barril. Pero él prosiguió, entre tanto, muy ajeno de que alguien le estaba escuchando:

—Mira tú lo que sucede con los caballeros de la fortuna. Se pasan una vida dura y están siempre arriesgando el pescuezo, pero comen y beben como canónigos y abades, y cuando han llevado á cabo una buena expedición, ¡cá! entonces... entonces los ves ponerse en las faltriqueras miles de libras, en vez de puñaditos de miserables peniques. Ahora, los más de ellos lo botan en orgías y francachelas, también eso es cierto, y luego los ves volviendo al mar, en camisa, como quien dice. Pero á fe que yo no he ido por semejante vereda. ¡No, que no! Yo he puesto todo muy bien asegurado, un poquito aquí, otro poco acullá, y en ninguna parte mucho para no excitar sospechas inútiles y peligrosas. Ya tengo cincuenta años, fíjate bien, y una vez de vuelta de esta expedición me establezco como un perezoso rentista. Ya es tiempo de ello, me parece que replicas.¡Ah, sí!pero puedo asegurarte que entre tanto he vivido con desahogo.Jamás me he privado de nada que me haya pedido el cuerpo; sueños largos, comidas apetitosas, y todo esto, día por día, excepto cuando viajo por el agua salada, ¿Y cómo comencé?Pues ni más ni menos que como tú ahora, de puro y simple marinero.

—Bueno, replicó el joven; pero lo que es ahora, todo ese otro dinero es como si ya no existiera, ¿no es verdad?Porque á buen seguro que después de esta expedición ¡vaya Vd.á dar la cara en Brístol!

—¡Bah!contestó Silver irónicamente.¿Pues en dónde te figuras tú que ese dinero estaba?

—Pues...en Brístol, es claro, en los bancos y á rédito; contestó su interlocutor.

—Es verdad, allí estaba cuando levamos anclas; pero á la hora que es, mi mujer...ya tú me entiendes...mi mujer lo tiene ya bien realizado, y todo en su poder.La taberna del “Vigía” está ya vendida, ó arrendada, ó regalada ó qué sé yo.Pero en cuanto á la muchacha, yo te aseguro que ya ella ha salido de Brístol para reunírseme.Yo te diría de muy buena gana en dónde va á esperarme, pero esto haría que nacieran celos entre tus compañeros por mi preferencia, y no quiero celos aquí.

—¿Y tiene Vd. plena confianza en su... mujer, como Vd.la llama?, preguntó el catecúmeno.

—Los caballeros de la fortuna, replicó el cocinero, generalmente somos poco confiados entre nosotros mismos, y á fe que—puedes creerlo—no nos falta razón para ello.Pero yo tengo unos modos míos muy particulares; de veras que sí.Cuando un camarada es capaz de tenderme una celada...quiero decir, uno que me conoce, ya puede estar seguro de que no le será posible vivir en el mismo mundo que el viejo John.Había algunos que le tenían miedo á Pew; otros que se aterrorizaban de Flint, pero yo te digo que el mismo Flint no las tenía todas consigo tratándose de mí, con ser quien era.Sí que me tenía miedo, y eso que estaba orgulloso de mí, vamos al decir.Nunca ha habido sobre los mares una tripulación más escabrosa que la de Flint, al extremo de que el diablo mismo hubiera temido ir con ella á bordo.Pues, sin embargo, ya tú me ves, no soy ningún finchado ni ningún fanfarrón, y sé hacer la compañía con todos mis camaradas con tanta llaneza como si no fuera quien soy. Pero cuando era yo contramaestre... ¡ah, diablo! entonces sí que no podía decirse de ninguno de nuestra camada de viejos filibusteros que fuese un corderito¡Ah!yo sé lo que te digo: puedes estar seguro de tí mismo en este navío del viejo John.

—Está bien, replicó el mancebo; ahora le diré á Vd. que cuando vine aquí no me gustaba el proyecto, ni tanto así; pero ahora que ya hemos tenido esta explicación, John, ya sabe Vd.que cuentan conmigo, suceda lo que suceda.

—Mucho que me alegro, porque tu eres un mocito de provecho, contestó Silver sacudiendo la mano de su converso de la manera más cordial. Puedes creer que no he visto en mi vida una apariencia mejor que la tuya para ser uno de los caballeros de fortuna

Al llegar aquí yo ya había comenzado á comprender que por caballeros de la fortuna entendían aquellos hombres ni más ni menos que piratas comunes y corrientes y que aquella pequeña escena que yo había oído, era nada más que el último acto en la corrupción de uno de los hombres honrados que iban á bordo, tal vez ya el último de ellos. No obstante, pronto debía recibir algún consuelo sobre este particular como se verá luego. Silver, en aquel momento dejó oir un ligero silbido y un tercer personaje apareció muy pronto y vino á reunirse á aquel conciliábulo.

—Dick es hombre de pelo en pecho, dijo Silver al recién venido.

—¡Oh!eso ya me lo sabía yo, replicó una voz que reconocí al punto por la del timonel Israel Hands. Este Dick no tiene un pelo de tonto. Pero vamos allá, prosiguió; lo que yo quiero saber es esto, Barbacoa; ¿tanto tiempo nos vamos todavía á quedar afuera en esta especie de maldito bote vivandero? Yo digo que ya tengo bastante de Capitán Smollet, con mil diablos; ya bastante me ha aburrido, y ya quiero poder instalarme en su cámara; ya quiero sus pickles, ya quiero sus vinos, ya quiero todo eso.

—Israel, le replicó Silver, tú has tenido ahora y siempre cabeza de chorlito.Pero creo que te podrá entrar la razón, ¿no es esto?Abre, pues, las orejas, que bien grandes las tienes para oirme lo que te voy á decir ahora mismo: seguirás durmiendo á proa, y seguirás pasándola penosamente y seguirás hablando con suavidad, y seguirás bebiendo con la mayor mesura hasta que yo dé la voz, y entre tanto te conformarás con lo que te digo.

—Está bien, yo no digo que no, gruñó el timonel. Lo único que yo digo es esto: ¿cuándo? ¡Eso es todo!

—¿Cuándo?¡mil tempestades!, exclamó Silver.Con que cuándo, ¿eh?Pues mira, puesto que lo quieres, voy á decirte cuando.Hasta el último momento que me sea posible: ¡entonces!aquí traemos á un excelente marino, á este Capitán Smollet, que viene dirigiendo en provecho nuestro el bendito buque.Aquí traemos igualmente á ese Caballero y á ese Doctor con su mapa y demás cosas que nos interesan y que ni yo ni Vds.sabemos en dónde diablos las guardan.Enhorabuena; entonces tenemos que aguardar que este Caballero y este Doctor encuentren la hucha y nos ayuden hasta á ponerla á bordo del buque, con cien mil diantres.Entonces veremos.Si yo estuviera bien seguro de Vds. , hijos del demonio, dejaría al Capitán Smollet que nos condujera de vuelta hasta medio camino, antes de dar el golpe definitivo.

—¿Acaso no somos marinos todos los que estamos aquí á bordo?Yo creo que sí, dijo el muchacho Dick.

—Quieres decir que entendemos la maniobra, ¿no es verdad?, prorrumpió Silver.Nosotros podemos seguir una dirección dada, ¿pero quién puede darnos esta?He ahí en lo que se dividen todas las opiniones de Vds.desde el primero hasta el último.En cuanto á mí, si yo pudiera obrar conforme á mi solo deseo, dejaría al Capitán Smollet que nos llevara hasta última hora en nuestro regreso, para no exponernos á cálculos erróneos y á andar luego á ración de agua por esos mares del diablo.Pero yo se muy bien qué casta de bichos son Vds.y...no hay remedio, acabaré con ellos en la isla, tan luego como nos hayan ayudado á poner la hucha á bordo, lo cual es una lástima.¡Que reviente yo en hora mala si no es cosa que enfullina y disgusta el navegar con zopencos como Vds.!

—Eso sí que es hablar por hablar, exclamó Israel.¿Quién te da motivo para enojarte, John?

—¡Hablar por hablar!, replicó exaltado Silver.¿Pues cuántos navíos de alto bordo te figuras tú que he visto al abordaje, y cuantos vigorosos muchachos secándose al sol en la Plaza de los Ajusticiados y todo esto solamente por esta maldita prisa?¿Me oyes bien?Pues mira; yo he visto una que otra cosa en el mar, puedes creerlo, y te digo que si Vds.se limitaran á poner sus velas siguiendo el viento que sopla, llegarían, sin duda, un día al punto de arrastrar carrozas, ¡por supuesto!¡Ah!¡pero no será así!Los conozco muy bien á Vds.Comenzarán por andar de taberna en taberna, ahitos de rom, y mañana ú otro día ya irán por sus pasos contados á hacerse ahorcar.

—Todos sabíamos bien que tú has sido siempre una especie de abad, John.Pero hay otros que han podido maniobrar y gobernar tan bien como tú, dijo Israel.Y sin embargo, á ellos les gustaba un poco el jaleo y la diversión.Ellos no eran tan entonados ni tan severos, después de todo, sino que entraban á la bromita, tomando su parte como camaradas alegres y de buen humor.

—Es verdad, dice Silver, es muy verdad.Sólo que ¿en donde están esos á la hora presente?Pew era de ese jaez y ha muerto de limosnero.Flint era también así y murió de rom en Savannah.¡Oh!muy alegres y muy divertidos que eran, sí señor; pero lo repito, ¿en dónde están ahora?

—Todo eso está muy bien, interrumpió Dick, pero lo que yo pregunto es esto: cuando demos el golpe y tengamos á nuestros hombres pie con mano, ¿qué vamos á hacer con ellos?

—Eso se llama hablar en plata, dijo Silver con un tono de gran admiración.Este muchacho me gusta.¡Al negocio y sólo al negocio!Está bien; pero Vds.¿qué opinan?¿Los dejamos en tierra en esa isla desierta como Robinsones?Eso sería lo que hubiera hecho England.¿Ó los degollamos sencillamente como á cerdos?Este hubiera sido el procedimiento de Flint ó de Billy Bones.

—Billy era el hombre para estas cosas, dijo Israel.“Los muertos no muerden,” solía decir.El muy taimado ya sabe á qué atenerse sobre ese punto, puesto que ya él mismo está debajo de tierra, pero si alguna vez mano alguna fué dura é implacable, esa era sin duda la de Billy.

—Tienes razón, observó Silver, dura, pero pronta. Ahora bien, entendámonos. Yo soy un hombre complaciente, casi un caballero, como Vds. dicen; pero amigos míos, por hoy la cosa es seria. El deber es el deber, y este antes que todo. He aquí cual es mi parecer: matarlosCuando yo me haya convertido en un Lord, y ande tirado en carrozas, no quiero que ninguno de estos tinterillos de primera cámara, se me pueda aparecer un día, cuando menos lo espere, como el diablo á la hora del rezo.Pero lo único que digo es esto: aguardemos, y cuando el tiempo oportuno llegue démonos gusto degollando á uno tras otro.

—¡John, exclamó el timonel, eres todo un hombre!

—Ya dirás eso cuando me veas á la obra, Israel, dijo Silver.Para entonces no reclamo más que una cosa, y es que no me quiten á Trelawney.Quiero darme el placer de cortar con mis propias manos esa cabeza de res.

Y como cortando la conversación repentinamente, añadió:

—Oye, Dick, salta y dame una manzana de aquí del barril, para remojarme un poco el gaznate.

Se comprenderá el espantoso terror que sentí al escuchar esto.Hubiera yo saltado y echado á correr, si hubiera tenido la fuerza suficiente para ello, pero no tuve ni piernas ni ánimo y permanecí inmóvil.Oí que Dick comenzaba á levantarse, pero en el instante mismo alguien lo contuvo y se oyó la voz de Hands, decir:

—¡Oh! ¡deja eso! no vas á chupar semejante pantoque, John.Echemos una ronda de lo fino.

—Tienes razón, Dick, dijo Silver.En el barril del rom tengo puesta una sonda, con su llave respectiva.Llénate una vasija y súbela en seguida.

Terrificado como estaba, no pude impedirme el pensar que así quedaba explicado el misterio de la fuente en que el piloto Arrow bebía las aguas que acabaron por matarle.

Dick se fué por un rato no muy largo, pero durante su ausencia Israel habló al oído del cocinero en voz muy baja pero animada.Yo pude apenas recoger dos ó tres frases, pero en ellas supe, sin embargo, algo interesante, pues además de otras palabras que tendían á confirmarlo, esto llegó muy distintamente á mis oídos:

—Ninguno otro de ellos quiere ya entrar en el negocio.

Claro era, por lo tanto, que todavía nos quedaban hombres leales á bordo.

Cuando Dick volvió, cada uno de los del terno aquel tomó sucesivamente la vasija del rom y le hizo los honores concienzudamente, bebiendo, el uno “¡al buen éxito!” otro “¡por el viejo Flint!” y cerrando Silver la ronda con estas palabras:

¡A nuestra salud!y orza al estribor
¡Presas y fortuna!¡dinero y amor!

En aquel punto cierta claridad cayó sobre mí, adentro del barril; alcé la vista y me encontré con que la luna acababa de aparecer en el cielo, plateaba la gavia de mesana y comunicaba un tinte blanquecino á la palma del trinquete.Casi en el mismo instante la voz del vigía se alzó gritando:

—¡Tierra!¡tierra!


CAPÍTULO XII

CONSEJO DE GUERRA

PASOS precipitados sonaron por donde quiera al grito de ¡tierra! apresurándose todos á subir sobre cubierta, tanto mis amigos de la cámara de popa como las gentes de la tripulación. Yo salté rápidamente afuera de mi barril; me deslicé cubriéndome con la vela de trinquete, dí la vuelta hacia el alcázar de popa y volví sobre cubierta por el camino de todos los demás, á tiempo de reunírmeles en el acto de acudir á proa.

Todo el mundo estaba ya congregado allí.Una cinta de niebla se había alzado casi al mismo tiempo que aparecía la luna.Allá á lo lejos, hacia el sudoeste, divisábamos dos montañas no muy altas, como á unas dos millas de distancia y por encima de una de ellas aparecía una tercera eminencia, notablemente más alta que las otras, y cuya cumbre se miraba todavía envuelta entre las gasas de la niebla.Las tres parecían de figura aguzada y cónica.

Esto fué, á lo menos, lo que yo creí ver, puesto que aún no me recobraba de mis terrores de hacía dos ó tres minutos. En seguida oí la voz del Capitán Smollet dando órdenes. La Española fué puesta unos dos puntos más cerca de la dirección del viento y comenzó á enderezar el rumbo de tal manera que enfilaría precisamente la costa oriental de la isla.

—Y ahora muchachos, dijo el Capitán, cuando la maniobra estuvo ejecutada, ¿alguno de Vds.ha visto esa tierra antes de ahora?

—Yo, dijo Silver.Siendo cocinero de un buque mercante anclamos en ella para proveernos de agua.

—El fondeadero está al Sur, tras un islote, ¿no es esto?, preguntó el Capitán.

—Sí señor, el islote del Esqueleto que le llaman. Este lugar ha sido alguna vez abrigadero de piratas, y un hombre que llevábamos á bordo sabía los nombres de todos aquellos sitios. Aquel cerro al Norte le llaman El Trinquete. Hay tres cerros colocados en línea hacia el Sur y que les llaman, con nombres marinos, El Trinquete, El Mayor y El Mesana. Pero el principal es el más grande, que tiene el pico sumido en la nube. Lo llamaban también el Cerro del Vigía, á causa de la vigilancia que desde su cima mantenían esos hombres, mientras sus embarcaciones permanecían al ancla limpiando sus fondos, con perdón de Vd., porque aquí es donde ellos llevaban á cabo esa operación.

—Aquí tengo un mapa, dijo el Capitán Smollet; vea Vd.si este es el lugar que Vd.dice.

En los ojos de Silver pasó algo como un relámpago de alegría feroz al tomar la carta que le alargaba el Capitán.Pero en el instante mismo en que sus ojos cayeron sobre el papel, le conocí que su esperanza de un segundo sufría una terrible decepción.Aquel no era el mapa encontrado en la maleta de Billy Bones, sino una copia cuidadosa en todos sus detalles, nombres, alturas y sondajes, con la sola excepción de las cruces rojas y de las notas manuscritas. Sin embargo, por aguda que haya sido la contrariedad de Silver, tuvo la presencia de ánimo necesaria para dominarse y aparecer sereno.

—Sí señor, contestó, este es el lugar según entiendo, y muy bien trazado ciertamente.¿Quién habrá sido el autor de esta carta?Los piratas eran demasiado ignorantes, á lo que creo, para poder dibujar esto.¡Ah!¡vamos!aquí está marcado “Ancladero del Capitán Kidd”; precisamente este es el nombre que le dió mi Patrón.Allí existe una fuerte corriente á lo largo de la costa Sud y luego sube en dirección Norte, á lo largo de la costa occidental.Tenía Vd.razón, prosiguió, en ceñir el viento y poner la proa hacia la isla, por lo menos si su intención era que entrásemos luego y carenar allí, porque la verdad es que en todas estas aguas no hay lugar más á propósito que ese.

—Gracias, mi amigo, dijo el Capitán Smollet.Más tarde creo que pediré á Vd.algunos otros informes para ayudarnos en algo.Puede Vd.retirarse.

No pude menos que sorprenderme al ver la sangre fría con que Silver confesaba su conocimiento de la isla.Por mi parte, yo continuaba medio aterrorizado todavía y me sentí más aun cuando ví á aquel hombre acercarse á mí, más y más.Por supuesto que ni remotamente se figuraba que hubiese yo escuchado su conciliábulo desde el fondo de un barril de manzanas, y sin embargo, en aquel punto había yo cogido tal horror de su crueldad, doblez y poderío, que muy mal contuve un estremecimiento nervioso cuando su mano tomó mi brazo mientras él me decía:

—¡Ah, muchachuelo!Aquí tienes un precioso lugar para un chico como tú, en esta isla.Aquí puedes bañarte, trepar á los árboles, cazar cabras monteses, todo lo que quieras.Tú mismo podrás ir como las cabras subiéndote á los más altos peñascos y montañas.¡Ah!créeme que me rejuvenece todo esto y casi casi me iba ya olvidando de mi pierna de palo.Linda cosa es ser uno joven y tener uno sus veinte dedos cabales, puedes estar seguro.Cuando quieras ir á hacer un paseíto de exploración, nada más avísale á tu viejo amigo John y él cuidará de darte tu cestilla de víveres muy bien arreglada, para que la lleves contigo.

Dicho esto me dió una palmada sobre el hombro de la manera más amistosa, se alejó cojeando y se perdió en el interior de las galeras.

El Capitán Smollet, el Caballero y el Doctor Livesey se quedaron conversando junto al alcázar de proa.Á pesar de mi impaciente ansiedad por contarles lo que la casualidad me había hecho oir, no me atreví á interrumpirlos abiertamente.Entre tanto y cuando más absorto estaba yo en mis pensamientos para encontrar alguna excusa probable, el Doctor Livesey me llamó.Habíasele olvidado su pipa abajo en la cámara, y, como era un verdadero esclavo del tabaco, me iba á indicar que bajara á traérsela, sin duda.Pero en cuanto que estuve bastante cerca de él para que me oyese él solo, le dije rápidamente:

—Doctor, permítame Vd.que le hable.Llévese consigo al Capitán y al Caballero inmediatamente abajo á la cámara, y con cualquier pretexto manden Vds.por mí.Tengo nuevas terribles.

El Doctor pareció desconcertarse por un instante, pero en el acto fué otra vez dueño de sí mismo.

—Gracias, Jim, dijo en voz bien alta; eso es todo lo que quería saber.Fingía, con esto, haberme hecho alguna pregunta á la que yo hubiese respondido.

En seguida giró sobre sí mismo y se volvió á reunir al grupo de que formaba parte.Hablaron los tres por algunos momentos y aun cuando ninguno de ellos dió muestras de sobresalto ni levantó la voz, me pareció evidente que el Doctor Livesey les acababa de comunicar mi súplica, porque lo primero que llegó á mis oídos fué que el Capitán daba órdenes á Job Anderson y el silbato sonó luego llamando sobre cubierta á toda la tripulación.

—Muchachos, dijo el Capitán en cuanto que todos estuvieron reunidos; tengo dos palabras que decir á Vds. Esa tierra que acabamos de ver es el lugar de nuestro destino. El Patrón de este buque, hombre muy liberal y generoso, según todos lo sabemos por experiencia, acaba de hacerme dos preguntas que yo he podido contestar diciéndole que cada marinero de esta goleta ha cumplido con su deber, desde el tope hasta la cala, de tal manera que nada mejor pudiera pedirse. Por tal motivo él, el Doctor y yo, vamos á la cámara á beber á la salud y buena suerte de todos ustedes, mientras que á Vds. se les servirá un buen grog para que brinden, á su vez, por nosotros. Yo les daré á Vds. mi opinión sobre esto: yo lo encuentro magnífico. Si Vds. son de mi parecer, les propondré, pues, que envíen un buen aplauso al caballero que así se porta.

El aplauso se dejó oir, esto era claro; pero estalló tan compacto y tan cordial, que confieso que me fué difícil convencerme de que aquellos mismos que lo daban estaban arreglando tramas infernales contra nuestras vidas.

—¡Un aplauso más por el Capitán Smollet!, gritó Silver cuando el último hubo cesado.

Lo mismo que el anterior, este segundo aplauso parecía enteramente sincero y voluntario.

Apenas pasado esto los tres caballeros bajaron á la cámara y no pasó mucho rato sin que enviasen un recado diciendo que se necesitaba á Jim Hawkins en el salón.

Encontrélos á todos tres en torno de la mesa, con una botella de vino español y algunas uvas delante de ellos; el Doctor fumando fuerte y con la peluca puesta sobre sus rodillas, lo cual me constaba que era un signo de agitación en él.La ventanilla de popa estaba abierta porque la noche era bastante cálida, y podía verse perfectamente desde dentro el resplandor de la luna cintilando sobre la estela de nuestro buque.

—Ahora bien, Hawkins, díjome el Caballero, parece que tienes algo que decirme: habla ya.

Hícelo como se me mandaba y, sin alargarme demasiado, conté todos los detalles de la conversación de Silver.Ninguno trató de hacer la más pequeña interrupción hasta que todo lo hube dicho; ni ninguno tampoco hizo movimiento de ninguna especie, sino que todos tres mantuvieron sus ojos clavados en mi semblante desde el principio hasta el fin de mi narración.

—Siéntate, Jim, díjome el Doctor.

Hiciéronme lugar entonces á la mesa, junto á ellos, sirviéronme un vaso de vino y me pusieron en las manos un gran racimo de uvas; y todos tres, con un saludo cordial, bebieran á mi salud, felicitándome por mi valor y por mi buena suerte.

—Ahora, Capitán, dijo el Caballero, es ya tiempo de proclamar que Vd.estaba en lo justo y yo estaba equivocado.Me declaro sencillamente un borrico y espero las órdenes de Vd.

—Nadie más borrico que yo, replicó el Capitán.Yo no he visto jamás tripulación alguna tramando una rebelión que no deje escapar perceptiblemente algunos signos de su descontento, de manera que todo hombre que no es ciego puede ver el peligro y tomar las medidas necesarias para evitarlo.Pero confieso que esta tripulación derrota toda mi experiencia.

—Capitán, dijo el Doctor, con su permiso diré que esta es obra de Silver y que este es un hombre muy notable.

—Me parece que muy notable aparecería colocado en un peñol de las vergas, replicó el Capitán.Pero esto no es más que charla que no conduce á nada.He fijado mi atención en tres ó cuatro puntos y con permiso del Sr. de Trelawney voy á exponerlos.

—Caballero, dijo el Sr. Trelawney en un tono solemne, Vd.es el Capitán y á Vd.es á quien toca hablar.

—Primer punto, comenzó el Capitán Smollet: tenemos que seguir adelante porque es ya imposible retroceder.Si esto último se intentara la rebelión estallaría inmediatamente.Segundo punto: tenemos á nuestra disposición tiempo hasta que se encuentre ese tesoro.Tercer punto: todavía nos quedan hombres leales á bordo.Ahora bien, señores, es una cosa que no tiene remedio el que tarde ó temprano debamos entrar en hostilidades.Hay que tomar, pues, á la calva ocasión cuando nos presente sus cabellos, es decir, propongo que seamos nosotros los que rompamos el fuego, el día más á propósito y cuando ellos menos lo esperen. Me parece, Sr. de Trelawney que podremos fiar en los criados de su casa, ¿no es verdad?

—Tanto como en mí mismo, declaró el Caballero.

—Tres, dijo el Capitán, y con nosotros cuatro, somos ya siete, incluyendo á Hawkins.¿Y cuántos serán los hombres leales?

—Muy probablemente, replicó el Doctor, han de ser los contratados personalmente por Trelawney antes de que se hubiera echado en brazos de Silver.

—No por cierto, replicó el Caballero.Hands es uno de esos hombres.

—Yo hubiera creído que podríamos tener fe ciega en este último, dijo el Capitán.

—¡Y pensar que todos ellos son ingleses!, prorrumpió el Caballero, ¡Señores, crean Vds.qué ganas me vienen de hacer volar este buque!

-Pues bien, señores, agregó el Capitán, lo mejor que yo puedo decir ahora es bien poco.Debemos tenernos por advertidos y mantener la más expecta vigilancia.Esto es desagradable para un hombre, yo lo sé.Preferiría, por lo mismo, que desde luego se rompieran las hostilidades, pero no tendremos ayuda suficiente para que no sepamos cuales son nuestros hombres.Estémonos quietos y esperemos la oportunidad; ese es mi parecer.

—Este Jim, dijo el Doctor, puede sernos más útil que todo lo demás que hagamos.El enemigo no tiene ninguna mala voluntad respecto de él y yo sé que él es un chico muy observador.

—Hawkins, añadió el Caballero, en tí pongo una fe ciega y completa.

Al oir esto no dejaba de comenzar á sentirme punto menos que desesperado porque me sentía sin apoyo enteramente.Y sin embargo, por un extraño encadenamiento de circunstancias, no fué sino por mi conducto por el que todos nos salvamos.En el entretanto, por más vueltas que se le diera al asunto, el hecho es que de veintiséis hombres á bordo, no había sino siete con los que se pudiera contar, y todavía de esos siete uno no era más que un niño; de suerte que, en realidad, los hombres hechos y derechos que teníamos de nuestro lado eran seis, para diez y nueve de nuestros enemigos.


PARTE III

MI AVENTURA DE TIERRA

CAPÍTULO XIII

CÓMO EMPEZÓ LA AVENTURA

CUANDO subí sobre cubierta á la mañana siguiente, el aspecto de la isla había cambiado en gran manera. Aun cuando la brisa de la víspera había cesado ya, el camino hecho durante la noche era muy considerable y á la sazón nos encontrábamos detenidos como á una media milla al Sudeste de la costa baja oriental. Bosques de un color pardo cubrían una gran parte de la superficie de aquella tierra. Sin embargo, ese tinte se interrumpía aquí y acullá por las listas amarillentas de la arena, en los terrenos más bajos y por algunos árboles más elevados, de la familia de los pinos, que se alzaban sobre las copas de los otros, algunos de ellos aislados y dispersos, otros reunidos; pero el aspecto y el colorido general de la isla era triste y uniforme. Los cerros se alzaban libremente por encima de la vegetación, en espirales de desnudas rocas. Todos eran de extraña configuración y el del “Vigía” que sobrepasaba en trescientos ó cuatrocientos pies á la eminencia próxima á él en elevación, era probablemente el de aspecto más raro, alzándose casi derecho, por todos lados y apareciendo después cortado repentinamente en la cima, como si fuese un pedestal listo para recibir una estatua.

La Española vaciaba á torrentes sus imbornales en la agitada superficie de un mar de levaLos botalones chocaban con los motones, el timón golpeaba de un lado y otro y todo el navío rechinaba y parece que gemía y temblaba como una gran fábrica en operación.Yo me veía obligado á asirme á los brandales de los masteleros con todas mis fuerzas y sentía que el mundo entero daba vueltas vertiginosamente en torno de mi cabeza, porque aun cuando yo era ya un marino bastante bueno, cuando el buque iba en marcha, aquella movible inmovilidad (permítaseme la frase), aquel meneo desesperante sin salir de un punto y aquel verme rodado de aquí para allá como una botella suelta, fueron cosas que jamás afronté sin sentirme desfallecido, sobre todo en la mañana y cuando el estómago estaba completamente vacío.

Quizás fué por esto; tal vez fué por el aspecto de la isla con sus cenicientos y melancólicos bosques, con sus salvajes espirales de rocas y con su marejada que podíamos ver y oir quebrándose tronante y espumosa en la escarpada costa; el hecho es que, aunque el sol brillaba claro y ardiente y los pájaros costaneros pescaban y gritaban alegremente en torno nuestro, y aun cuando era de creerse que después de tantos días de no ver más que agua y cielo todos deberían sentirse contentos de saltar á tierra, mi valor y mi sangre toda, como dice el adagio, se habían bajado á los talones, y desde el primer instante en que mis ojos la veían, aquella esperada Isla del Tesoro me inspiraba el más profundo y cordial aborrecimiento.

Tuvimos que afrontar aquella mañana, de todas maneras, un trabajo ímprobo y pesado. No había la menor traza de viento y hubo necesidad, en consecuencia, de echar los botes al agua y ponerlos al remo para remolcar la goleta en una extensión de tres ó cuatro millas rodeando la isla hasta penetrar por el estrecho paso que nos condujo á la rada ó abrigo que se abre tras del Islote del EsqueletoYo me ofrecí espontáneamente para uno de los botes, en el cual, como es de suponerse, nada tenía que hacer.El calor era sofocante y los hombres al remo gruñían abiertamente á causa de su tarea.Ánderson tenía el mando del bote en que yo iba y en lugar de conservar á su tripulación en orden, gruñía él mismo tan alto y tan groseramente como el que más.

—Pero no hay cuidado, dijo con una blasfemia; al fin esto no es para siempre.

Parecióme este un malísimo signo, porque lo cierto es que hasta aquel día nuestros hombres habían desempeñado sus tareas voluntaria y vigorosamente; pero la sola vista de la isla había ya bastado para relajar las cuerdas de la disciplina.

Durante toda esta travesía Silver se estuvo junto al timonel y dirigió, en realidad, el buque.Él conocía el paso como la palma de su mano y así es que, aun cuando el hombre que estaba maniobrando á las cadenas encontró por todas partes más agua de la que marcaban los sondajes del mapa, John no vaciló ni un solo momento.

—Hay siempre un grande arrastre con el reflujo, dijo él, y este paso ha sido, puede decirse, ahondado como con un azadón.

Llegamos, por fin, al punto preciso marcado en el mapa como ancladero, como á un tercio de milla de las costas, de la isla principal, por un lado, y del Islote del Esqueleto por el otro. El fondo era arena pura. Cuando nuestra ancla se sumergió en el agua, se levantó una verdadera nube de aves acuáticas revoloteando y chillando sobre nuestras cabezas, lo mismo que sobre los árboles, pero un minuto después habían vuelto á sus nidos y todo había quedado de nuevo en el más completo silencio.

Nuestro fondeadero estaba enteramente rodeado de tierra, sepultado en medio de bosques por todos lados, cuyos árboles bajaban hasta la marca más alta de la pleamar; las playas eran casi enteramente llanas y allá, en una especie de anfiteatro distante; se divisaban las cimas de las montañas, una aquí, otra más allá.Dos riachuelos ó más bien dos pantanos, desaguaban en aquel que muy bien pudiéramos llamar estanque.En cuanto al follaje en torno de aquella parte de la playa, presentaba yo no sé qué especie de ponzoñoso brillo.

Desde á bordo no alcanzábamos á ver nada de la casa ó estacada que había allí, porque estaban demasiado ocultas entre la espesura de los árboles y á no haber sido por la carta que nos acompañaba hubiéramos podido creer muy bien que nosotros éramos los primeros que arrojábamos el ancla en aquel sitio desde que la isla brotó del fondo de las aguas.

No soplaba ni la más pequeña ráfaga de viento, ni se oía más sonido que el de la resaca tronando á media milla de distancia sobre las playas, contra las abruptas peñas de las costas.Sentíase un olor peculiar y desagradable, en donde estábamos anclados, olor como de hojas y troncos de árboles en putrefacción.Yo pude observar que el Doctor absorbía aire y hacía muecas con la nariz, como las que puede hacer uno que está probando un manjar ingrato.

—Yo no respondo de que aquí haya ó no tesoros, dijo, pero en cuanto á fiebres, apuesto mi peluca á que este es un semillero de ellas.

Entre tanto, si la conducta de los marineros era alarmante en el bote, se hizo ya realmente amenazadora cuando volvieron á bordo de la goleta.Estábanse agrupados sobre cubierta y refunfuñando en medio de su conversación.La orden más insignificante era recibida con miradas torvas y murmuraciones entre dientes y no se la obedecía sino con verdadera negligencia.Es posible que aun los no contaminados en el motín, se hubiesen ya contagiado con la relajación de la disciplina, porque lo cierto es que no había á bordo hombre alguno á propósito para corregir á otros.La rebelión—esto era palpable—estaba ya suspensa sobre nuestras cabezas como una tempestad próxima á desencadenarse.

Y no sólo los pasajeros de cámara éramos los que comprendíamos el peligro.John Silver trabajaba infatigablemente yendo de grupo en grupo, distribuyendo consejos a todos y siendo un modelo verdadero con su ejemplo de sumisión y dulzura.Nada podía igualarse en aquellos momentos á su comedimiento y cortesía; era una perenne sonrisa la que había en sus labios para todos y cada uno de nosotros.Si se le mandaba algo, al punto saltaba sobre su muleta, clamando con el tono más complaciente del mundo: “¡Corriendo, corriendo, señor!” Y cuando no había nada especial que hacer, él cantaba una canción tras de otra como si tratara de ocultar con ellas el descontento de los demás.

De todos los detalles sombríos de aquella tenebrosa tarde, esa notoria ansiedad de John Silver se me figuraba el peor de todos.

Celebramos consejo otra vez en el gabinete de popa.

—Señores, dijo el Capitán, si aventuro la más insignificante orden, la tripulación entera se nos viene á las barbas.Aquí tienen Vds.lo que pasa: se me da una respuesta áspera, ¿no es esto?Pues bien, si replico en un tono más alto, las cuchillas saldrían luego á relucir á mandobles.Si no hago esto, si me callo, Silver notará al punto que hay algo por debajo de nuestro silencio y entonces queda todo el juego descubierto.Ahora bien: no hay más que un hombre en quien podamos fiar en la situación actual.

—¿Y quién es él?, preguntó el Caballero.

—Silver, replicó el Capitán.Él está tan impaciente como Vds.y como yo mismo de sofocar las cosas.Lo que hay es un disgusto; pronto él les hablará á sus hombres para calmarlos si se le presenta la ocasión.Lo que yo propongo, en consecuencia, es darle la oportunidad que busca.Vamos dejándolos que pasen una tarde en tierra.Si todos se van, está bien, nosotros pelearemos encastillados en nuestro barco.Si ninguno quiere bajar, entonces nos mantenemos en nuestra cámara de popa y Dios ayude la buena causa.Si algunos van, acuérdense Vds.de lo que les digo, Silver los volverá á bordo más mansos que unos corderos.

Así se acordó.Al mismo tiempo se proveyó á todos los hombres de confianza de pistolas cargadas; Hunter, Joyce y Redruth fueron puestos en autos de lo que pasaba y por fortuna recibieron la confidencia con menos sorpresa y más valor del que nos habíamos figurado; con lo cual, el Capitán fuese sobre cubierta y arengó á la tripulación.

—Muchachos, les dijo, hemos tenido un día sofocante y todos estamos cansados y sin alientos de nada.Yo creo, sin embargo, que un paseo por la playa no le hará mal á ninguno: los botes están todavía á flote.Pueden Vds.tomar los esquifes y, todos los que gusten, ir á tierra por el resto de la tarde.Yo tendré cuidado de disparar un cañonazo media hora antes de la puesta del sol.

Yo me supongo que aquellos malvados han de haberse figurado que todo era desembarcar y caer sin más ni más sobre el tesoro, porque en un instante todos ellos echaron instantáneamente el mal humor á paseo y prorrumpieron en un aplauso y en un hurra espontáneo, tan estruendoso, que despertó los ecos dormidos de una de las montañas distantes y produjo un nuevo levantamiento de aves que revolotearon y chillaron otra vez en número infinito en torno nuestro.

El Capitán era demasiado vivo para saber lo que convenía en aquellos críticos momentos, así es que, sin aguardar respuesta alguna se eclipsó como por encanto, dejando á Silver el cuidado de arreglar la partida, en lo cual creo que obró perfectísimamente.Si se hubiera quedado un momento más sobre cubierta le hubiera sido imposible prolongar por más tiempo su pretendida ignorancia de lo que sucedía.Esto era ya claro como la luz meridiana.Silver era el Capitán y disponía de una imponente tripulación de rebeldes.Los hombres aun no corrompidos (y pronto iba yo á ver la prueba de que los había á bordo) deben haber sido unos hombres de muy poco talento.O, por lo menos, supongo que la verdad era que todos estaban disgustados por el ejemplo de los cabecillas, sólo que unos lo estaban más que otros, y que, algunos de ellos, siendo en el fondo buenos sujetos, no podían ser ni convencidos ni arrastrados á ir más allá que el simple disgusto. Una cosa es sentirse con lasitud y mal humor y otra muy diferente el pensar en apoderarse de un navío asesinando á un buen número de personas inocentes.

Por fin la partida quedó organizada.Seis de ellos se quedaron á bordo y los trece restantes, incluyendo á Silver comenzaron á embarcarse.

Fué entonces cuando me ocurrió la primera de las insensatas ideas que contribuyeron á salvar nuestras vidas.Si Silver dejaba á seis de sus hombres, era claro que nuestro grupo no podía montarse en la goleta, en pie de guerra, como en una fortaleza; y no siendo los de la dicha reserva más que seis, era también indudable que el bando de popa no necesitaba por el momento de ninguna ayuda.Ocurrióseme, pues, instantáneamente el ir á tierra.En un abrir y cerrar de ojos me deslicé sobre la balaustra y dejándome correr por una de las escotas de proa, caí dentro de uno de los botes en el instante mismo en que se ponía en movimiento.

Ninguno notó mi presencia; sólo el remero de proa me dijo:

—¡Ah!¿eres tú Jim?Baja bien la cabeza.

Pero Silver desde el otro bote comenzó á lanzar miradas penetrantes é investigadoras para tratar de averiguar si era yo el que iba allí.Desde ese mismo instante comencé á arrepentirme de lo que había hecho.

Los dos grupos de marineros se divertían remando á cual más fuerte, en una especie de carrera de apuesta, á cuál de los botes llegaba primero á la playa. Mas como el bote que me había cabido en suerte ocupar había recibido mayor empuje, estaba más ligero é iba mucho mejor remado, muy pronto dejó muy atrás á su competidor. La proa ya había atracado en medio de los arbustos de la playa; ya me había yo cogido de una rama y lanzádome hacia fuera, emboscándome en el acto en el matorral más próximo, cuando Silver y los suyos estaban todavía á unas cien yardas detrás.

—¡Jim, Jim!, le oí que me gritaba.

Pero ya se supondrá que no hice maldito el caso de sus gritos.Brincando, agazapándome, rompiendo breñas, corrí y corrí por el terreno que se me presentaba delante, al acaso, desaforadamente, hasta que materialmente ya no pude más.


CAPÍTULO XIV

EL PRIMER GOLPE

ME sentía yo tan satisfecho de haber dejado á Silver con un palmo de narices, que ya comenzaba á recrearme y á pasear mis ojos ávidamente por la extraña tierra en que me encontraba.

Había cruzado ya un trecho cenagoso, lleno de sauces, juncos, feos y lodosos arbustos de vegetación más acuática que de tierra, y acababa de llegar á las faldas de un terreno abierto, ondulado y arenoso, como de una milla de largo, dotado con uno que otro pino y un gran número de árboles tortuosos, no muy diferentes del roble en su configuración, pero de hojas pálidas como las del sauce.En el término abierto de aquel terreno se alzaba uno de los cerros, con dos picos extraños, fragosos y escarpados que reverberaban vívidamente al sol.

Por la primera vez de mi vida sentía el gozo y la emoción del explorador.La isla estaba deshabitada.Mis camaradas quedaban á la espalda y nada viviente tenía ante mis ojos sino eran animales de tierra y aire, mudos para mí.Aquí y acullá se alzaban algunas plantas en flor que me eran totalmente desconocidas; más allá veía culebras una de las cuales alzó su cabeza sobre su nido de piedra, miróme y lanzó una especie de silbido muy parecido al zumbar de una peonza. Bien ajeno estaba yo de que aquel enemigo llevaba la muerte consigo y que su silbido no era otra cosa que el famoso cascabel.

Llegué, en seguida, á un espeso grupo de aquellos árboles á manera de robles cuyo nombre, según lo supe después, era el de árbol de la vida, que crecían bajos, entre la arena, como zarzas, con sus brazos curiosamente trenzados y con sus hojas compactas como una pasta artificial.El monte se alargaba hacia abajo desde la cima de una de las lomas arenosas, desplegándose y creciendo en elevación conforme bajaba, hasta llegar á la margen del ancho y juncoso pantano, á través del cual desaguaba, en el fondeadero, el más pequeño de los riachuelos que morían en él.El marjal vaporizaba bajo los ardientes rayos de un sol tropical, y la silueta del “Vigía” palpitaba con las rápidas ondulaciones de la bruma solar.

De repente comenzó á notarse cierto bullicio entre el juncal de la ciénaga: un pato silvestre se levantó gritando; otro le siguió, y muy pronto se vió sobre toda la superficie del marjal una nube verdadera de pájaros revoloteando, gritando y revolviéndose en el aire.Desde luego supuse que alguno de mis compañeros de navegación, debía de andar cerca de los bordes del pantano, y no me engañé, en mi suposición, pues muy pronto llegaron hasta mí los rumores débiles y lejanos de una voz humana que, mientras más escuchaba, más distinta y más próxima llegaba á mis oídos.

Esto me infundió un miedo terrible y ya no pude más que agazaparme bajo la espesura del más cercano grupo de árboles de la vida que se me presentó, y acurrucarme allí, volviéndome todo oídos, y mudo como una carpa.

Otra nueva voz se dejó oir contestando á la primera y luego ésta, que conocí luego ser la de Silver, se alzó de nuevo y se desató en una verdadera avalancha de palabras que duró por largo tiempo interrumpida apenas de vez en cuando por una que otra frase de la otra voz.Á juzgar por las entonaciones deben haber estado hablando acaloradamente, tal vez con ira, pero ninguna palabra llegó distintamente á mis oídos.

Al fin los interlocutores hicieron, al parecer, una pausa y tal vez, supuse yo, se habrían sentado, porque no sólo sus voces cesaron de aproximarse, sino que los pájaros empezaron ya á aquietarse y la mayor parte de ellos á volver á sus nidos en el pantano.

Comencé entonces á temer que estaba yo faltando á las obligaciones que voluntariamente me había impuesto, por el solo hecho de haber venido á tierra con aquellos perdidos, y á decirme que lo menos que podía hacer era escuchar sus conciliábulos, acercándome á ellos, tanto como me fuese posible, á favor de los espesos zarzales y de los árboles echados por tierra.

Me era fácil fijar la dirección de los dos interlocutores, no sólo por el sonido de sus voces sino también por el cálculo que me permitían hacer los pocos pájaros que todavía revoloteaban alarmados sobre las cabezas de los intrusos.

Marché agazapado, en cuatro pies, y muy callandito, pero muy en derechura hacia ellos, hasta que, por último, alzando un poco la cabeza á la altura de un pequeño claro entre el ramaje, pude ver distintamente, en el borde de una pequeña hondonada cubierta de verdura, cerca del pantano y respaldada por los árboles, á John Silver y á otro de los de la tripulación, conversando frente á frente.

El sol caía de lleno sobre ambos.Silver había arrojado á un lado su sombrero, sobre el césped, y toda su enorme, rasa y rubicunda cara, sudorosa y brillante con el calor, estaba fija en el semblante de su interlocutor como en demanda ó espera de alguna cosa.

—Mira, camarada, decía Silver, si yo no creyera que tú valías oro en polvo, puedes creerlo como lo digo, oro en polvo, sí señor, yo no te habría traído á este negocio cuando ya está caliente como perol de brea hirviendo.Si así no fuera, yo no estaría aquí previniéndote.Todo está ya dispuesto y listo y tú no puedes ni hacer ni remediar nada.Si yo trato de convencerte es sólo para salvarte el pescuezo, pues puedes tú creer que si alguno de aquellos salvajes lo supiera, ¿dónde estaría yo, Tom, dónde estaría yo?

—Silver, replicó el otro (y yo pude observar que no solamente tenía roja la faz, sino que también su voz era ronca como la de un cuervo, y oprimida como por una cuerda muy apretada), Silver, Vd.es ya viejo, Vd.es honrado ó pasa al menos por tal, Vd.tiene además una fortunita que infinitos marinos le envidiarían, Vd.es valiente, si no me equivoco.Pues bien, dígame Vd., ¿va Vd.á dejarse gobernar por esa caterva de sucios lampazos?¡Yo creo que no!Y tan cierto como que Dios me ve en este momento, preferiré que me arranquen la mano antes que faltar á mi deber...!

Repentinamente fué su palabra interrumpida por un ruido inesperado.Acababa yo de ver á unos de los hombres honrados de á bordo y acto continuo iba á tener noticias de otro de ellos. Allá á lo lejos, al otro lado del pantano, se oyó súbitamente un rumor como un grito de angustia, luego otro y después un largo y horroroso alarido. Las rocas del “Vigía” lo repitieron con sus ecos varias veces; la bandada de aves acuáticas tornó á alzarse de nuevo, nublando el cielo, con un chillido simultáneo, y todavía aquel alarido de muerte no cesaba de vibrar en mi cerebro, cuando el silencio había ya restablecido su imperio y no se escuchaba más rumor que el suave aleteo de los pájaros bajando de nuevo á sus nidos y el murmullo distante de la marea perturbando débilmente la languidez de la tarde.

Al resonar aquel grito de suprema angustia, Tom se había puesto en pie de un salto, como un caballo que siente el acicate, pero Silver no había siquiera pestañeado.Quedóse en donde estaba, apoyándose apenas en su muleta y con los ojos clavados en su compañero como una víbora lista para abalanzarse.

—¡John!, gritó el marinero, extendiendo su mano hacia Silver.

—¡No me toques!, replicó éste, saltando hacia atrás como una yarda, según me pareció, con toda la destreza y seguridad de un gimnasta de profesión.

—No lo tocaré, si Vd.lo quiere así, John Silver; dijo Tom.Sólo una conciencia negra puede hacer que me tenga Vd.miedo; pero en nombre del cielo, dígame Vd., ¿qué ha sido ese grito?

Silver sonrió de una manera horrorosa, siniestra, pero sin perder su actitud cautelosa y expectante.Sus ojos, de ordinario pequeños, no eran en aquel momento más que unos puntos como la cabeza de un alfiler en su inmensa caraza, pero relampagueando como dos carbunclos.

—¿Ese grito?, dijo aquella furia, ese grito me supongo que ha sido de Alán.

Al oir esto el pobre Tom prorrumpió como un héroe:

—¿Alán?...¡Descanse, pues, en paz esa alma de marino leal!Por lo que hace á Vd.Silver, Vd.ha sido hasta hoy un camarada mío, pero desde hoy ya no lo es Vd.!Si me mata como á un perro ¡qué importa!moriré cumpliendo con mi deber.¿Conque ha hecho Vd.matar al pobre Alán, no?¡Pues máteme también á mí, si puede, le desafío á ello!

Y al decir esto aquel bravo y leal muchacho, volvió la espalda al cocinero y se puso en marcha, dirigiéndose hacia la playa.Sin embargo, no era su destino el ir muy lejos.Con un grito salvaje John se afianzó á la rama de un árbol, se sacó violentamente la muleta de bajo el brazo y lanzó aquel improvisado proyectil, con una fuerza inaudita, zumbando por el viento y alcanzando al pobre Tom á quien golpeó con horrible violencia entre los dos hombros, en medio de la espalda.Sus manos se agitaron en el aire, dió una especie de boqueada y cayó de frente contra el suelo.

Nada podré decir sobre si aquel golpe fué mortal ó no.Sin embargo, á juzgar por el sonido, es casi seguro que la espina fué rota con el choque; pero no tuvo tiempo para recobrarse en lo más mínimo, porque Silver, ágil como un orangután, aunque sin muleta ni ayuda alguna, cayó sobre su víctima en un momento y en menos tiempo del que tardo en contarlo había ya hundido dos veces su largo cuchillo hasta la empuñadura, en aquel desdichado inerme. Desde mi escondite de arbustos pude oir los resoplidos feroces de su respiración al sepultar su arma innoble en aquel cuerpo sin defensa.

Yo no sé hasta qué punto tendrá un hombre el derecho de desmayarse, pero si sé que por cierto tiempo, en aquel instante, me pareció que el mundo entero daba vueltas en derredor de mí, en un remolino nebuloso; Silver y los pájaros y el altísimo “Vigía” danzaban ante mis ojos en un torbellino, todos invertidos, mientras mil campanas diferentes, mezcladas con ecos distantes, repicaban furiosamente en mis oídos.

Cuando me hube recobrado un poco, el monstruo ya se había compuesto y organizado de nuevo, por decirlo así, con su sombrero sobre la cabeza y su muleta bajo el brazo. Junto á él yacía precisamente el cuerpo inmóvil é inanimado del pobre Tom, sobre la tierra, sin que su asesino se ocupara por eso en lo más mínimo, pues lo pude ver que, con una calma verdaderamente satánica, limpiaba en el césped la sangre de que estaba empapada la hoja de su puñal. Todo lo demás continuaba en el mismo estado, sin el menor cambio: el sol radiando despiadadamente sobre el marjal que vaporizaba y sobre el alto pico de la montaña. Y á mí me parecía imposible persuadirme de que un asesinato se acababa de cometer allí, delante de mis ojos, que una vida humana había sido brutalmente segada en mi presencia misma.

Ví luego á John Silver llevarse la mano á la bolsa, sacar un silbato y hacer vibrar varias veces sus moduladas notas que volaron á través de la atmósfera caliginosa.No me era posible, por de contado, explicarme la significación de aquella señal, pero sí me dí cuenta de que con ella se despertaban de nuevo todos mis temores antecedentes. Los demás hombres iban á acudir y estaba, pues, en peligro de ser descubierto. Acababan de asesinar á dos de nuestros leales y honrados hombres, ¿no era muy posible que después de Tom y Alán me tocase el turno á mí?

En un abrir y cerrar de ojos me comencé á internar, agazapado siempre y con todo el silencio y velocidad que me fuera posible, hacia la parte del monte más abierta.Mientras ejecutaba este movimiento, pude oir todavía saludos cambiados entre el viejo pirata y sus camaradas, y á este rumor, indicante claro de mi peligro, sentí que me nacían alas en los pies.No bien estuve fuera de la espesura, eché á correr como jamás había corrido antes en mi vida, sin cuidarme de la dirección que seguía, sino en cuanto que ella me alejaba de los asesinos, y mientras más corría, el miedo más y más se agigantaba en mi alma hasta tornarse en un verdadero frenesí de terror.

Y en verdad, ¿podía haber alguien en situación más perdida de todo punto que la mía? Cuando tronase el cañonazo ofrecido, ¿cómo iba yo á atreverme á presentarme en los botes, en medio de aquellos entes infernales, cuyas manos humeaban todavía con la sangre de sus víctimas? ¿Acaso el primero de ellos que me viera no iba á torcerme el cuello como á una agachona? ¿Acaso mi sola ausencia no era ya para ellos una evidencia de mi alarma, y por consiguiente, de mi fatal conocimiento de los hechos? Todo, pues, había concluído para mí. ¡Adiós La Española, adiós el Caballero, el Doctor y el Capitán!¡Nada me quedaba ya que esperar sino la muerte por inanición, ó á manos de los sublevados!

Mientras esto pensaba, no cesaba de correr, y sin darme cuenta de ello, me encontraba ya cerca del pie de uno de los pequeños picos, y habíame internado á una parte de la isla en que los árboles de la vida crecían más distantes unos de otros y se asemejaban más á verdaderos árboles de bosque por su corpulencia y dimensiones. Entremezclados con estos había uno que otro pino, algunos de ellos como de cincuenta pies de altura y otros como hasta de setenta. El aire tenía ya aquí también un olor más fresco que allá abajo cerca del pantano.

Pero al llegar á este sitio, una nueva alarma me esperaba, que me hizo sentir el corazón á punto de escapárseme del pecho.


CAPÍTULO XV

EL HOMBRE DE LA ISLA.

DE uno de los lados del cerro que era, en aquel sitio, escarpado y pedregoso, un guijarro se desprendió por el cauce seco de una de las vertientes cascajosas, saltando, rebotando y haciendo estrépito en sus choques repetidos contra árboles y piedras. Volví los ojos instintivamente en aquella dirección y ví una forma extraña moverse y ocultarse tras del tronco de uno de los árboles. ¿Era aquello un oso, un hombre, ó un orangután? Me era imposible decirlo. Me parecía negro y velludo; pero esto era lo único de que me podía dar cuenta en aquel momento. Sin embargo, el terror de esta nueva aparición me hizo contenerme en mi carrera.

Me veía, según toda probabilidad, cortado por el frente y por la retaguardia: detrás de mí, los asesinos, y delante aquella forma indescriptible que me acechaba.En el acto comencé á preferir los peligros que me eran conocidos á aquellos que aparecían velados.El mismo Silver se me figuraba ya menos terrible comparándolo con aquella extravagante criatura, especie de gnomo de la montaña, y así fué que, sin más vacilaciones le volví la espalda, no sin volverme azoradamente para verle sobre el hombro, y comencé á correr de nuevo, esta vez en dirección de los botes.

Pero en pocos segundos la horrible figura, después de dar una gran vuelta, se me igualó en la carrera y aun comenzó á avanzar delante de mí.Yo estaba bien exhausto ya, no cabía duda, pero aun cuando hubiese estado fresco y descansado, ví muy pronto que era una locura el pretender luchar en velocidad con adversario semejante.De un tronco á otro aquella extraña criatura parecía volar como un ciervo, corriendo á semejanza del hombre, en dos pies, pero diferenciándose de la carrera humana en que como ciertas aves se dejan ir en el espacio por largo tiempo con las alas cerradas, esta se deslizaba á trechos hacia abajo por la pendiente, de una manera fantástica, maravillosa é inexplicable para mí.Y sin embargo, era un hombre, ya no me era posible dudarlo por más tiempo.

Vínome á la imaginación en el acto todo cuanto había oído ó leído sobre caníbales y aun estuve á punto de gritar ¡socorro!Pero el mero hecho de ser aquel un hombre, aunque fuese un salvaje, me había ya serenado un poco, y el miedo que Silver me inspiraba reapareció vivo y formidable en mi ánimo.Me detuve, pues, por el momento, y buscando en mi atribulada imaginación alguna puerta de salvamento ó de escape, me acordé, de pronto, de la pistola que llevaba conmigo.Y no hice más que recordar que no estaba tan indefenso, y sentí que el valor volvía á mi corazón, y dando el rostro resueltamente al hombre de la isla, marché hacia él con paso vigoroso.

En este momento él estaba oculto tras de otro tronco de árbol, pero debe haberse estado espiándome muy atentamente, porque tan luego como yo me adelanté hacia donde él estaba, se mostró de repente y dió un paso para venir á mi encuentro.Pero acto continuo vaciló, dió algunos pasos hacia atrás, luego otros hacia mí de nuevo, hasta que, por último, con extraordinaria sorpresa y confusión mía, le ví caer de rodillas y tenderme en ademán suplicante sus manos enclavijadas:

Al ver esto, torné á detenerme indeciso.

—¿Quién es Vd.?, le pregunté.

Á lo cual se apresuró él á contestarme con una voz ronca, opaca, como el rumor que produjese una cerradura enmohecida y en desuso.

—¡Soy Ben Gunn!Soy el pobrecito Ben Gunn que por tres años no ha tenido delante un cristiano con quien hablar!

Al oir esto pude ya darme cuenta de que aquel no era un caníbal, como lo creí al principio, sino un hombre de raza blanca como yo, y aun observé que sus facciones eran regulares y agradables. Su cutis, en todos los puntos que aparecía descubierto, estaba tostado por el sol; sus labios mismos estaban ennegrecidos y sus ojos claros eran una cosa sorprendente en aquel conjunto de facciones oscuras. De todos los mendigos que en mi vida había yo podido ver ó figurarme, era éste el número uno por lo destrozado y harapiento. Estaba vestido con girones de lona de velámen, añadidos y mezclados con retazos informes de paño azul-marino, y toda aquella extraordinaria estructura de andrajos estaba sujeta y rodeada á su persona, por la más incongruente y exótica reunión de broches y costuras: botones de metal, espinas de pescado, correas de pieles crudas, pedacitos de madera á guisa de agujetas, y presillas de alquitranados cordones. Ciñendo su talle llevaba un viejo cinturón de cuero con hebilla de metal, cuya prenda era la única cosa sólida y sin soluciones de continuidad de todo cuanto llevaba encima.

—¡Tres años!, exclamé yo.¿Naufragó Vd.acaso cerca de esta costa?

—No, amigo mío, me aislaron[4] aquí.

Yo había oído esa palabra aplicada á una especie de castigo horrible, muy común entre los piratas, cuya esencia era desembarcar al condenado en una isla inhabitada, dejándole solamente un fusil y una poca de pólvora y abandonándolo allí para siempre.

—¡Aislado por tres años! , continuó aquel mísero. Tres años mortales durante los cuales he vivido de cabras monteses, de berzas silvestres y de ostras de la playa. Yo sé que donde quiera que un hombre se encuentre colocado, aquel hombre puede ayudarse y valerse por sí mismo. Pero, amigo, mi corazón ya suspira por alguna comida de cristianos. Tú traerás allí por casualidad un pedacillo de queso, ¿no es verdad?... ¡Pues dámelo, anda!... ¿No traes?... ¡Ah! ¡si tú supieras qué noches tan largas me he pasado aquí, soñando con una tajadilla de queso, con una tostada, sobre todo! Y luego me despertaba... ¿y qué?... ¡Aquí!... ¡siempre aquí!

—Si Dios quiere que alguna vez pueda yo volver á bordo, le prometo á Vd.que tendrá queso hasta ahitarse, le repliqué.

Todo el tiempo que había durado nuestro corto diálogo anterior, Ben Gunn no había cesado de asentar con su mano el paño de mi jubón, de tocarme suavemente las manos, de contemplar mis botas y, en una palabra, de manifestar el placer más infantil con la presencia de un semejante suyo.Pero al oir mis últimas frases se enderezó de repente con cierta especie de sobresalto.

—Si Dios quiere que puedas volver á bordo, ¿has dicho?Y bien, ¿quién es el que te lo impide?

—No es Vd., por cierto, le contesté.

—Y dices muy bien en eso, exclamó.Pero antes de pasar adelante, vamos á ver, ¿cómo te llamas, camarada?

—Jim, le dije.

—Jim, Jim, repetía él con aparente complacencia.Ahora bien, Jim, ya debo decirte que yo he vivido una vida tan borrascosa que ni aun me atrevo á contártela, porque te avergonzarías sólo de oirme.¿Creerás tú, al escuchar esto, que yo nunca tuve una madre, buena y piadosa, para dirigirme y velar por mí?

—¡No!no he pensado tal cosa, le respondí.

—¡Ah! , dijo él. ¡Pues sí que la tuve y muy santa y muy piadosa! Yo era un muchachito paisano, muy bueno y muy aprovechado, que me sabía tan bien mi catecismo que cuando me soltaba recitándolo, lo repetía, como si fuera una sola palabra, y sin respirar, desde el principio hasta el fin. ¡Ah! pero aquí va ahora lo que sucedió, Jim. Un día comencé á jugar á las canicas y al hoyuelo; por allí comencé, no te quepa duda. Mi pobrecita madre me sermoneaba y me decía lo que me iba á suceder, ¡pobre señora, me acuerdo muy bien! Pero la Providencia me trajo aquí. Yo no he cesado de pensarlo en todo el tiempo que he estado olvidado en esta isla desierta y, lo que es ahora, ya me siento bueno otra vez. Ya nadie me volverá á coger nunca probando el rom... á no ser un dedalito... nada más que un dedal por accidente, cuando se me presente una ocasión. Inevitablemente ya, tengo que ser bueno y sé cuál es el camino para lograrlo, porque, óyeme bien, Jim... —y al decir esto vió en torno suyo y bajó la voz hasta convertirla en un murmullo—... ¡soy muy rico!

Al escuchar esto, no me cupo duda sobre que aquel desgraciado se había vuelto loco en su soledad, y supongo que debo haber dejado conocer mi pensamiento en mi semblante, porque él se apresuró á repetir calurosamente:

—¡Rico, rico, sí señor!Yo te diré cómo y haré de tí todo un hombre, Jim.¡Ah, muchacho, dale á Dios una y mil veces gracias de que hayas sido tú la primera criatura humana que se ha encontrado conmigo!

Pero no bien había pronunciado estas palabras su semblante se oscureció repentinamente, como si se viese asaltado por una idea ingrata; estrechó mi mano con mayor fuerza entre las suyas y levantó el dedo índice ante mis ojos con un ademán amenazador diciendo:

—Pero ante todo Jim, dime la verdad...¿no es ese de allí el buque del Capitán Flint?

Oyendo esto me vino una inspiración rápida y feliz.Comencé á creer que lo que yo había encontrado, era un aliado, y en tal concepto me apresuré á contestarle:

—No, por cierto.Flint ha muerto.Pero si le he de decir á Vd.la verdad, como Vd.me lo pide, á bordo de esa goleta vienen varios de los hombres del tal Flint, por desgracia de todos los demás de la partida.

¿No viene un hombre con una sola pierna?, murmuró Ben Gunn.

—¿Silver?, le pregunté.

—¡Ah!¡Silver!, contestó él.¡Silver!¡eso es...ese es su nombre!

—Es el cocinero de á bordo y al mismo tiempo el cabecilla ó director de esos hombres.

Al llegar aquí, Ben Gunn, que todavía me tenía cogido por la muñeca, dióme una especie de fuerte sacudida.

—Si tú has sido enviado aquí por John Silver, dijo, yo estoy ya tan bueno como un cerdo, muy bien lo sé.¿Pero en qué pensaste tú, muchacho?

Yo había ya formado mi resolución en un instante, así es que, por vía de respuesta, le conté la historia completa de nuestro viaje y el difícil predicamento en que nos encontrábamos á aquellas horas.Escuchóme él con el más profundo interés y cuando hube concluído exclamó dándome una palmadilla en la cabeza:

—Jim, tú eres un buen muchacho, y tú y los tuyos están en un apuro del demonio, ¿nó es esto?Pues no tengas cuidado.Ten confianza en mí.Ben Gunn es el hombre para sacarlos de su varadero.Pero antes dime, ¿crées tú que tu Caballero resultará ser un hombre bastante liberal para quien sepa sacarlo del aprieto en que se ve metido?

—¡Oh!en cuanto á eso, el Caballero es el hombre más liberal y generoso que yo he conocido, le respondí.

—Pero hay que ver bien, dijo Ben Gunn; yo no quiero decir que me recompensará dándome una covacha de conserje para guardar una puerta; ó una librea dorada de lacayo, ó cosa por el estilo.¡Oh, no!Lo que yo quiero decir es que si me daría, por ejemplo, un buen millar de libras esterlinas, contantes y sonantes, que es tanto cuanto puede apetecer para ser dichoso un hombre como yo. ¿Qué dices tú?

—Pues digo que estoy seguro de que sí lo haría, le respondí yo.Tal como venían las cosas todos los expedicionarios estábamos llamados á dividirnos la hucha.

—¿Y me dará también un pasaje á Inglaterra?, añadió con una mirada recelosa y desconfiada.

—¿Pues cómo no?, le dije.El Sr. de Trelawney es un hombre de honor.Y además de esto, ¿no ve Vd.que si con su auxilio logramos desembarazarnos de los otros, necesitaríamos de Vd.sin remedio para ayudarnos á maniobrar el buque?

—¡Ah!¡pues es verdad!, replicó Ben Gunn.¡Yo les sería indispensable!

Y con esto pareció como aliviado de un gran peso.

—Ahora, prosiguió, voy á contarte cómo pasaron los sucesos, ni más ni menos. Yo estaba á bordo del buque de Flint cuando éste sepultó aquí su tesoro. Él se vino á tierra con seis hombres, grandes, fuertes. Permanecieron aquí cerca de una semana, y nosotros, entre tanto, allá afuera... esperando... anclados en el fondeadero, en su viejo buque el Walrus. Un hermoso día, vimos por fin la señal esperada. Flint venía por sí solo... solo enteramente en su pequeño bote, con su cabeza vendada con una banda azul... El sol comenzaba á levantarse y él aparecía pálido... pálido como un muerto junto al tajamar... ¡Pero allí estaba, eso sí! En cuanto á los otros seis...¡todos muertos!¡muertos y enterrados!...¿Cómo se arregló para ello?Ninguno de los que íbamos á bordo pudo averiguarlo nunca, ¿Fué lucha leal, asesinato, sorpresa, que fué?...¡Quién sabe!Lo único que sabíamos es que ellos eran seis y él no era más que uno...¡uno contra seis!Billy Bones era el piloto del barco; John Silver era el contramaestre y ambos le preguntaron dónde quedaba oculto el tesoro.—“¡Ah!, contestó él, si Vds.quieren ir á averiguarlo pueden irse á tierra y quedarse allí buscando.Lo que es el barco vuelve á la mar en busca de más, con mil diablos!”Eso fué lo que él dijo!...Tres años después de aquello me cupo en suerte venir en otro buque.Cuando vimos la isla yo dije:—“Ea, muchachos; el tesoro del Capitán Flint está aquí.¡Vamos bajando á tierra y encontrémoslo!”—El Capitán se disgustó con esto, pero mis camaradas fueron todos de mi opinión y bajamos á tierra.Doce días consecutivos buscaron y buscaron en vano.Creían que yo les había jugado una horrible burla y cada día me llenaban de nuevos y más duros insultos, hasta que una mañana, ya cansados y sin esperanzas se volvieron todos á bordo.—“Por lo que hace á tí Benjamín Gunn, me dijeron al partir, aquí tienes un mosquete, un pico y una azada: quédate aquí y encuentra para tí solo el tesoro del Capitán Flint!”...Tres años hace de esto, Jim; tres años que he estado aquí sin probar un solo platillo de cristianos, hasta hoy!...Pero, dime ahora...mírame...¿tengo yo el aspecto de un marinero?...¡Ya te oigo murmurar que no!...¡Ah!, es que yo también lo digo...yo...¡yo mismo!

Al decir esto me guiñó los ojos y me oprimió la mano fuertemente.Y luego prosiguió:

—Tú nada más repítele á tu Caballero mis propias palabras, Jim.Díle esto: “Tres años hace que Ben Gunn es el único habitante de esta isla, lo mismo á la hora de la luz que en medio de la noche, lo mismo en la tempestad que en el buen tiempo.Tal vez algunas ocasiones ese pobre—díle—tal vez ha pensado en su anciana madre, que anciana ha de ser si vive aún; quizás, á veces, habrá caído de rodillas para decir una oración.Pero la mayor parte del tiempo de Ben Gunn se ha empleado en otro asunto.”Y al decirle esto le darás un pellizco como este que te doy aquí.

É hízolo como lo decía, de la manera más confidencial que imaginarse pueda, prosiguiendo en el acto:

—Pero continuarás al punto y le dirás: “Gunn es un buen chico, no cabe duda y él deposita él precioso don de su confianza, deposita él precioso don de su confianza—no olvides decírselo con esas mismas palabras—en un Caballero por nacimiento, más que en cualquiera de esos “caballeros de la fortuna” de los cuales él ha sido uno.”

—Pero vamos allá, le dije yo; prescindiendo de que no alcanzo á entender una palabra de todo lo que me ha estado Vd.diciendo aquí, ¿cómo podría yo repetírselo al Caballero si no veo la posibilidad de volver á bordo?

—¡Ah!allí está la vuelta del cabo!Y bien, aquí está mi bote; mi bote que yo he fabricado con mis propias manos.Yo lo tengo oculto bajo la peña blanca.Si sucede lo peor de lo peor, creo debemos intentar esa travesía después de que oscurezca...

En este punto tuvo que interrumpirse bruscamente, porque aun cuando el sol tenía todavía una hora ó más que alumbrar hasta ocultarse en el horizonte, oímos repentinamente, repetido por todos los ecos de la isla, el trueno imponente de un cañonazo.

—¡Eh!¿qué es eso?, preguntó Ben Gunn.

—Es que han comenzado á batirse, le contesté.¡Sígame Vd.!

Y olvidando en aquel punto todos mis terrores precedentes me dí á correr hacia la rada, en dirección del ancladero, acompañado por el hombre aislado que corría junto á mí velozmente, sobre sus cacles de piel de cabra, con gran ligereza y facilidad.

—¡Á la izquierda!¡á la izquierda!, me decía.¡Cárgate siempre hacia la izquierda, camarada!, repetía.¡Quién diría que yo voy aquí bajo los árboles, contigo!Mira, allí es donde maté mi primera cabra.Ahora ya no bajan hasta acá; ahora las tienes siempre encaramadas en sus masteleros, allá entre las jarcias y los motones de sus montañas, todo, no más que por miedo de Ben Gunn!¡Ah!mira tú...¡allí tienes el cementerio!¿no ves sus terraplenes?...Cuando por mis cuentas creo que debe ser domingo, sabes tú,...suelo venir aquí y me arrodillo y rezo.No tiene esto muchas trazas de capilla, ni siquiera de una pobre ermita, ¿no es verdad?...pues, mira tú...yo le encuentro no sé qué cosa de solemne y de imponente.Y luego, ya lo ves, no he tenido las manos muy llenas...ni una biblia, ni una enseña...y en cuanto á capellán, pues...ni soñarlo.

Y seguía así, charla y charla mientras corríamos, sin esperar ni recibir respuesta alguna.

Un rato considerable había trascurrido después del disparo del cañón, cuando oímos una descarga de armas de menos calibre.

Siguióse otra pausa, y luego, á menos de un cuarto de milla frente á mí, divisé repentinamente en el aire, flotando sobre las cimas de los árboles del bosque, la gloriosa bandera de Inglaterra.


PARTE IV

LA ESTACADA

CAPÍTULO XVI

EL DOCTOR PROSIGUE LA NARRACIÓN Y REFIERE CÓMO FUÉ ABANDONADO EL BUQUE

SERÍA la una y media de la tarde cuando los dos botes de La Española se fueron á tierra. El Capitán, el Caballero y yo estábamos discurriendo acerca de la situación en nuestra cámara de popa. Si hubiera soplado en aquellos momentos la brisa más ligera, hubiéramos caído por sorpresa sobre los seis rebeldes que se nos había dejado á bordo, hubiéramos levado anclas y salido á alta mar. Pero el viento faltaba de todo punto y para completar nuestro desamparo, vino muy pronto Hunter á traernos la nueva de que Hawkins se había metido en uno de los botes y marchádose con los expedicionarios de la isla.

Jamás nos ocurrió poner en duda la lealtad de Hawkins, pero sí nos pusimos en alarma por su vida.Con la excitación en que aquellos hombres se encontraban nos parecía que sólo una casualidad podía hacer que volviésemos á verle vivo.Corrimos sobre cubierta.El calor era tal que la brea que unía la juntura de los tablones comenzaba á burbujar, derritiéndose; el nauseabundo hedor de aquel sitio me ponía verdaderamente malo, y si alguna vez hombre alguno absorbió por el olfato los gérmenes de mil enfermedades infecciosas, ese fuí yo, sin duda, en aquel abominable fondeadero. Los seis sabandijas estaban sentados á proa, refunfuñando á la sombra de una vela. Hacia la playa podíamos divisar los botes sujetos á tierra, y á un hombre de los de Silver, sentado en cada uno de ellos. Uno de aquellos dos conjurados se divertía silbando el “Lilibullero.”

Esperar era una locura, así es que decidimos que Hunter y yo iríamos á tierra en el serení[5] en busca de informes y para explorar el terreno.

Los botes se habían recargado sobre su derecha, pero Hunter y yo remamos rectos en dirección de la estacada marcada en nuestro mapa.Los centinelas y guardianes de los esquifes parecieron desconcertarse un tanto con nuestra aparición.El “Lilibullero” cesó de oirse y pude ver á aquel par de alhajas discutiendo lo que debían hacer.Si se hubieran marchado para avisar á Silver lo que ocurría, abandonando sus botes, es claro que las cosas hubieran pasado de muy distinta manera; pero supongo que tenían sus órdenes y, en consonancia con ellas, decidieron permanecer tranquilamente en donde estaban y muy luego oímos que la música de “Lilibullero” comenzaba de nuevo.

Había en aquel punto una ligera curva en la costa y yo no perdí tiempo remando cuan fuertemente pude para ponerla entre los hombres de los esquifes y nosotros, de tal suerte que antes de que llegásemos á tierra ya nos habíamos perdido mutuamente de vista. Salté por fin en la playa y púseme á correr tan de prisa como podía atreverme á hacerlo, desplegando sobre mi cabeza un gran pañuelo de seda blanco para evitar la insolación y con un buen par de pistolas, enteramente listas, por precaución, contra cualquiera sorpresa.

No había recorrido aún cien yardas cuando llegué á la estacada.

He aquí lo que había en ella: una fuente de agua límpida y clara brotaba casi en la cumbre de la colina; sobre ésta, y encerrando la fuente por supuesto, se había improvisado una espaciosa cabaña de postes de madera, arreglada de manera de poder encerrar unas dos veintenas de hombres, en caso de apuro, y con troneras para mosquetes por todos lados.Al derredor de esta cabaña habíase limpiado un espacio considerable y, para completar la obra, se había levantado una empalizada bastante fuerte, como de seis pies de elevación, sin ninguna puerta ó pasadizo, con resistencia suficiente para no poderla echar por tierra sino con tiempo y trabajo, pero bastante abierta para que no pudiera servir de parapeto á los sitiadores.Los que estuvieran en posesión de la cabaña del centro podían llamarse dueños del campo y cazar á los de afuera como perdices.Lo que se necesitaba allí era una vigilancia continua y provisiones, porque á menos de una completa sorpresa, los sitiados podían sostenerse muy bien contra un regimiento entero.

En lo que yo me fijé entonces de una manera más particular fué en la fuente, porque aun cuando en nuestro castillo de popa de La Española teníamos armas y municiones en gran cantidad, y abundancia de víveres y vinos excelentes, lo cierto es que de una cosa estábamos ya bien escasos, y era de agua. Estaba yo preocupado con este pensamiento, cuando de pronto llegó á mis oídos distintamente, desde algún punto de la isla, el grito supremo de un hombre que se moría. Yo he servido á Su Alteza Real el Duque de Cumberland y aun fuí herido yo mismo en Fontenoy, pero en aquel instante mi pulso se detuvo y no pude menos que verme asaltado por esta idea: “¡Han matado á Hawkins!

Haber sido uno un viejo soldado es ya algo, pero es todavía más haber sido médico.No tiene uno tiempo para vacilaciones ni cosas inútiles, así es que en un instante formé mi resolución y sin perder un segundo regresé á la playa y salté de nuevo á bordo del serení.

Por fortuna Hunter era un remador de fuerza. Hicimos volar á nuestro botecillo y muy pronto estábamos ya al costado de La Española, á cuyo bordo subimos á toda prisa.

Encontré á todos emocionados, como era natural.El Caballero estaba sentado, lívido como un papel, lamentando ¡alma de Dios!los peligros á que nos había traído.Uno de los seis hombres quedados á bordo estaba ya en mejores condiciones.

—Allí hay un hombre, dijo el Capitán Smollet apuntando hacia él, que es novicio en la obra de estos malvados.Ha venido aquí, á punto de desmayarse, en cuanto que oyó aquel grito de muerte.Con otra vuelta de cabrestante lo tenemos con nosotros, eso es seguro.

Expliqué entonces al Capitán Smollet cuál era mi plan, y entre los dos arreglamos los detalles de su realización.

Pusimos á nuestro viejo Redruth en la estrecha galería que, como se recordará, era la única comunicación posible entre la popa y el castillo de proa, dándole tres ó cuatro mosquetes cargados y poniéndole un colchón por vía de barricada para protegerle. Hunter trajo el botecillo de manera de colocarlo precisamente bajo la porta de popa y Joyce y yo nos pusimos inmediatamente á la obra de cargar en él botes de pólvora, mosquetes, bultos de bizcochos, galletas, jamón, una damajuana de cognac y mi inestimable estuche de cirujía.

Entre tanto el Caballero y el Capitán permanecían sobre cubierta y el último de ellos hacía al timonel la siguiente amistosa y cortés intimación:

—Amigo Hands, aquí nos tiene Vd.á dos personas con dos pistolas cada una.Si alguno de Vds.seis hace el menor movimiento para acercársenos puede tenerse por hombre al agua.

Los hombres aquellos deliberaron un corto rato y después de su pequeño consejo de guerra se fueron dejando caer uno tras de otro, de la carroza, abajo, pensando, sin duda alguna, cogernos por la retaguardia.Pero en cuanto que se encontraron con Redruth esperándolos, mosquete en mano, en la estrecha galería de comunicación, volvieron otra vez á querer recobrar su lugar primitivo á proa, apareciendo sobre cubierta la cabeza de uno de ellos por una escotilla.

—¡Abajo otra vez, perro pirata!, le gritó el Capitán, ó te vuelo la tapa de los sesos!

La cabeza aquella se hundió de nuevo como por encanto en la escotilla y por entonces nada volvimos á oir ni á saber de aquellos miserables.

Mientras esto pasaba, nuestro ligero serení estaba ya tan cargado como era racional ponerlo.Joyce y yo saltamos por la porta de la popa y tornamos á remar hacia la playa, tan de prisa como nuestras fuerzas nos lo permitían.

Este segundo viaje despertó ya de una manera indudable la alarma de los vigilantes de los esquifes.Lilibullero” fué dado de mano otra vez, y precisamente antes de perderlos de vista tras del pequeño cabo de la playa, uno de ellos había ya saltado á tierra y desaparecido rápidamente.Estuve entonces á punto de cambiar de táctica é irme derecho á sus botes y destruírselos, pero temí que Silver estuviese por allí demasiado cerca con los restantes y era en tal caso muy posible que todo se perdiera por querer hacer demasiado.

Muy pronto llegamos de nuevo á tierra al mismo lugar que en el viaje precedente. Los tres hicimos el primer trasporte del bote hasta la cabaña, muy bien cargados, y depositamos allí nuestras armas y provisiones. Dejamos entonces á Joyce en la palizada, de guardia para custodiar nuestro depósito, y aunque es verdad que se quedaba solo enteramente, tenía á su disposición media docena de mosquetes muy bien preparados. Hunter y yo volvimos otra vez al botecillo, tornamos á cargar lo más que pudimos y regresamos á la estacada. Así continuamos, casi sin tomar aliento, hasta que toda la carga puesta en el bote había sido trasladada á la cabaña en la cual los dos criados tomaron definitivamente sus posiciones, mientras yo, con todas mis fuerzas, remaba otra vez en el ya ligero serení hasta llegar de nuevo á La Española

El arriesgar una segunda cargada era, en realidad, menos atrevido y peligroso de lo que parecía.Es cierto que ellos tenían la ventaja del número, pero nosotros teníamos la de las armas. Ninguno de los hombres que estaban en tierra llevaba un mosquete consigo y así es que, antes de que hubieran podido acercársenos á tiro de pistola, es seguro que nosotros hubiéramos dado buena cuenta de ellos.

El Caballero estaba espiándome en la porta de popa, ya restablecidos su valor y su ánimo.Cogió el cabo de la amarra que yo le arrojé, lo sujetó arriba y comenzamos á hacer ya un cargamento de verdadera vitalidad para nosotros, consistente en carne, pólvora y bizcochos, sin añadir más armas que un mosquete y un sable por cabeza para el Caballero, para mí, Redruth y el Capitán.El resto de las armas y la pólvora los arrojamos al agua á dos brazas y media de profundidad, de manera que podíamos distinguir el limpio acero de los mosquetes brillando con los reflejos del sol, allá abajo en el fondo limpio y arenoso del ancladero.

Á esta hora la marea comenzaba ya á bajar y el buque empezaba á columpiarse en torno del ancla.Oímos voces llamándose mutuamente, muy lejos y muy débiles, allá en dirección de los esquifes, y aun cuando esto nos tranquilizó por lo que hacía á Joyce y á Hunter que, por lo visto, quedaban todavía en su posición del Este sin ser molestados, nos hizo comprender, sin embargo, que nosotros debíamos darnos prisa.

Redruth, entonces, abandonó su trinchera de lana en la galería y se replegó al bote con nosotros.Dirigido el pequeño serení por el Capitán Smollet en persona, dimos vuelta al buque y nos vinimos á colocar junto á la escotilla de proa.

—Ahora, amigos, gritó el Capitán, ¿me oyen Vds.?

Ni una voz respondió sobre cubierta.

—¡Es á tí, Abraham Gray, á quien hablo!...

El mismo silencio anterior.

—¡Gray!, volvió á decir el Capitán en voz más alta aún, en este mismo momento voy á dejar este buque y como tu Capitán que soy te ordeno que me sigas.Yo sé que tú eres, en el fondo, un buen muchacho y hasta me atrevo á decir que ninguno de los seis que están allí es tan malo como aparenta serlo.Aquí tengo en la mano, mi reloj abierto: te doy treinta segundos de plazo para que te me reunas.

Hubo un silencio nuevo.

—Ven pronto, muchacho mío, continuó el Capitán: no te detengas tanto en vacilaciones.Estoy aquí exponiendo mi vida y la de estos excelentes caballeros cada segundo que pasa.

Oyóse entonces el ruido repentino de una pendencia, el rumor de golpes cambiados, y en unos cuantos segundos apareció Abraham Gray en la porta, con una herida de arma blanca en una de sus mejillas, pero corriendo presuroso á la llamada del Capitán como un perro puede venir al silbido de su amo.

—¡Estoy con Vd.mi Capitán!, dijo aquel leal chico.

Un instante después, con Gray ya á bordo, habíamos empujado de nuevo nuestro barquichuelo en dirección á la playa.

Y cierto es que nos encontrábamos ya fuera de la peligrosa goleta, pero ¡ay!aún no nos veíamos en tierra, dentro del recinto de la estacada.


CAPÍTULO XVII

EL DOCTOR, CONTINUANDO LA NARRACIÓN, DESCRIBE EL ÚLTIMO VIAJE DEL SERENÍ

ESTE quinto viaje fué ya, sin embargo, bien distinto de los precedentes. En primer lugar aquella cascarita de nuez en que íbamos estaba demasiado cargada. Cinco hombres, de los cuales Redruth, el Capitán y Trelawney eran de más de seis pies de altura, era más de lo que nuestro botecillo podía racional y cómodamente cargar. Añádase á esto la pólvora, las armas y las provisiones de boca, y se comprenderá que el serení se balancease de una manera inquietante, alojando agua de cuando en cuando, por la popa, á un grado tal, que todavía no habíamos andado cien yardas y ya una buena parte de mis vestidos estaba mojada hasta no poderse más.

Hízonos el Capitán que aparejásemos el bote compartiendo el peso más proporcionalmente, lo que nos apresuramos á ejecutar, consiguiendo equilibrarlo un poco mejor.Pero aun así no dejábamos de sentirnos con el temor, no del todo infundado, de zozabrar.

En segundo lugar, el reflujo producía, á la sazón, una fuerte corriente de olas en dirección poniente, atravesando la rada y moviéndose en seguida hacia el sur, en dirección del mar, por el estrecho que nos había franqueado el paso en la mañana hasta el ancladero. Las olas, de por sí, eran ya un peligro para nuestro sobrecargado esquife, pero lo peor de todo era que la dicha corriente nos arrastraba fuera de nuestra vía, y lejos del lugar de la playa en que teníamos que desembarcar, tras de la punta de que ya he hablado. Si permitíamos á la corriente realizar su obra, el resultado iba á ser que antes de mucho nos encontrásemos en tierra, es verdad, pero precisamente al lado de los esquifes de los piratas, que quizás no tardarían mucho en presentarse.

—Me es imposible enderezar el rumbo hacia la estacada, Capitán, dije yo que iba sentado al timón, en tanto que él y Redruth que estaban de refresco, llevaban los remos.La marea nos arroja constantemente hacia abajo; ¿no podrían Vds.remar un poco más fuerte?

—No sin echar el bote á pique, contestó.Sostenga Vd.el gobernalle inmóvil hasta que vea Vd.que vamos ganando la vía.

Hice lo que se me indicaba y pronto ví que, si bien la marea continuaba empujándonos hacia el poniente, muy luego logramos que el bote enderezara la proa al Este siguiendo una línea que marcaba precisamente un ángulo recto con el camino que debíamos tomar.

—De esta manera no vamos á tocar tierra jamás, dije yo.

—Si no nos queda otro derroterro libre más que éste, no podemos hacer otra cosa que seguirlo á todo azar, contestó el Capitán.Tenemos que ir contra la corriente de la bajamar.Ya ve Vd., pues, que si seguíamos bordeando á sotavento de nuestro desembarcadero era muy difícil decir á donde íbamos á tocar tierra; esto sin contar con la inmediata probabilidad de ser abordados por los botes de Silver, en tanto que, por el camino en que nos hemos puesto, la corriente puede amortiguarse pronto y entonces ya podremos virar rectamente hacia la playa.

—La corriente ha amainado ya mucho, señor, díjome Gray que iba sentado hacia proa.Ya puede Vd.hacer que viremos de bordo un poco.

—Gracias, muchacho, le contesté como si nada hubiera sucedido, puesto que todos habíamos hecho tácitamente la resolución de tratarlo desde luego como á uno de los nuestros.

De repente el Capitán habló de nuevo y noté que había una perceptible alteración en su voz.

—¿Y el cañón?, dijo.

—Ya pensaba en eso, le respondí seguro como estaba de que él se refería á la posibilidad de que se bombardeara nuestro reducto.No crea Vd.que les sea posible bajar el cañón á tierra, y aun en el supuesto de que lo consiguieran, jamás podrían hacerlo subir por entre el monte.

—Pues mire Vd.á popa, Doctor, replicó el Capitán.

Volví la cabeza... Lo cierto es que habíamos echado completamente en olvido nuestra pieza de artillería en la goleta y de allí nuestro horror cuando oímos que los cinco bandidos estaban muy atareados, despojándola de lo que ellos llamaban la chaqueta, ó sea el abrigo de grueso cáñamo embreado con que la manteníamos envuelta durante la navegación.No era esto todo, sino que al punto me acordé que las balas y la pólvora de la misma pieza habíanse quedado á bordo en un cajón, por lo cual no necesitaban nuestros enemigos sino dar un golpe con una hachuela para ser dueños de aquellas terribles municiones de guerra.

Aquel olvido no podía tener más disculpa que la prisa con que nos vimos precisados á evacuar la embarcación, pero desgraciadamente era irremediable.

—Israel Hands era el artillero de Flint, dijo Gray con voz ronca.

No me quedaba, pues, otro recurso que, á cualquier riesgo, poner decididamente proa á tierra. Á esta sazón, por fortuna nuestra, la corriente quedaba ya tan lejos de nosotros que nos fué fácil seguir rumbo á la playa por un camino tan recto como nuestra quilla, á pesar del impulso necesariamente poco vigoroso que los remos imprimían á nuestro bote. Ya no me fué difícil, pues, gobernar derechamente hacia la meta. Pero lo muy malo era que en la dirección que íbamos no presentábamos á La Española nuestra popa, sino un costado, ofreciendo á su tiro un blanco de tal tamaño que parecía imposible que se le errara puntería.

Érame fácil ver y oir á aquel bribón de Hands con su cara de borracho consuetudinario, arreglando sobre cubierta un cartucho para el cañón.

—¿Quién es aquí el mejor tirador?, preguntó el Capitán.

—El Sr. de Trelawney, aquí y donde quiera, le contesté.

—Pues bien, Sr. de Trelawney, ¿quiere Vd.hacerme el favor de quitarme de en medio á uno de aquellos pícaros?Á Hands, de preferencia, si es posible, dijo el Capitán.

Trelawney estaba frío como el acero; sin decir palabra preparó su arma.

—Ahora, díjonos el Capitán, mucho cuidado.Dispare Vd.su arma sin hacer movimiento alguno ó de lo contrario nos vamos á pique.¡Todo el mundo listo para equilibrar, si el bote zozobra al disparo!

El Caballero levantó su arma y los remos cesaron de hender el agua: todos nos inclinamos del lado contrario para mantener el equilibrio y todo fué ejecutado con tal felicidad que no hicimos entrar al bote ni una sola gota de líquido.

En este instante nuestros enemigos tenían ya su pieza montada y lista, y Hands, que estaba junto á la boca, con el escobillón en la mano, era el más expuesto de todos.Sin embargo, no tuvimos fortuna, pues precisamente en el momento en que, ya seguro de su puntería, disparó Trelawney, el astuto timonel se encorvó rápido como el pensamiento y la bala que pasó silbando por encima de él, fué á herir á otro de los cuatro piratas que cayó al punto.

El grito que este lanzó fué repetido no sólo por sus compañeros de al lado sino por otras muchas voces desde la playa.Volví la vista en esta dirección y noté que todos los demás piratas salían de entre los árboles en aquel momento y se apresuraban á ocupar sus lugares en los esquifes.

—Ahora vienen allí los botes, señores, dije.

—Enfile Vd., pues, recto, gritó el Capitán.Ahora ya no hay miedo de zozobrar; ¡firme á los remos!Si no podemos llegar á tierra, todo ha concluído para nosotros.

—No han tripulado más que uno de los botes, Capitán, añadí.Los hombres del otro van probablemente por tierra á cortarnos el paso.

—El calor es excesivo y la distancia no es tan corta para que lo consigan fácilmente, replicó el Capitán. Marinos en tierra no son muy temibles. Lo que me preocupa es el tiro que nos van á largar de á bordo. ¡Rayos y truenos! nuestro flanco es tal que una beata podía pasarnos la bala por ojo, sin errarnos. Sr. de Trelawney, avísenos Vd. en cuanto vea encender el estopón, y nosotros remaremos á popa.

En el entretanto habíamos caminado de frente á un paso que era harto veloz para un esquife tan cargado como nuestro serení, y muy poca agua por cierto nos había entrado.Ya estábamos á pocas brazas de la orilla; unas cuantas remadas más y podríamos atracar al fin, porque el reflujo acababa de descubrir una cinta de arena, abajo de un grupo de árboles de los de la costa.El esquife que nos daba caza ya no podía, pues, hacernos daño alguno; el reflujo que tanto nos había detenido á nosotros, estaba dándonos la compensación deteniendo ahora á nuestros perseguidores.El único peligro estaba para nosotros en el cañón.

—Si me atreviese, dijo el Capitán, de buena gana haríamos alto para cazar á otro de esos bandidos.

Era claro, sin embargo, que ellos en todo pensaban menos en dilatar su tiro por más tiempo.Ni siquiera habían hecho el menor caso de su camarada caído, que, sin embargo, no estaba muerto sino simplemente herido y al cual yo miraba, tratando de arrastrarse á un lado.

—¡El estopón!, gritó el Caballero.

—¡Empuje á popa!, gritó el Capitán rápido como un eco.

Él y Redruth dieron en el acto un contraimpulso, pero tan vigoroso que la popa del serení se hundió toda dentro del agua. En el mismo instante el cañón tronó, y su detonación fué lo primero que Jim oyó, no habiendo llegado hasta él, por la distancia, el rumor del disparo de Trelawney. Por dónde pasó la bala, ninguno de nosotros lo supo precisamente, pero supongo que debe haber sido por encima de nuestras cabezas y que el viento de ella debe haber contribuído á nuestro desastre.

Nuestro bote se había hundido por la popa, como he dicho, con la mayor facilidad, en una profundidad de tres pies de agua, dejándonos al Capitán y á mí, de pie el uno frente al otro, en tanto que los tres restantes que se habían inclinado para evitar en lo posible la bala del pedrero, salían del agua empapados y escurriendo de la cabeza á los pies.

Con todo y esto el daño no era tan grande.No había perecido ninguno de nosotros y ya de allí podíamos caminar á pie por el agua, las pocas brazas que nos separaban de la playa.Lo malo era que nuestras provisiones estaban en el fondo del esquife y que de los cinco mosquetes que habíamos puesto en él, sólo dos quedaban secos y servibles: el mío que yo había cogido de sobre mis rodillas y levantándolo en alto con un movimiento rápido é instintivo; y el del Capitán que lo llevaba puesto en bandolera y que, en su calidad de hombre experto, había cuidado su arma de toda preferencia.Los restantes yacían ya bajo el agua con el bote.

Como complemento de nuestra tribulación oímos voces que se acercaban entre el bosque, á lo largo de la playa.Así es que no sólo sentíamos ya encima el peligro de quedar cortados de nuestro reducto, en aquel estado de semicatástrofe y derrota, sino que nos aguijoneaba el temor de que, si Hunter y Joyce se veían atacados por una media docena de hombres, no tuviesen el valor y el buen sentido de mantenerse firmes á la defensiva. Hunter era un hombre de firmeza y corazón: esto lo sabíamos bien; pero en cuanto á Joyce el caso era bien diferente, y bastante dudoso. Joyce era un lacayo muy agradable, de muy finas maneras, y excelente para limpiar un par de botas ó cepillar un vestido, pero la verdad es que no le conocíamos tamaños de hombre de armas tomar.

Todo esto, como llevo dicho, nos aguijoneó para llegar á tierra enjuta tan pronto como era posible, dejando abandonado á su suerte al pobre serení que, para desgracia nuestra, había guardado en su fondo algo como la mitad de nuestra pólvora y provisiones de boca.


CAPÍTULO XVIII

EN QUE CUENTA EL DOCTOR CÓMO CONCLUYÓ EL PRIMER DÍA DE PELEA

UNA vez en tierra, dímonos toda la prisa que era posible para franquear la tierra de bosque que nos separaba de nuestro baluarte. Á cada paso que dábamos, las voces de los piratas que venían por la playa llegaban más y más distintas á nuestros oídos. Muy pronto ya nos fué fácil distinguir el rumor de sus precipitados pasos, y el crujido de las ramas de los arbustos á través de cuyos matorrales se venían abriendo camino.

Comencé á creer entonces que la cosa iba de veras y hasta requerí el fiador de mi mosquete.

Capitán, dije: el Sr. de Trelawney es el de puntería infalible entre nosotros; déle Vd.su mosquete, porque el suyo está inutilizado.

Sin responderme cambiaron rápidamente de armas y Trelawney, callado y frío como había estado desde el principio de la batalla, se detuvo por un instante para cerciorarse de que el arma estaba en buen estado para servicio inmediato.En el mismo momento, notando que Gray iba desarmado, le alargué mi cuchillo.Mucho nos animó el ver á aquel chico escupirse la mano, remangarse la camisa, empuñar el arma y hacerla zumbar, blandiéndola por el aire. Era cosa que se veía desde luego que aquel nuestro nuevo aliado era todo un marino de pelo en pecho.

Á unos cuarenta pasos de aquella rápida detención llegamos al lindero del bosque y vimos la estacada frente á nosotros.Nos lanzamos á ella, entrando á su recinto por el lado sur, cuya empalizada salvamos rápidos como el rayo, y casi en el instante mismo siete de los amotinados, con Job Ánderson el contramaestre á la cabeza, aparecieron en el lado Sudoeste lanzando gritos tremendos.

Detuviéronse un momento al llegar allí, como si se sintieran cogidos por retaguardia, pero antes de que ellos tuvieran tiempo de recobrarse de su sorpresa, no sólo Trelawney y yo, sino también Hunter y Joyce tuvimos tiempo de hacer fuego desde el reducto.Los cuatro tiros no sonaron en una descarga muy simultánea, pero hicieron su efecto, eso sí.Uno de los enemigos cayó redondo y los restantes, sin vacilar más tiempo, volvieron la espalda y se parapetaron tras de los árboles.

Después de cargar de nuevo nuestras armas, salimos afuera de la empalizada para reconocer al enemigo que había caído.Estaba muerto y muy bien muerto, con el corazón atravesado de parte á parte.

Ya comenzábamos á felicitarnos de nuestra buena suerte cuando en aquel mismo instante una detonación de pistola se dejó oir en el matorral más cercano; la bala silbó junto á mi oído y el pobre de Tom Redruth se tambaleó y cayó en el suelo de largo á largo.Tanto el Caballero como yo devolvimos el tiro, pero como no teníamos sobre qué hacer puntería, es muy probable que no hicimos más que desperdiciar nuestra pólvora. Cargamos otra vez y entonces volvímonos á ver al pobre Tom.




MUERTE DE REDRUTH.

El Capitán y Gray estaban ya examinándolo, y en cuanto á mí me bastó la primera ojeada para comprender que aquello no tenía remedio.

Creo que la prontitud con que respondimos á su disparo dispersó á los rebeldes una vez más, porque aunque estábamos á descubierto ya no se nos hostilizó mientras nos dábamos trazas de izar al pobre guarda-monte para pasarlo al recinto de la estacada y trasladarlo, quejándose y desangrándose, al interior de la cabaña.

¡Pobre viejo!De sus labios no había salido ni una palabra de sorpresa, queja ó temor, pero ni aun de sentimiento, desde el instante en que habían comenzado nuestras complicaciones, hasta aquel punto en que le acostábamos allí, en el centro de nuestro reducto, para que muriera.Como un troyano verdadero había permanecido vigilante é inmóvil tras de su colchón en la galería; cuantas órdenes se le habían dado, él las había obedecido callado, con la docilidad de un perro, y muy bien, por cierto.Era el de más edad de todos los de nuestro campo, llevando veinte años, por lo menos, al más viejo; y ahora, aquel anciano criado taciturno, servicial, estaba allí tendido, próximo al sepulcro.

El Caballero se dejó caer casi junto á él, sobre sus rodillas, y le besaba la mano, llorando como un chiquillo.

—¿Cree Vd.que me voy, Doctor?, preguntó el moribundo.

—Tom, hijo mío, le contesté, vas á volver á tu verdadera patria.

—Siento mucho, replicó el agonizante, no haber dado antes á esos pillos una lección con mi mosquete.

—Tom, exclamó á la sazón el Caballero todo conmovido; Tom, dime que me perdonas, ¿no es verdad que si?

—Señor, fué su respuesta, ¿no crée Vd.que eso parecería una falta de respeto de mí á Vd.?Pero hágase como Vd.lo pide...sí señor, con toda mi alma.

Siguióse un silencio no muy largo al cabo del cual murmuró que desearía que alguien dijese cerca de su cabecera alguna oración, añadiendo en tono sencillo y como disculpándose de su atrevimiento.

—Créo que esa es la costumbre...¿no es verdad?

Vino luego una agonía muy corta; y sin pronunciar ninguna otra palabra, el alma de Redruth partió de este mundo.

Entre tanto el Capitán, cuyas faltriqueras y pecho había yo visto en extremo abultados durante la travesía, fué sacando de ellos todo un almacén de objetos: una bandera inglesa, una Biblia, una adujada ó lío de cuerda bastante fuerte, plumas, tinta, el registro diario de á bordo y algunas libras de tabaco.Habíase encontrado en nuestro recinto de la estacada un largo y ya aderezado tronco de abeto que, con la ayuda de Hunter, levantó y puso en el ángulo de la cabaña en que los troncos se cruzaban.Acto continuo, subiendo ágilmente sobre el techo del reducto, colocó con su propia mano é izó en alto la bandera de nuestra patria.

Esta operación pareció como aliviarle de un gran peso.Volvió á entrar en seguida á la cabaña y como si nada hubiera de particular se puso tranquilamente á hacer el recuento de nuestras provisiones de guerra y boca.Pero no dejaba, sin embargo, de mirar con disimulo del lado del pobre de Tom Redruth que estaba agonizando, y así es que, no bien hubo éste espirado, cuando se acercó con otra bandera y la desplegó reverentemente sobre el cadáver. En seguida, sacudiendo virilmente la mano del Caballero, le dijo:

—No hay que afligirse, señor.Todo temor es vano tratándose del alma de un leal, que ha sucumbido cumpliendo con su deber para con su Capitán y con su señor.Sería una ofensa á la Divinidad el creer otra cosa.

Dicho esto me llevó á un lado y me dijo:

—¿Dentro de cuántas semanas esperan Vd.y el Caballero que vendrá el buque que ha de enviar Blandy?

—No es cuestión de semanas, sino de meses, le contesté.En caso de que no estemos de vuelta para el fin de Agosto, Blandy mandará buscarnos, pero ni antes ni después de ese tiempo.Vd.puede calcular por sí mismo.

—Yo lo creo que sí, contestó rascándose la cabeza de un modo muy significativo. Así es que, no sin dar á la Providencia una buena ración de gracias por todos sus beneficios, debo decir que no por eso hemos estado menos desafortunados.

—¿Qué quiere Vd.decir con eso?, le pregunté.

—Quiero decir, me respondió, que es una lástima que hayamos perdido aquel segundo cargamento del botecillo.Por lo que hace á pólvora y balas, tenemos bastantes; pero, en cuanto á provisiones de boca, estamos escasos, muy escasos; tan escasos, Doctor, que quizás nos viene muy bien el tener aquella boca de menos.

Y al decir esto señalaba el cadáver que yacía cubierto con la bandera inglesa por sudario.

En aquel mismo instante oyóse el trueno y el silbido de una bala de cañón que pasó rozando el techo de nuestro reducto y fué á enterrarse entre los árboles del bosque.

—¡Ajá!, dijo el Capitán.¡Salvas tenemos!Bastante poca pólvora tienen esos chicos para que la desperdicien así tan locamente.

Otro segundo disparo arrojó su bala con mejor puntería, pues el proyectil penetró adentro de la estacada, levantando una nube de arena, pero sin causarnos el menor daño.

—Capitán, dijo el Caballero; me consta que nuestro reducto, de por sí, es enteramente invisible desde el buque.Creo, por tanto, que es la bandera la que les está sirviendo para hacer blanco...¿no cree Vd.que sería más prudente traerla acá adentro?

—¿Arriar mi pabellón?¡Jamás!, exclamó el Capitán.

Nosotros fuimos todos inmediatamente de su misma opinión, porque aquello no sólo tenía un aspecto marcial, marino é imponente, sino que entrañaba una buena política, cual era la de mostrar á nuestros enemigos que no se nos daba un ardite de su cañoneo.

Toda la tarde continuaron su fuego.Bala tras de bala venía; las unas pasaban por encima del techo, otras caían á un lado, otras entraban al recinto de la empalizada, desparpajando la arena del piso.Pero como tenían que hacer su puntería sobre una mira muy alta sus tiros no lograron más que encontrar sepultura en la leve arena de la loma.No teníamos rebotes que temer y aunque una bala penetró á la cabaña por el techo y luego salió de nuevo por un costado, muy pronto nos acostumbramos á esa especie de broma pesada y no hicimos más caso de ella que lo habríamos hecho de una partida de vilorta.

—Me ocurre una buena idea, dijo el Capitán.El bosque frente á nosotros está bastante claro; la marea ha dejado un buen espacio en seco y á la hora de ésta nuestras provisiones están ya probablemente en descubierto.Creo que si algunos de los nuestros se prestaran á hacer una pequeña salida con ese objeto, podríamos recobrar parte de nuestra carne salada.

Gray y Hunter se ofrecieron desde luego, y, muy bien armados, salvaron la empalizada.Su misión fué, sin embargo, inútil.Los rebeldes eran más intrépidos de lo que creíamos, ó tenían más fe de la que se merecía en su artillero Hands, porque el hecho es que ya cinco ó seis de ellos estaban muy ocupados sacando nuestras provisiones del fondo del serení y trasladándolas á uno de sus esquifes que estaba allí cerca, mantenido contra la corriente por el manejo constante de un remo.Silver estaba en la popa al mando de las operaciones, y cada uno de sus hombres aparecía ya provisto de su mosquete correspondiente, tomado de algún oculto arsenal de ellos mismos.

El Capitán se sentó para escribir en su diario de á bordo, y he aquí el principio de lo que trazó en él:

“Alejandro Smollet, Capitán; David Livesey, médico de á bordo; Abraham Gray, carpintero de la goleta; John Trelawney, propietario; John Hunter y Ricardo Joyce, criados del propietario, que no son marinos; estos son los que se conservan leales de toda la gente embarcada á bordo de La Española; tenemos víveres para diez días á raciones cortas; hemos desembarcado hoy é izado luego la bandera inglesa en la estacada ó reducto que hemos hallado en esta Isla del Tesoro. Tom Redruth, otro sirviente del propietario, ha sido muerto por los rebeldes. James Hawkins, paje de cámara...”

En este momento yo estaba lamentándome acerca de la triste suerte y fin desastroso del pobre Hawkins, cuando oímos algunos gritos y llamadas del lado de tierra.

—Alguien nos vocea por acá, díjonos Hunter que estaba de centinela.

—¡Doctor!¡Caballero!...¡Capitán!...¡Hola!¿eres tú Hunter?, decían los gritos aquellos.

Corrí á la puerta de la cabaña y llegué á tiempo para ver de nuevo, sano y salvo, á Jim Hawkins, salvando en aquel momento la empalizada.


CAPÍTULO XIX

EL NARRADOR PRIMERO TOMA OTRA VEZ LA PALABRA—LA GUARNICIÓN DE LA ESTACADA

NO bien Ben Gunn hubo visto la bandera, hizo alto inmediatamente, me tomó por el brazo para detenerme y se sentó.

—¡Ah!lo que es por ahora, Jim, allí están tus amigos, con toda seguridad.

—Mas bien creo que sean los rebeldes, le repliqué.

—¡Ca, no!, dijo él.¿Crees tú que en un lugar como este, al cual no abordan sino piratas, había de venir Silver á enarbolar el pabellón inglés?¡Ni por pienso!Son tus amigos, Jim, no tengas la menor duda.Además, ya ha habido pelea y me sospecho que los tuyos han llevado la mejor parte y ahora los tienes instalados en esa estacada y reducto que fué construído hace años y años por el Capitán Flint.¡Ah!puedes creer que el tal Capitán era hombre que sabía lo que traía entre manos.Quitándole lo borracho, era persona que jamás dejaba traslucir su juego.No le tenía miedo á nadie...á nadie más que á Silver.Silver puede jactarse de ello.

—Bueno, pues siendo esto así, como creo que lo es, tanta más razón para que yo me apresure á reunirme con mis amigos.

—Como tu quieras, replicó él.Tú eres un buen muchacho, ó yo me equivoco, pero muchacho nada más y con eso está dicho todo.En cuanto á Ben Gunn, éste se escapa.Ni un vaso de rom podría seducirme bastante para ir allá, ni el mismo rom, ¡no!, hasta que no vea yo á tu Caballero de nacimiento y le entregué eso bajo su palabra de honor.Pero no olvides mis palabras...el precioso don de su confianza,” esto es lo que tú debes decirle “el precioso don de su confianza...”y al decirle esto le das el pellizco que ya sabes.

Y añadiendo la acción á la palabra, me largó por tercera vez un pellizco, con el mismo aire de confianza íntima que los anteriores.

—Así pues, cuando necesiten á Ben Gunn, ya sabes en donde encontrarle, Jim: precisamente en el mismo lugar en que me has visto hoy.El que vaya en mi busca que lleve en la mano, por señal, algún lienzo blanco, y que vaya solo, enteramente solo.Para esto, añadirás, Ben Gunn tiene sus buenas razones muy particulares.

—Está bien, le dije; creo haber entendido.Vd.tiene algo que proponer y desea Vd.ver, bien al Caballero ó bien al Doctor, para lo cual se le puede encontrar á Vd.en el mismo lugar en que hoy le he hallado, ¿es esto todo?

—¿Á qué horas?¿Quieres saber también á qué horas, no es verdad?Pues estaré allí diariamente desde el mediodía hasta las seis de la tarde.

—Entendidos, le contesté, ahora ¿no cree Vd.que ya debemos despedirnos?

—Sí; pero mira...cuidado con olvidar las palabras esas: “el precioso don de su confianza” y las otras de “sus buenas razones muy particulares.”Mira que esto es de lo muy esencial...razones muy particulares,” ¿eh?¡como de hombre á hombre!

Y sin soltarme el brazo todavía, añadió:

—Creo que ya puedes marcharte, Jim...Pero óyeme...si por desgracia te fueres á tropezar ahora con Silver, ¿no es verdad que ni con caballos brutos te arrancará la confesión de lo que te he dicho?...¿Verdad que no?...¡Ah!¡bueno!...Pero, y si los piratas acampan esta noche en tierra, Jim ¿no podremos esperar que para mañana estén ya un poco menos salvajes?...

Al llegar aquí fué interrumpido por una fuerte detonación, y una bala del pedrero de á bordo vino rebotando entre los árboles y se enterró en la arena á menos de cien yardas de donde estábamos hablando.Sin esperar á más, fué aquella como la señal de nuestra despedida y cada uno de nosotros echó á correr, en dirección opuesta.

Por el espacio de cerca de una hora, frecuentes disparos continuaron haciendo estremecer la isla, y las balas siguieron rompiendo y astillando los árboles del bosque.Yo me iba acercando de escondite en escondite, para evitar aquella especie de persecución de terríficos proyectiles; pero como hacia el fin del bombardeo, aunque todavía no osaba aventurarme á entrar abiertamente en la estacada, en cuyo recinto veía yo que caían las balas con más frecuencia, ya había comenzado á cobrar más ánimo, y después de un considerable rodeo hacia el Este, logré deslizarme entre los árboles de la playa y me tendí allí en observación.

El sol acababa de ponerse; la brisa del mar crujía y revoloteaba entre los ramajes del bosque, encrespando la parda superficie del agua del fondeadero. El reflejo iba ya muy lejos y grandes porciones de playa aparecían descubiertas. El aire, después del terrible calor del día, era más que fresco y yo sentía que me escalofriaba á través de mi jubón.

La Española permanecía aun al ancla en el mismo lugar en que habíamos fondeado en la mañana; solamente que en el tope de su palo mayor no flameaba ya, por cierto, la bandera de la Unión Británica, sino la enseña siniestra de los piratas. Desde mi escondite pude ver una nueva luz relampaguear á bordo, y oí una nueva detonación, al par que otra bala zumbaba por el viento, mientras los ecos repetían aun el trueno del disparo. Aquel fué, sin embargo, el último del cañoneo.

Permanecí todavía por cierto tiempo en mi punto de observación, dándome cuenta de la baraúnda y el alboroto que siguieron al ataque.Algunos de los piratas se ocupaban en despedazar con hachas algo que estaba en la playa, no lejos de la estacada: era nada menos que el pobre serení, según descubrí después.Allá más lejos, cerca de la desembocadura del riachuelo se veía el resplandor de un buen fuego brillando entre la arboleda, y entre aquel punto y el buque, uno de los esquifes andaba yendo y viniendo, con sus remeros á quienes poco antes había visto yo hoscos y amenazadores, cantando ahora y silbando como chiquillos, si bien es verdad que sus voces tenían un acento que denunciaba el rom desde á legua.

Pensé, al cabo, que ya podía y debía efectuar mi vuelta á la estacada.Habíame colocado muy abajo en la punta arenosa que encerraba el ancladero hacia el Este y que se halla unida á la Isla del Esqueleto por una cinta de agua de poquísima profundidad. Al ponerme en pie, mis ojos tropezaron á alguna distancia, allá abajo de la punta, con una roca aislada, que se alzaba bastante alta entre los matorrales y que presentaba un notable color blanco. Me ocurrió al punto que aquella debía ser la Peña blanca de que me había hablado Ben Gunn, y que, si un día ú otro necesitábamos de un bote, era ya una ventaja saber á donde podíamos acudir á buscarlo.

Me escurrí luego entre el bosque hasta ganar otra vez la espalda de nuestro baluarte; lo escalé, entré y fuí cordialmente saludado por aquel grupo de leales y valientes.

Pronto concluí de contarles mi aventura y comencé á ver en torno mío, para darme cuenta de nuestra posición.El reducto estaba construído con troncos de pino, sin cuadrar, así el techo como los muros y el piso.Este último se elevaba, en algunos lugares, á un pie ó pie y medio sobre la superficie de la arena.En la puerta se había formado un portalillo ó vestíbulo, bajo el cual la fuente brotaba, arrojando sus cristalinas aguas en un tazón artificial de bien extraña ralea, que no era otra cosa que un gran caldero de hierro tomado de algún navío, con el fondo arrancado, é incrustado allí en la arena.

Bien poca cosa había en aquel recinto, á excepción de la obra misma de la casa; en un rincón una gran piedra lisa, colocada allí para servir de fogón ó brasero, y un tosco cesto de hierro para contener el fuego y ponerse sobre la piedra.

Los declives de la loma y todo el interior de la empalizada habían sido limpiados de árboles que habían servido para la construcción de la casa y de la estacada exterior. Por los troncos, que aun sobresalían de la tierra, podía verse qué soberbio boscaje se había derribado en gracia de la erección de aquel reducto. Todos los desechos y ramas habían sido arrojados lejos ó enterrados en algún vallado, después de la traslación de los maderos. La única verdura que quedaba allí era un lecho de musgo por donde corrían los derrames de la fuente que se escapaban fuera de su tosco tazón de hierro, y á un lado y otro de la corriente algunos helechos, zarzas rastreras y matas pequeñitas, surgiendo penosamente de entre la arena. Muy cerca de la estacada—demasiado cerca para que sirviese de defensa, según oí decir—el bosque se extendía aun denso y elevado, todo de abetos, por el lado de tierra, y mezclado con una gran cantidad de árboles de la vida por el lado del mar.

La brisa fría de la noche de que antes he hablado, silbaba en cada una de las aberturas del rústico y primitivo edificio y hacía caer sobre el piso una continua lluvia de menudísima arena.Teníamos arena en los ojos, arena en los dientes, arena en los oídos, arena en nuestra cena y arena revoloteando en el desfondado caldero de la fuentecilla que parecía una gran olla, á punto de hervir.Nuestra chimenea se limitaba á un agujero cuadrado en el techo, y sólo una muy pequeña parte del humo acertaba á escaparse por allí, en tanto que todo el resto se quedaba revoloteando por la pieza, haciéndonos toser de lo lindo y obligándonos á enjugarnos á cada instante los llorosos lagrimales.

Añádase á esto que Gray, nuestro nuevo aliado, tenía la cara casi cubierta con un gran vendaje á causa de una herida que había recibido en el buque al desprenderse de los amotinados; y que el pobre Redruth aun estaba allí insepulto, rígido y frío, á lo largo del muro, y cubierto con la bandera nacional.

Si se nos hubiera permitido sentarnos á descansar, es claro que todos lo habríamos hecho á pierna tirante; pero el Capitán Smollet no era hombre para eso.Todos fuimos llamados á su presencia y divididos en diversas facciones: el Doctor, Gray y yo para una; el Caballero, Hunter y Joyce para otra.Cansados como estábamos se ordenó á dos de nosotros que fueran por leña, otros dos á arreglar como mejor se pudiera una fosa para sepultar á Redruth; el Doctor fué nombrado cocinero; á mí se me puso de centinela á la puerta de la cabaña y el Capitán se empleó en andar de uno á otro levantando nuestros ánimos y prestando su ayuda material en donde quiera que se la necesitaba.

De vez en cuando el Doctor salía un momento á la puerta separándose de su cocina para tomar un poco de aire fresco y dejar descansar algo sus ojos que ya parecían querer salírsele de las órbitas á causa del humo, y cada vez que venía á mi sitio de guardia me dirigía algunas palabras.En una de sus salidas me dijo:

—Ese hombre Smollet vale mucho más que yo.Y mira, Jim, que el decir yo eso significa mucho.

En otra ocasión vino y se estuvo callado por un corto rato.Luego volvió la cabeza y me preguntó:

—Dime, Jim, ¿ese Ben Gunn es de veras un hombre?

—No podré decirlo á Vd., señor, le contesté.Por lo menos dudo mucho que esté en su juicio.

—Bueno, si es posible la duda, entonces es seguro que sí está, replicó el Doctor.Ya tú comprendes, Jim, que un hombre que durante tres años se ha estado solo en una isla desierta no puede conservar su razón tan cabal como tú ó yo. Eso no es posible dentro de la naturaleza humana. ¿Dices que lo que á él parecía urgirle más era comer un pedazo de queso?

—Queso, sí señor, le contesté.

—Está bien; pues mira tú ahora lo que es venir uno sobrenadando en la abundancia.¿Has visto mi caja de rapé, no es verdad?Y nunca me habrás visto tomar un polvo: la razón es que en esa cajilla lo que traigo precisamente es un pedazo de queso de Parma, un queso hecho en Italia, y extraordinariamente nutritivo.Pues bueno: ese queso es ahora para Ben Gunn.

Antes de que nos pusiéramos á cenar, dimos sepultura al cadáver del viejo Tom en una fosa cavada en la arena, en torno de la cual permanecimos piadosamente por algún rato tristes y preocupados, con las cabezas, que la brisa de la noche enfriaba, descubiertas en aquel acto solemne.

Buen acopio de leña se había llevado al interior de la cabaña, pero no toda la que el Capitán deseaba, por lo cual, una vez que la hubo inspeccionado nos dijo que esperaba que por la mañana se recomenzara la obra y con una poca de mayor diligencia por esta vez. Cuando todos hubimos tomado nuestras respectivas raciones de tocino y apurado un buen jarro de grog de Cognac, los tres jefes se retiraron á un ángulo de la pieza á deliberar sobre la situación.

Muy bien veíamos que habían agotado su imaginación para resolver qué haríamos, siendo como eran tan escasas nuestras provisiones, que al fin nos veríamos obligados á rendirnos mucho antes de que pudiese llegarnos ni una sombra de socorro. Así, pues, se decidió que nuestra mejor esperanza era la de procurar matar cuantos piratas pudiéramos hasta obligarlos, á una de dos, ó á arriar bandera, ó á largarse al fin con La EspañolaDe diez y nueve que ellos eran ya se veían ahora reducidos á quince, habiendo dos heridos, y por lo menos uno de ellos, el que cayó junto al cañón, de gravedad.Cada vez que tuviésemos batalla, debíamos aprovechar bien nuestra pólvora con gran cuidado de no exponer inútilmente nuestras vidas.Teníamos, además, dos magníficos aliados: el rom y el clima.

Por lo que hace al rom, aunque estábamos á más de media milla distantes del enemigo podíamos oir su barahunda y sus cánticos que duraron hasta bien entrada la noche.

Y en cuanto al clima, el Doctor apostaba su peluca á que, anclados en donde estaban, cerca ó casi en medio del pantano, sin remedios disponibles, por lo menos una media docena de ellos estarían tendidos con fiebre antes de una semana.

—Por tanto, añadió, si no nos matan á todos nosotros de una vez, ya se darán de santos con empacarse en el buque y marcharse con viento fresco á piratear de nuevo por esos mares de Dios, que al fin y al cabo, buque es nuestra goleta que puede servirles para su objeto.

—Será el primer navío que haya yo perdido en mi vida, dijo el Capitán Smollet.

Yo me sentía cansado hasta la muerte, como es fácil figurárselo, así es que en cuanto se me dejó tenderme á dormir, lo cual no sucedió sino después de mucho molestarme, caí en un sueño tan pesado que entre un tronco y yo no había la menor diferencia.

Todos los demás estaban ya levantados mucho tiempo hacía; ya habían almorzado y traído casi doble cantidad de leña que la acarreada la víspera, cuando me desperté con una baraúnda repentina y un rumor desusado de voces.

—¡Bandera de paz!, oí que decía alguno; y luego percibí, casi en seguida que, con una exclamación de sorpresa, añadían:

—¡Es Silver en persona!

Al oir esto, dí un salto y restregándome todavía los ojos, corrí á una de las troneras del reducto.


CAPÍTULO XX

LA EMBAJADA DE SILVER

¡ERA cierto! Dos hombres estaban allá, fuera de la estacada, uno de ellos agitando una bandera blanca, y el otro de pie, junto á él, con tranquilo continente: este era nada menos que el mismísimo Silver.

Todavía era, á la sazón, bastante temprano, y la mañana era tan fría que jamás sentí otra peor fuera de Inglaterra, pues un cierzo helado materialmente penetraba hasta la médula de los huesos.El cielo estaba claro, sin la más pequeña nube, y las cumbres de los árboles tenían en aquel instante el tinte rosado de la mañana.Pero en el bajío en que estaban Silver y su acompañante todavía quedaba bastante sombra y aparecían como sepultados hasta la rodilla en una bruma baja, que durante la noche había brotado del pantano.El cierzo frío y el vapor aquel, existiendo al mismo tiempo, daban una idea de la isla, tristísima por cierto.Era evidente que aquel era un lugar húmedo, pantanoso, ardiente é insalubre por excelencia.

—¡Todo el mundo adentro!, gritó el Capitán; apuesto diez contra uno á que esto envuelve alguna mala pasada.

Dicho esto gritó al pirata:

—¿Quién va?¡Alto ahí, ó hacemos fuego!

—¡Bandera de paz!, respondió Silver.

El Capitán estaba colocado en el portalón, guardándose con el mayor cuidado contra algún disparo traicionero en caso de que tal fuera el intento de los piratas.Volvióse entonces á nosotros y nos dijo:

—Doctor, póngase Vd.de observación, situándose al costado Norte, si me hace Vd.el favor.Jim, tú al Este.Gray, tú al Poniente.El ojo alerta hacia abajo: todo el mundo á las armas cargadas.¡Pronto, señores, y con cuidado!

Dicho esto se volvió de nuevo á los rebeldes gritándoles:

—¿Y qué vienen Vds.á buscar aquí con su bandera de parlamento?

Á esta interpelación fué el hombre que agitaba el lienzo el que respondió:

—Señor, el Capitán Silver desea pasar á bordo para hacer proposiciones.

—¿El Capitán Silver?¡No sé quién es él, no lo conozco!, gritó el Capitán Smollet.

Y pude oirle que añadía para sí, en voz más baja:

—¿Capitán, eh?¡Diantre!¡vaya si hay ascensos en la carrera!

Silver respondió entonces de por sí:

—Se trata de mí, señor. Esos pobres muchachos me han elegido su Capitán después de la deserción de Vd.

Recalcó muy bien la palabra deserción y prosiguió sin detenerse:

—Estamos resueltos á someternos si nos es posible obtener algún arreglo y nada más. Todo lo que yo pido es que me dé Vd. su palabra, Capitán Smollet, de que me dejará salir sano y salvo fuera de esa estacada y un minuto de plazo para ponerme fuera de tiro antes de que se haya disparado un arma.

—Pues oiga Vd.esto, replicó el Capitán Smollet: lo que es yo no tengo malditas la prisa ni la gana de hablar con Vd.Si Vd.quiere hablar conmigo, puede Vd.entrar aquí y basta.Yo no tengo que empeñar mi palabra á un hombre de su calaña; si hay en esto alguna traición oculta, será sin duda del lado de Vds., y en tal caso Dios les ayude.

—Me basta con eso, Capitán, contestó John Silver en tono satisfecho.Una palabra de Vd.es más que suficiente.Yo sé lo que es un caballero; puede Vd.creerlo.

Entonces pudimos ver al hombre de la bandera tratando de hacer retroceder á Silver.No era esto muy de sorprendernos atendiendo al tono caballeresco de la respuesta del Capitán.Pero Silver se le rió en las barbas y golpeándole sobre el hombro pareció decirle que la idea de todo temor ó alarma era perfectamente absurda.Entonces avanzóse hacia la estacada, arrojó su muleta al otro lado y con gran vigor y destreza logró salvar el cercado, saltando sano y salvo al recinto de la empalizada.

Debo confesar que lo que sucedía en aquellos momentos me atraía demasiado para que me fuera dable servir en lo más mínimo como centinela.Desde luego había ya desertado de mi tronera de Oriente que fué la que me designó el Capitán, y me había deslizado detrás de éste que acababa de sentarse en el dintel del portalón, cruzando estoicamente las piernas, recargando la cabeza sobre una de sus manos y dirigiendo la vista con la mayor indiferencia á la fuente que burbujeaba y salía rumorosa del caldero, para perderse correteando sobre la arena. Púsose, además, á silbar el sonecillo de “¡Venid mozos y mozas!

Á Silver le costaba un trabajo del diantre el subir por la ladera de la loma.Lo escabroso de ésta, los troncos de los árboles cortados, que estaban aun allí pegados unos á otros, y lo suave de la arena hacían que él y su muleta me parecieran como un navío dando tumbos entre las olas sin velas y sin timón.Pero él soportó aquello como un hombre, en silencio, y por último llegó á la presencia del Capitán, á quien saludó de la manera más cortés del mundo.Habíase colocado sus mejores arreos: una gran casaca azul toda llena de botones de metal, le colgaba hasta las rodillas, y un hermoso sombrero galoneado se ostentaba sobre su cabeza, ligeramente echado hacia atrás.

—Y bien amigo, ¿ya está Vd.aquí?, dijo el Capitán levantando la cara.Me parece que puede Vd.sentarse.

—¿Es que no me va Vd.á recibir allá adentro?, dijo Silver un tanto cuanto quejoso.Me parece esta una mañana demasiado fría para que nos estemos aquí, sentados sobre la arena.

—Amigo Silver, replicó el Capitán, si Vd.se hubiera conducido como un hombre honrado, á estas horas estaría Vd.sentado muy agradablemente en su galera.Esto no es más que la obra de Vd.mismo.Como cocinero de mi buque, que era Vd., era tratado de la mejor manera del mundo; como Capitán Silver, ó sea como amotinado y pirata, tiene Vd.por perspectiva la horca.

—Sea enhorabuena, Capitán, respondió el cocinero sentándose en la arena como se le indicaba. Luego tendrá Vd. que darme la mano para levantarme, he ahí todo. ¡Bonito lugar, de veras, que se han encontrado Vds.! ¡Ah! ¡allí está Jim! ¡Santos y felices días tengas tú, Hawkins! ¡Doctor! ¡Vd. también! , aquí me tiene Vd. á sus órdenes. Y bien, todos Vds. están juntos, todos como en familia, por decirlo así, ¿no es esto?

—Amigo, dijo el Capitán, si ha venido Vd.para decir algo, me parece que hará bien en despacharse luego.

—Tiene Vd.razón que le sobra, Capitán Smollet, contestó el pirata.El deber antes que todo, no cabe duda.Pues bien, vamos al asunto: ayer nos han dado Vds.muy buen quehacer; muy buen quehacer, no lo niego, sí señor.Hemos visto que algunos de Vds.no se maman el dedo en llevando un espeque entre las manos, ¡vive Dios que no!Por lo mismo, no trataré de ocultar tampoco que algunos de mis muchachos se han bamboleado de miedo; quizás todos estén en ese caso; tal vez yo mismo no las tengo todas conmigo, y sea esa la razón de que me tenga Vd.aquí buscando un avenimiento.Pero sépalo Vd.bien, Capitán; esto no sucederá dos veces, ¡por vida del diablo!Tendremos que hacer nuestros cuartos de centinela, y no ir muy lejos en materia de rom.Puede que Vds.se figuren que nosotros no fuimos más que una hoja de papel lanzada en un remolino.Pero le diré á Vd.: lo cierto es que yo estaba bien en mis cabales; lo que me pasaba es que me sentía cansado como un macho de noria, y con sólo que se me hubiese llamado un segundo antes los habría cogido á Vds.en el acto mismo.Todavía á esa hora él estaba vivo, bien vivo, no le quepa á Vd.duda.

—¿Y bien?, dijo el Capitán Smollet con la mayor calma y sangre fría del mundo.

Todo cuanto Silver decía en su enmarañado é inextricable lenguaje era para el Capitán un verdadero enigma, pero nadie se lo habría figurado por el tono de su voz.En cuanto á mí, comenzaba á tener una sospecha.Las últimas palabras de Ben Gunn me vinieron á la memoria y me dí á suponer que quizás habría hecho una visita á los piratas mientras estaban reunidos en torno de su hoguera, completamente borrachos ó poco menos, y acaricié con alegría la esperanza de que quizás ya no teníamos, á esas horas, sino catorce enemigos con quienes lidiar.

—Y bien, contestó Silver, lo que hay es esto: que queremos ese tesoro y que lo tendremos; esa es nuestra base.Vds., á su vez, pueden, sin pérdida de tiempo, asegurar sus vidas, á lo que creo: esa es la base de Vds.En poder de Vds.obra un mapa, ¿no es verdad?

—¡Bien podría ser!, murmuró el Capitán.

—¡Oh!lo es, de seguro, no me cabe duda, replicó Silver.No hay para qué hacerse el misterioso con un hombre como yo; es esta una treta del todo inútil, puede Vd.creerlo.Lo que quiero decir es que nosotros necesitamos ese mapa.Por lo demás, nosotros nunca habíamos pensado en hacer á Vd.el menor daño, ¡no señor!

—Amigo, esa no pega, le interrumpió el Capitán.Nosotros sabemos perfectamente lo que Vds.se proponían hacer, y lo cierto es que no nos importa un bledo, porque ya bien ve Vd.que, lo que es por ahora, los tales propósitos son ya simplemente imposibles.

Y diciendo esto el Capitán miró con la mayor calma á su interlocutor y se puso á llenar su pipa con tabaco.

—Si es que Gray ha podido...comenzó Silver.

—Suposición excusada, interrumpió el Capitán.Gray nada me ha dicho por la sencilla razón de que nada le he preguntado.Y lo que es más todavía, antes que acceder, preferiré ver volar en pedazos á Vd.y á él y á toda esta isla bendita.Eso y nada más, mi amigo, es lo que yo opino de sus proposiciones.

Esa bocanada—perdónese la palabra en gracia de esta exactitud—esa bocanada de mal humor del Capitán, pareció enfriar bastante á Silver.Un momento antes sus palabras iban ya tomando cierto tono provocativo, que cesó ante aquella explosión como por encanto.

—¡Basta con esto!, dijo.No quiero más.No discutiré lo que caballeros como Vd.consideren dentro ó fuera de las reglas y del espíritu de verdaderos marinos.Entre tanto, y puesto que le veo á Vd.á punto de encender su pipa, voy á tomarme la libertad de hacer otro tanto.

Dicho esto, llenó, en efecto, su pipa y la encendió.

Durante un rato considerable aquellos dos hombres se quedaron silenciosos, sentados con la mayor calma, ya viéndose á la cara mutuamente, ya arreglando su tabaco, ya inclinándose hacia adelante para escupir.

—Veamos pues, resumió Silver; he aquí las cosas sin rodeos: Vds. nos dan ese mapa para encontrar con él el tesoro y cesan ya de fusilar á pobrecillos marineros, y de calentarse la cabeza aun en medio del sueño. Vds. hacen esto y nosotros, en cambio, les damos á escoger una de dos cosas: ó vienen Vds. á bordo con nosotros, una vez que el tesoro haya sido embarcado, y en ese caso les doy á Vds. bajo mi verdadera palabra de honor un afilavis (affidavit quería decir) de que en una costa habitada y segura los desembarcaré sanos y salvos; ó si esto no les conviniera mucho por ser medio salvajes algunos de mis hombres, ó por tener recelo de despertar antiguos rencores, entonces ¡qué demonio! pueden Vds. estarse aquí, ¡sí señores! Dividimos las provisiones de boca con Vds. á lo legal y justo, en proporción de lo que nos toque, á tanto por cabeza y, lo mismo que en el caso anterior, les doy mi afilavis de que al primer buque que encontremos lo mando acá para recogerlos. No dirá Vd. que esto es pura charla: la verdad es que Vds. no pueden esperar nada mejor que lo que yo propongo. Espero pues (y al decir esto levantó la voz considerablemente) que toda la tripulación—vamos al decir—que toda la tripulación de este reducto, considerará bien mis palabras, porque lo que he hablado para uno, hablado está para todos.

El Capitán Smollet se puso en pie, sacó las cenizas del fondo de su pipa sacudiéndola sobre la palma de la mano y luego con toda su calma anterior interrogó así á Silver:

—¿Es eso todo?

—¡Sí, por vida del infierno, esa es mi última palabra!Rehuse Vd.eso y no volverán á oir Vds.de mí más que el zumbido de las balas de mis mosquetes.

—Está muy bien, dijo el Capitán.Pues ahora óigame Vd.á mí.Si vienen Vds.á presentarse aquí, de uno en uno y desarmados, me comprometo á ponerlos á todos con grillos y esposas y llevarlos para que tengan un proceso en regla, hasta Inglaterra.Si mi proposición no le conviene á Vd., me llamo Alejandro Smollet, la bandera de mi Soberano está enarbolada sobre esta casa y prometo enviarle á Vd.y á todos los suyos á los apretados infiernos. Vds. no pueden hallar ni hallarán ningún tesoro. Vds. no pueden navegar con esa goleta. Vds. no pueden batirnos. Gray, solo, pudo salir fácilmente de entre las manos de cinco de los suyos. Su navío está como encadenado, Maese Silver; Vds. están como varados en una playa de sotavento y muy pronto se convencerá Vd. de ello. Yo, pues, me quedo aquí, después de decirle lo que le he dicho, que es, por cierto, lo último que me oirá Vd. de buenas palabras, porque ¡por vida del diablo! la primera vez que vuelva á encontrar á Vd. , Maese Silver, le meto una bala en la cabeza, como tres y dos son cinco. Pase Vd. de allí. Sálgase en el acto de este lugar, mano sobre mano, y despáchese pronto.

Silver era, en aquel momento, la estampa de la ira.Los ojos parecían salírsele de las órbitas, de indignación.Sacudió el tabaco fuera de la pipa y luego gritó:

—¡Déme Vd.la mano para levantarme!

—¡No por cierto!, replicó el Capitán.

—¿Quién de Vds.quiere darme la mano?, aulló dirigiéndose á nosotros.

Ninguno en nuestras filas se movió siquiera.Vomitando entonces las más horribles blasfemias, se arrastró sobre la arena hasta que tuvo á su alcance una de las pilastras del portalón de la cual se asió, y ya entonces pudo enderezarse y ponerse en pie con su muleta.Caminó en seguida, y con una acción despreciativa é insultante, bramó:

—¡Eso valen Vds.!Antes de que se haya pasado una hora, ya los pondré á Vds.á hervir como ponche encendido, en su estacada.Rían Vds., ríanse, ¡con mil diablos!, antes de una hora ya podrán reir en el infierno, y para ese tiempo los que se hayan muerto podrán llamarse los más afortunados.

Con un nuevo y terrible juramento se alejó cojeando, señaló á su paso la arena en que iba enterrándose, trepó sobre la estacada con ayuda del hombre de la bandera, no sin fallar sus esfuerzos tres ó cuatro veces, y un instante después desapareció entre los árboles.


CAPÍTULO XXI

EL ATAQUE

NO bien hubo desaparecido Silver, el Capitán que le había seguido escrupulosamente con la mirada, se volvió hacia el interior del reducto, y con excepción de Gray no encontró á ninguno de todos nosotros en su sitio. Fué aquella la primera vez que le ví verdaderamente enojado.

—¡Á sus puestos!, gritó.

Y cuando ya todos ganamos humildemente nuestras posiciones, prosiguió:

—¡Gray!, tendrás hoy una mención honorífica en el diario de á bordo: has cumplido con tu deber como un buen marino.Sr. de Trelawney, me sorprende la conducta de Vd.Doctor, yo creí que alguna vez había Vd.llevado encima el uniforme del Rey, ¿es así como servía Vd.en Fontenoy, señor?Si era así, mejor hubiera Vd.hecho en quedarse en su casa.

Los centinelas mandados por el Doctor estaban ya todos en sus troneras; los demás hombres se ocupaban de cargar las armas, todos con la cara bien encendida, puede creérseme, y, como dice el adagio inglés: “con una pulga en su oído.”

El Capitán vió á todos en silencio por algún rato y en seguida habló así:

—Amigos míos, acabo de descargar sobre Silver una verdadera andanada.Le he puesto, de propósito, en punto de brea hirviendo y así es que, como ya nos lo ha anunciado él mismo, antes de que trascurra una hora, tendremos que sufrir el abordaje.Son más que nosotros, no necesito recordarlo, pero nosotros peleamos á cubierto: un minuto hace que tal vez habría yo añadido “y con disciplina.”No cabe duda, por lo mismo, de que podemos darles una buena sacudida si Vds.gustan.

Dicho esto recorrió las filas para cerciorarse de que todo estaba listo y en orden.

En los dos costados más angostos, ó sea en las cabeceras de la cabaña, que veían al Este y al Oeste, no había más que dos troneras; en el lado Sur que era en el que estaba el portalón, no había también más que dos, y cinco en el muro del lado Norte. Teníamos por todo, unos veinte mosquetes para siete que éramos. La leña había sido arreglada en cuatro pilas,—llamémosles mesas—una hacia el medio de cada uno de los lados, y sobre cada una de esas mesas, se colocaron cuatro mosquetes bien cargados, listos para que los defensores del reducto los tuvieran á la mano.En el centro los sables todos estaban alineados en orden.

—Apáguese el fuego, dijo el Capitán.El frío ha pasado ya y no es conveniente que tengamos humo en los ojos.

El cesto de hierro con sus leños encendidos fué sacado por el Sr. Trelawney en persona, fuera de la cabaña, y las brasas se apagaron con arena.

—Hawkins no ha almorzado todavía, continuó el Capitán.Vamos, chico, despáchate por tu mano y vuélvete á tu puesto á comer. Vivo, vivo, muchacho; podría ser que lo necesitaras antes de poder hacerlo. Tú, Hunter, sirve á todos un buen vaso de cognac

Mientras esto se hacía, el Capitán completaba en su imaginación el plan de defensa.

—Doctor, Vd.se situará en la puerta, continuó.Cuidado con exponerse; manténgase Vd.á cubierto y haga fuego á través del portalón.Hunter, tú te sitúas en el costado oriental, ¡allí!, Joyce, tú al otro lado, al Oeste.Sr. de Trelawney, á Vd.que es el de mejor puntería, se le encomienda, ayudado de Gray, la defensa de este largo costado del Norte que tiene cinco troneras.Si algún peligro corremos, ese peligro está en ese punto.Si ellos lograran subir hasta aquí y hacer fuego hacia adentro del reducto, por nuestras propias troneras, las cosas se empezarían á poner entonces de color de hormiga.Hawkins, ni tú ni yo somos muy hábiles, según creo, para hacer puntería; nosotros, pues, permaneceremos al lado de los tiradores ocupados en cargas las armas.

Como el Capitán lo dijo, el frío había ya pasado.Tan pronto como el sol había dejado pasar sus rayos por sobre las copas de los árboles hasta nosotros, se dejó sentir con toda su fuerza sobre las partes no sombreadas y disipó en un instante la bruma del pantano.Muy pronto la arena estaba ya abrasándose y la resina de los abetos comenzaba á derretirse en los muros del reducto.Colgamos á un lado sacos y jubones, las camisas se abrieron por las pecheras descubriendo nuestros cuellos casi hasta los hombros y ya en esa actitud, cada uno estuvo de pie firme, arma al brazo, en su puesto, con la doble fiebre del calor y de la más ansiosa expectativa.

Así se pasó más de una hora.

—¡Mal rayo los parta! dijo el Capitán. Esto sí que es tan pesado como una calma-chichaGray, sílbale al viento.

Como si alguien hubiera oído los votos del Capitán, en aquel mismo instante nos llegó la primera noticia del ataque.

—Dispense Vd.Capitán, dijo Joyce; si descubro á alguno, ¿debo hacer fuego?

—Ya lo he dicho antes, contestó el Capitán.

—Mil gracias, señor, contestó Joyce con la misma y tranquila cortesía.

Por algunos momentos nada sucedió, pero aquel corto diálogo nos había puesto á todos alerta, concentrando toda nuestra vida en los oídos y los ojos.Los tiradores seguían con sus mosquetes en las manos; el Capitán en el centro del reducto con los labios muy apretados y con el ceño fruncido.

Así trascurrieron unos segundos más hasta que de repente oímos á Joyce preparar su arma y disparar acto continuo.Todavía no se apagaba el eco de su detonación, cuando ya lo oímos repetido por disparos que partían de afuera, uno tras de otro, en una descarga nutrida, sobre cada uno de los cuatro costados del reducto.Varias balas dieron contra los postes de los muros, pero ninguna penetró adentro.Cuando el humo se hubo disipado, la estacada y el bosque que la circunda aparecían tan quietos y desocupados como antes: ni una rama se movía; ni el brillo del cañón de un sólo mosquete denunciaba la presencia de nuestros adversarios.

—¿Le acertaste á tu hombre?, preguntó el Capitán.

—No señor, replicó Joyce, me parece que no.

—Pues podía hacerse algo mejor que eso, á decir verdad, refunfuñó el Capitán Smollet.Hawkins, carga otra vez ese mosquete.¿Cuántos cree Vd.que había del lado de Vd., Doctor?

—Puedo decirlo con toda precisión: tres disparos se hicieron de este lado.He visto las tres llamaradas, dos de ellas muy juntas, y la otra más lejana, hacia el Poniente.

—¡Tres!dijo el Capitán.¿Y cuántas por el lado de Vd.Sr. de Trelawney?

Esta pregunta no fué contestada con tanta exactitud.Según el Caballero, los disparos hechos sobre el costado Norte eran unos siete, y ocho ó nueve según el cómputo de Gray.De los lados Este y Oeste sólo un tiro había partido.Era, pues, indudable, que el ataque iba á verificarse sobre el lado Norte, y que en los tres costados restantes solamente se nos iba á molestar con un aparato de hostilidades.Sin embargo, el Capitán Smollet no hizo el menor cambio á sus disposiciones anteriores.Si los sublevados logran salvar la empalizada y posesionarse de algunas de nuestras troneras no ocupadas, de seguro que nos van á fusilar impunemente como á ratas, dentro de nuestra misma fortaleza.

Pero no se nos dió mucho tiempo para deliberaciones. Repentinamente con un fuerte grito de ¡Arriba! una pequeña nube de piratas saltó de entre los árboles, en el lado Norte y se precipitó directamente sobre la estacada. En el mismo instante los tiradores ocultos en el bosque abrieron el fuego nuevamente y una bala de rifle silbó á través de la puerta y, golpeando sobre el mosquete del Doctor, se lo hizo literalmente añicos.

Los asaltantes se encaramaron sobre la empalizada como monos: el Caballero y Gray hicieron fuego una y otra y otra vez, y tres hombres de aquellos cayeron, uno, dentro del recinto de la empalizada, y dos hacia fuera, aunque de estos últimos uno parece que estaba más azorado que herido, porque no tardó casi nada en ponerse en pie y desaparecer en un abrir y cerrar de ojos entre los árboles.

Dos, pues, habían mordido el polvo, uno había huído y cuatro habían ya logrado entrar de pie firme en el recinto de nuestra defensa, mientras que, al abrigo de los árboles siete ú ocho hombres, cada uno de los cuales tenía evidentemente un surtido de varios mosquetes, mantenían un fuego vivo y nutrido, aunque sin el menor resultado, contra los muros de nuestro reducto.

Los cuatro que se habían arriesgado al asalto se lanzaron derechos sobre el edificio, animándose mutuamente con gritos, y sintiéndose alentados por los hurras de los tiradores del bosque. Se hizo fuego sobre ellos varias veces, pero se movían con tal rapidez y era tal la prisa de nuestros tiradores que no se logró que ninguna de sus balas diera en el blanco. En un momento los cuatro piratas habían trepado el declive de la loma y estaba ya sobre nosotros.

La cabeza de Job Anderson apareció en la tronera del centro gritando con una voz de trueno:

—¡Todos á ellos!¡todos á ellos!

Al mismo instante otro pirata logró apoderarse del mosquete de Hunter cogiéndoselo violentamente por el cañón y descargó sobre aquel leal un golpe tan tremendo que lo hizo rodar en tierra sin sentido.Entre tanto, un tercero corrió sano y salvo en torno de la casa y apareció súbitamente en la puerta cayendo sobre el Doctor, cuchillo en mano.

Nuestra posición había cambiado por completo.Un momento antes peleábamos nosotros á cubierto y el enemigo á campo raso; ahora nosotros éramos los descubiertos é imposibilitados para volver golpe por golpe.

El interior del reducto estaba lleno de humo á cuya circunstancia debimos, en parte, nuestra salvación relativa.Gritos, confusión, relámpagos de armas de fuego, detonaciones y un gemido muy prolongado y perceptible, todo esto repicaba de una manera atronadora en mis oídos.

¡Afuera, muchachos, afuera!, gritó el Capitán.¡Á pelear al descubierto y mano al arma blanca!

Yo arrebaté una cuchilla de las del centro y alguno que al mismo tiempo se apoderaba de otra me infirió una cortada en los nudillos de la mano, que casi ni sentí.Me lancé hacia la puerta, saliendo á la luz del sol.Alguien, no sé quien, venía detrás de mí.Frente á mí el Doctor perseguía á su asaltante ladera abajo y precisamente en el momento en que mis ojos tropezaban con el grupo, el Doctor dejaba caer sobre su enemigo un tajo soberbio que lo tiró en tierra revolcándose, con una cuchillada que le dividía toda la cara.

¡Rodear la casa, muchachos, rodear la casa!, gritaba el Capitán.Al oirle aquel grito noté, á pesar de la barahunda general, que en su voz había un cambio muy notable.

Obedecí como un autómata volteando hacia el costado Este, con mi cuchilla levantada.Pero al dar vuelta á la esquina del reducto, me encontré frente á frente con Anderson. Aquel hombre rugía como una fiera y su marrazo se alzó sobre su cabeza brillando la hoja en el aire al rayo del sol. No tuve tiempo para sentir miedo: aquel hombre aún no descargaba su mandoble sobre mí, cuando yo resbalé instantáneamente en el declive y, perdiendo la pisada sobre la arena, rodé cuan largo era por la bajada.

Cuando al abandonar el interior de la cabaña por orden del Capitán aparecí en la puerta, ví que las reservas de los amotinados estaban ya tratando de salvar la empalizada para acabar de dar buena cuenta de nosotros.Un marinero que ostentaba una gorra encarnada y que se había puesto la cuchilla entre los dientes, había ya logrado trepar y tenía una pierna dentro del recinto de la estacada y otra afuera.Ahora bien, mi caída fué tan rápida que cuando me puse de nuevo en pie todo estaba aún en la misma posición; el hombre del gorro encarnado, todavía mitad adentro y mitad afuera, y otro dejaba asomar la cabeza en aquel mismo instante por sobre las extremidades de los postes.Pero rápido como había sido ese momento, en él, sin embargo, se había decidido la victoria en nuestro favor.

Gray, que seguía á tres pasos mi carrera, había derribado al gran contramaestre en tierra antes de que hubiera tenido tiempo de recobrarse por haber fallado su golpe sobre mí.Otro de ellos había recibido un tiro mortal en el momento mismo en que iba á hacer fuego por una de las troneras, y estaba allí, agonizando, con la pistola todavía humeante entre sus manos.El Doctor, según pude notar, había dado buena cuenta de un tercero con un tajo magnífico.De los cuatro que habían escalado la empalizada, uno solo quedaba intacto y este, que había dejado escapar su cuchilla en la refriega, ya iba en aquel momento saltando de nuevo sobre la empalizada para ponerse á cubierto de la muerte que se cernía sobre su cabeza.

¡Fuego desde adentro!, gritó el Capitán.¡Y Vds.muchachos, al reducto de nuevo!

Pero su orden ya no tuvo efecto: ningún disparo partió de las troneras y el último de los asaltantes pudo escapar sano y salvo y desaparecer con todos los demás en el bosque.En tres segundos no quedaban ya más trazas de los asaltantes que los cinco de ellos que habían caído en la refriega, de los cuales, cuatro yacían dentro y el quinto fuera del recinto de la estacada.

El Doctor, Gray y yo corrimos con todas nuestras fuerzas para ponernos al abrigo, pues era probable que los asaltantes volvieran pronto del lugar en que habían dejado sus mosquetes y abrieran una vez más el fuego sobre nosotros.

Nuestra casa, á la sazón, estaba ya bastante despejada del humo y pudimos ver, á la primera ojeada, el precio á que habíamos comprado la victoria.Hunter yacía sin sentido al pie de su tronera.Joyce, cerca de él, con una bala en el cerebro, yacía también para no volver á moverse nunca, y en el medio del recinto el Caballero estaba sosteniendo al Capitán, tan pálido el uno como el otro.

—El Capitán está herido, dijo el Sr. de Trelawney.

—¿Han corrido esos?, preguntó el Capitán Smollet.

—Piernas les faltaban, contestó el Doctor.Pero allí están cinco de ellos que no volverán á correr más.

—¿Cinco?, exclamó el Capitán.¡Tanto mejor, vamos!Cinco de ellos y tres de nosotros; eso nos deja nueve contra cuatro.Eso es ya mucho menos desproporcionado que en un principio. Entonces éramos siete para diez y nueve; al menos así lo creíamos, lo cual es casi tan malo como serlo en realidad.

Los sublevados no fueron ya muy pronto sino ocho, pues el hombre herido por el Caballero, á bordo del buque, con su disparo hecho desde el serení, murió aquella misma noche á causa de sus lesiones.Esto, sin embargo, no se supo en nuestro reducto sino después.


PARTE V

MI AVENTURA DE MAR

CAPÍTULO XXII

DE CUAL FUÉ EL PRINCIPIO DE MI AVENTURA

LOS sublevados no volvieron ya; ni siquiera un disparo más volvió á salir de entre los árboles. Ya habían recibido su ración por aquel día, según la frase del Capitán y quedábamos, por tanto, en posesión de nuestro reducto, con tiempo para cuidar y trasladar los heridos, y para hacer la comida. El Caballero y yo pusimos nuestra cocina afuera á pesar del peligro que corríamos, pero aun allí podíamos difícilmente atender á lo que traíamos entre manos á causa de los quejidos y lamentos que nos llegaban de los pacientes del Doctor.

De ocho personas que habían caído durante la batalla, solo tres respiraban aún: el pirata que fué herido junto á la tronera, Hunter y el Capitán Smollet; y aun de estos, los primeros eran poco menos que muertos.El sublevado murió, en efecto, bajo el bisturí del Doctor y en cuanto á Hunter por más esfuerzos que se hicieron para volverlo á sus sentidos, no tuvo ya conciencia de sí mismo en este mundo: agonizó todo el día, respirando fuerte y penosamente como el viejo filibustero cuando yacía víctima de aquel terrible ataque apoplético; pero los huesos del pecho habían sido despedazados por el golpe y el cráneo se había fracturado con la caída, por lo cual, al llegar la noche, sin voz ni estremecimiento alguno entregó el alma á su Hacedor.

Las heridas del Capitán eran graves, en verdad, pero no fatales.No había órgano alguno interesado con lesión mortal.La bala de Ánderson, que fué la que primero le hirió, había roto la parte superior del hombro y tocado ligeramente uno de los pulmones.La segunda bala le había nada más atravesado la pantorrilla rasgándole y dislocándole algunos músculos.Su restablecimiento era seguro, al decir del Doctor, pero entre tanto y por el espacio de semanas enteras, no debería ni andar ni mover su brazo, y aun de hablar debía abstenerse hasta donde le fuera posible.

Mi cortada accidental en los nudillos era un rasguño insignificante; el Doctor me curó poniéndome algunas tiras de tela emplástica y me dió un tirón de orejas por haber salido tan bien librado.

Cuando terminamos nuestra comida, el Caballero y el Doctor se sentaron en consulta al lado del Capitán, y cuando ya habían hablado cuanto tenían que decir, y siendo, á la sazón, cerca de medio día, el Doctor tomó su sombrero, se puso al cinto sus pistolas, depositó en su bolsa de pecho la carta del Capitán Flint, y poniéndose un mosquete al hombro y un sable á la cintura, cruzó la empalizada por el lado Norte y se aventuró vigorosamente en medio de los árboles.

Gray y yo estábamos sentados juntos en el extremo opuesto del reducto, de manera de estar fuera del alcance de la conversación de nuestros superiores en consulta.Gray retiró la pipa de sus labios y no volvió á acordarse de llevarla á ellos nuevamente: tanto así lo dejaba atónito lo que veía.

¡Por vida del demonio!, exclamó, ¿se ha vuelto loco el Doctor Livesey?

—No, á lo que creo, le respondí.Me parece que de todos nosotros es él el menos expuesto á ese accidente.

—¡Cáspita, chico, pues si no lo está él, oye bien lo que te digo, debo estarlo yo!

—Es posible, le repliqué.El Doctor tiene su idea y, si no me equivoco, creo que va ahora á buscar á Ben Gunn.

Los sucesos demostraron que estaba yo en lo justo y racional.Pero entre tanto, como el reducto aquel estaba caliente como un horno y la arena de afuera ardiente como una brasa, con el sol de mediodía, comenzó á bullir en mi cabeza una idea de la cual no podía decirse como de la otra que era racional ni justa.Lo que me pasó fué que empecé á envidiar al Doctor marchando á la fresca sombra de los árboles, rodeado de pájaros y aspirando el fresco olor de los pinos; mientras yo estaba allí, asándome, con la espalda pegada á aquellos maderos que saturaban mi traje con su resina á medio fundir, rodeado de sangre por todas partes, en medio de tantos cadáveres tendidos á mi alrededor, y tanto pensé en ello que acabé por sentir hacia aquel lugar un disgusto que era casi tan fuerte como el miedo mismo.

Todo el rato que estuve ocupado lavando el interior del reducto y en seguida aseando los trastos para la comida, ese disgusto y esa envidia continuaron acentuándose más y más en mi ánimo hasta que, por último, encontrándome á mano una canasta de pan, y no habiendo en aquel instante nadie que me observara, me llené de bizcochos todas las faltriqueras y dí con eso el primer paso en la vía de mi escapada.

Era yo un buen tonto, si se quiere, y ciertamente lo que yo iba á hacer no podía calificarse sino como una locura y un acto temerario, pero yo estaba bien determinado á llevarlo á cabo, con todas las precauciones que me era dable tomar.Aquellos bizcochos, caso de que algo me sucediera, podrían alimentarme, por lo menos, hasta el día siguiente.

Después de los bizcochos, la próxima cosa de que me apoderé fué un par de pistolas, y como yo tenía ya de antemano un polvorín y balas, me sentí suficientemente provisto de armas.

Por lo que hace al proyecto en sí, tal como estaba en mi cabeza, me parece que no era del todo malo: iba á buscar, en la división arenosa existente entre el fondeadero y el mar abierto, la Peña blanca que había visto la víspera, y cerciorarme si era ella ó no la que escondía el bote de Ben Gunn; cosa bien digna de ejecutarse, según todavía hoy me parece. Pero teniendo como tenía la seguridad de que no se me permitiera abandonar el recinto de la estacada, mi plan se redujo á despedirme á la francesa y deslizarme afuera cuando nadie pudiera verme, lo cual era en sí tan malo, que bastaba para hacer todo mi pensamiento reprensible. Pero yo no era más que un muchacho y mi resolución estaba perfectamente tomada.

Ahora bien, las cosas se me presentaron, al cabo, de tal manera, que encontré una oportunidad admirable para mi objeto.El Caballero y Gray estaban muy entretenidos arreglando los vendajes del Capitán, la costa estaba libre, me lancé ágilmente sobre la estacada, me interné en la espesura de los árboles y antes de que mi ausencia pudiera ser notada, ya estaba yo fuera del alcance de la voz de mis compañeros.

Esta era ya mi segunda locura, mucho peor que la primera, supuesto que no dejaba en la casa sino dos hombres sanos y salvos para custodiarla, pero, como la primera, esta segunda calaverada contribuyó á salvarnos á todos nosotros.

Hice rumbo derecho hacia la costa oriental de la isla, pues mi resolución era ir á la punta por el lado que daba al mar, para evitarme toda probabilidad de ser observado desde el fondeadero.La tarde estaba ya bastante adelantada, pero todavía brillaba el sol y no era poco el calor que se hacía sentir aún.Mientras proseguía mi marcha, cortando el alto y espeso bosque, escuchaba allá á lo lejos, delante de mí, no sólo el trueno continuo de la marejada, sino cierto frotamiento de hojas y crujidos de ramas que me demostraban que la brisa del mar se había desatado más fuerte que de ordinario.Muy pronto, bocanadas de aire fresco comenzaron á llegar hasta mí y á pocos pasos me encontré ya en los bordes abiertos del boscaje y pude ver el mar azul y lleno de sol, reverberando desde la orilla hasta el límite lejano del horizonte, mientras sus oleadas murmuraban, recortando sus caprichosas siluetas de espuma á lo largo de la playa.

Nunca he visto el mar tranquilo en todo el derredor de la Isla del Tesoro. El sol puede lanzar desde arriba cuanto calor le sea posible; puede muy bien la atmósfera estar sin una sola ráfaga de viento, y la superficie lejana de las aguas tersa y azul; esto no impedirá jamás que aquellas grandes moles de agua espumante rueden á lo largo de toda la costa tronando siempre, tronando de día y de noche, de tal suerte que apenas habrá lugar alguno en la isla entera en donde se pueda uno libertar de oir aquel rumor eterno.

Yo seguí entonces el borde de la playa, marchando junto á la rompiente, con gran deleite mío, hasta que, juzgándome ya bastante lejos hacia el Sur, me interné de nuevo en la espesura del bosque y me fuí serpeando cautelosamente hacia la parte elevada de la punta, término de mi viaje.

Á mi espalda estaba el mar y al frente el fondeadero. La brisa de la mar, como si hubiera gastado toda su fuerza en el soplo violento de hacía un rato, había cesado ya, y le sucedían ahora suaves corrientes de aire cuya dirección variaba del Sur al Sudeste, arrastrando grandes masas de niebla. El ancladero, á sotavento de la Isla del Esqueleto, seguía terso y plomizo como cuando penetramos á él la mañana del día anterior. La Española se reproducía toda entera en aquel tranquilo espejo, retratando su casco, desde la línea de flotación, hasta los topes de los mástiles en que flotaba la bandera de los piratas.

Á uno de los costados se veía yaciendo uno de los esquifes y Silver aparecía junto á una de las velas de popa.Al hombre aquel siempre me era fácil reconocerlo.Dos de los sublevados aparecían recargados en la balaustra; uno de ellos era el mismo hombre de la gorra encarnada que pocas horas antes había yo visto á horcajadas sobre la empalizada. Al parecer no hacían más que hablar y reir, aun cuando á la distancia á que yo me encontraba de ellos—algo más de una milla—no podía llegarme, por supuesto, ni una sola palabra de lo que conversaban. En aquel instante comenzó de repente el más horrendo é indescriptible rumor de alaridos que de pronto me alarmaron bastante, aunque luego reconocí, por fortuna, la voz de Capitán Flint y aun me pareció distinguir al pájaro mismo, con su brillante plumaje verde, saltar sobre el puño de su amo.

Pocos momentos después ví que el esquife se movía empujado hacia la playa por el hombre de la gorra encarnada y su compañero que habían descendido á él por la porta de popa.

Al mismo tiempo que sucedía esto el sol se ocultaba tras la cumbre del “Vigía,” y como la niebla se amontonaba rápidamente, todo comenzaba á ponerse oscuro de veras.Ví, en consecuencia, que no tenía tiempo que perder si es que debía encontrar el bote aquella misma tarde.

La Peña blanca, bastante visible sobre los arbustos, estaba todavía como á un octavo de milla distante de mí, hacia la parte baja de la punta, y así es que dilaté aún un poquillo antes de llegar á ella, teniendo, á trechos, que marchar en cuatro pies entre las zarzas y retamas.Era ya casi de noche cuando puse mis manos sobre sus ásperos y escabrosos costados.Justamente abajo percibí un pequeño hueco de verde césped, oculto por montoncillos de tierra y un matorralillo de arbustos no más altos que la rodilla, que crecían allí abundantemente, y en el centro de la hondonada, no me cabía duda, se miraba una pequeña tienda hecha de pieles de cabra, como las que los gitanos tienen la costumbre de llevar consigo en Inglaterra.

Me deslicé adentro de la cuenca, levanté uno de los lados de la tienda y allí, en efecto, estaba el bote de Ben Gunn, manufactura casera si alguna vez las hubo.Era éste una tosca estructura de madera correosa, apenas desmochada, y extendida sobre ella una piel de cabra con el pelo hacia adentro.Aquel juguete era en extremo pequeño, hasta para mí, y puedo difícilmente creer que hubiera podido sostenerse á flote con un hombre de talla ordinaria.Veíase en él un banco de remero tan bajo como era posible imaginarse, una especie de apoyo para los pies hacia la proa y unos dos canaletes ó remos para la propulsión.

Hasta aquel día jamás me había sido dable tener ante mis ojos uno de esos botes enteramente rudimentarios y primitivos usados por los antiguos pescadores bretones y aun parece que también por los egipcios, y que en la vieja Bretaña se llamaron coracles,[6] pero en aquel momento tenía un verdadero coracle en mi presencia, y no me será posible dar mejor idea de él sino diciendo que era, sin duda alguna, igual al primero y más imperfecto aparato de flotación que fabricara el hombre. Pero la verdad es que, con todos los defectos del coracle, tenía, como este, la gran ventaja de ser en extremo ligero y portátil.

Ahora bien, se supondrá que una vez que hube encontrado mi bote tuve ya con eso bastante para sentirme satisfecho de mi truhanería por aquella vez; pero el caso es que, durante aquel tiempo, otra ocurrencia había venido á herir mi imaginación, y tanto me apasioné de ella que se me figura la habría llevado á cabo en las barbas del mismo Capitán Smollet. Esta ocurrencia fué la de aventurarme en aquel bote, protegido por la sombra de la noche, llegar suavemente hasta La Española, cortar el cable de su ancla y dejarla echarse sobre la playa á donde la llevara su buena ó mala ventura.Yo me había fijado en que, después de la lección que los rebeldes acababan de recibir aquel día, probablemente no encontrarían cosa mejor que hacer que levar anclas y lanzarse con la goleta al mar.Parecióme conveniente y grato de veras el impedirles llevar á cabo tal resolución y me afirmé en la practicabilidad de mi pensamiento cuando ví como dejaban al guardián de la nave, encastillado en ella, sin un sólo bote á su disposición.

Me senté, pues, á esperar que se hiciera bien densa la oscuridad y me puse, entretanto, á comer con gran apetito algunos de mis bizcochos.Era aquella una noche, única quizás, entre diez mil, para realizar mi propósito.La niebla había sepultado completamente el cielo y el horizonte.Conforme los últimos rayos del crepúsculo desaparecían, la oscuridad más completa caía sobre la Isla del Tesoro.Así es que, cuando concluí por echarme á cuestas el botecillo aquel y me encaramé como Dios me ayudó para salir de la hondonada en que acababa de cenar, no quedaban ya más que dos puntos visibles en todo el ancladero.

Uno de ellos era la gran hoguera encendida en la playa, en torno de la cual los derrotados piratas se consolaban de su desastre en medio de una tremenda borrachera, á orillas del juncal. El otro, que no era sino un reflejo de luz opaca rompiendo apenas las tinieblas, indicaba la posición del navío al ancla. La bajamar le había hecho describir un semicírculo completo en torno de su amarre, de manera que á la sazón la proa estaba vuelta hacia mí. Las únicas luces encendidas á bordo estaban en la popa y en la cámara, de suerte que el ligero resplandor que yo veía no era más que el reflejo, sobre la niebla, de los fuertes rayos luminosos que se escapaban de la ventanilla de popa.

La marea había bajado hacía ya mucho rato, así es que tuve que ir vadeando por largo trecho en una arena pantanosa en la cual varias veces me sumí hasta la pantorrilla, antes de que pudiera llegar al límite en que el agua seguía su marcha de retroceso. Con alguna fuerza y no escasa destreza vadeé el agua del mar como lo había hecho en la playa y con toda felicidad boté quilla-abajo mi coracle sobre la movediza superficie.


CAPÍTULO XXIII

EL REFLUJO CORRE

EL esquife de Ben Gunn, como yo me lo figuré desde antes, con sobra de razón, era un bote muy seguro para una persona de mi estatura y de mi peso, y tan ligero como boyante siguiendo su vía por el mar; pero era, al mismo tiempo, el más intratable y desobediente navichuelo que puede imaginarse para lo que se refería á su manejo. Por más que uno hiciera, él siempre se iba de lado, á sotavento, de preferencia á cualquiera otra dirección, así es que el ir siempre volteando y volteando era la maniobra que más se acomodaba con su naturaleza. Recuerdo que el mismo Ben Gunn me había dicho que su bote era extraño y difícil para manejar hasta que se le cogía el modo

Y la verdad es que yo no le “sabía su modo.”Entre mis manos iba y volvía en todas direcciones excepto en la que yo necesitaba.Nuestra marcha casi constante era sobre un costado, y tengo la seguridad de que, á no ser por la ayuda de la marea, jamás hubiera logrado llevar el barquichuelo aquel á donde yo quería.Por mi buena suerte, por más que yo remaba, el reflujo seguía arrastrándome siempre hacia abajo, en la dirección precisa en que yacía anclada La Española, de la que, por tanto, era punto menos que imposible desviarme.

Al principio no veía delante de mí más que un borrón, más negro aún que la misma oscuridad; á poco, casco, mástiles y cordaje comenzaron á tomar forma distinta á mis ojos y un momento después (que no fué más, supuesto que la corriente de la marea me arrastraba cada vez con mayor violencia), ya estaba mi botecillo al lado de la guindaleza de la cual me cogí en el acto.

La guindaleza estaba tan tirante como la cuerda de un arco, y la corriente era tan fuerte que mantenía á la goleta en una gran tensión sobre su ancla. En torno del casco la corriente bullía, escarceaba, y burbujante y murmuradora, se rompía sobre los costados de la goleta, como un arroyuelo que baja saltando por las vertientes de una montaña. No tenía, ya que hacer otra cosa sino dar un corte á aquella cuerda con mi navaja de á bordo, y La Española se iría zumbando corriente abajo.

Todo eso estaba muy bueno; pero cuando ya me disponía á completar mi hazaña, me ocurrió repentinamente que una guindaleza cortada de súbito es una cosa tan peligrosa como un caballo que da coces. Las probabilidades eran diez contra una de que, si era bastante temerario para cortar á La Española de su ancla, tanto mi navichuelo como yo teníamos que pagar demasiado caro aquel atrevimiento, con un naufragio casi seguro.

Esta consideración me detuvo en el acto y si la fortuna no me hubiera favorecido de nuevo de una manera muy particular, habría tenido que abandonar mi designio por completo.Pero los vientos mansos que habían comenzado á soplar de Sudeste y del Sur, habían cambiado, después de entrada la noche, en dirección del Sudoeste. Precisamente en el tiempo que yo gasté en reflexionar, vino una bocanada que cogió á la goleta, empujándola hacia la corriente y, con gran regocijo mío, sentí que la tensión de la guindaleza, que tenía aún cogida, disminuyó tanto que, por un momento, la mano con que la sujetaba se encontró sumergida dentro del agua.

Esto bastó para que yo formara mi resolución: saqué mi navaja, la abrí con los dientes y, con las mayores precauciones, fuí cortando, uno tras de otro, los hilos de aquella cuerda, hasta que la goleta quedó sostenida por dos únicamente.Entonces me detuve, esperando, para cortar estos dos últimos á que la tensión se aligerase de nuevo por otra ráfaga de viento.

Durante todo este tiempo no había cesado de oir voces que, partiendo de la cámara de popa, se elevaban en un diapasón bastante alto; pero á decir verdad, mi imaginación estaba de tal manera preocupada con otras ideas, que apenas si había prestado oído.Pero á la sazón, que ya tenía mucho menos que hacer, comencé á parar mientes algo más en lo que se decía.

Desde luego pude reconocer la voz del timonel Israel Hands, el antiguo artillero del buque del Capitán Flint.La otra era, por de contado, la de mi conocido el hombre del birrete rojo.Ambos estaban borrachos como una cuba, lo que no les impedía seguir bebiendo, pues durante mi escucha, uno de ellos, con un grito de ebrio, se asomó á la porta de popa y arrojó por ella un objeto que me pareció ser una botella vacía.Pero no solamente estaban bebidos, sino que pude cerciorarme fácilmente de que se encontraban en pleno estado de riña.Los juramentos menudeaban como granizos y á cada instante se dejaban oir tales explosiones de ira, que me pareció indudable que aquello iba á concluir á golpes. Sin embargo, una y otra de esas explosiones pasaron sin ir á más; las voces tornaban á gruñir en tono más bajo por algún rato, hasta que se presentaba la próxima crisis y pasaba, como las precedentes, sin resultados.

Allá, sobre la playa, distinguíase aún el resplandor de la gran hoguera del campamento, brillando vigorosa á través de los árboles de la playa.Alguien de entre los piratas estaba cantando una vieja y monótona canción marina, con un suspiro y un gorjeo al final de cada verso y, á lo que parecía, sin terminación posible, sino era la de la paciencia del cantador.Más de una vez durante la travesía oí esa misma cantinela, de la cual recordaba estos dos versos: